Mi primo recibió la propuesta con una mirada de asombro, pero no opuso resistencia alguna cuando le insistí: "¡Anda, vamos!…" Con él, no hay sino mostrarse resuelto. Sólo me pidió, con una sombra de angustia: "Cuidado, sin hacer ruido, no sea que se despierte Águeda".

Cogí la llave, y él, andando de puntillas, me condujo al cuarto de Juanita. El consabido cuarto de solterona, cerrado y todavía con olor de la noche. Abrí los postigos -ya amanecía- y, después de girar una mirada alrededor, me dirigí al pequeño pupitre, bajo una virgen del Perpetuo Socorro en bajorrelieve, de escayola pintada y dorada. Meto la llave en la cerradura (¡violación de secreto, señores!), abro, y ¡nada! Parecerá un chiste de mal gusto, una broma pesada: no había cosa alguna dentro del pupitre, nada en los cajoncillos laterales, nada en los compartimientos… ¡lo que se dice nada! Debo confesar que me sorprendí a mí mismo todo agitado, con el corazón en un hilo y apretada la garganta. Estaba parado ante el mueblecillo, y no sabía qué hacerme. Volví la vista hacia Severiano, y su expresión no decía nada: era la misma expresión triste e indiferente de antes. "¿Qué te parece esto?" -le pregunto-. "Y ¿qué quieres que te diga?" Había en su entonación una especie de renuncia, de abandono irónico; parecía burlarse de mí sutilmente; pero esta vez su flojedad no me produjo exasperación, tan desconcertado estaba yo. Me hallaba -lo confieso- anhelante, sobrecogido, desconcertado, en fin, cosa que se comprende bien con la nerviosidad de una noche en vela y la emoción de encontrarse uno de nuevo en su pueblo y entre los parientes con quienes uno se ha criado: todo eso altera la rutina de los hoteles, de las conversaciones siempre iguales que llenan los viajes de un comisionista… Le pregunté todavía a Severiano: "¿Qué hacemos, tú?" "¿Qué hemos de hacer?" Y no insistí ya en que registráramos todos los rincones de la pieza, no porque la idea no se me ocurriera (de buena gana la hubiera emprendido a coces con cuanto allí había: sillas, ropas y cuadros), sino por consideración hacía mi primo, y hasta por aburrimiento. Mi irritación había degenerado ya en aburrimiento, en ganas de escapar.

Miré el reloj. "Todavía alcanzo bien el tren de las seis y treinta y cinco", dije. "Sí; claro que alcanzas". ("¿Conque tenemos ganas de que me vaya, eh?") "Alcanzas, y también tienes tiempo de tomar tranquilamente el desayuno", confirmó Severiano, añadiendo sin embargo: "Pero será mejor que vayamos a tomarlo en el bar de Bellido Gómez".

– No; el desayuno os lo puedo preparar en seguida.

Nos volvimos: era Águeda, parada junto al quicio de la puerta, con el pringoso pelo gris enrollado en trenzas.

– Gracias, prima, gracias; pero prefiero que nos despidamos ahora. Desayunaremos en el bar y en seguida ¡al tren! Me hubiera causado un gran trastorno el perderlo, como ya le dije a éste, creo.

Así se hizo todo. Severiano me acompañó, pasamos a desayunar en el bar, y luego me dejó en el tren. "¡A ver si vuelves pronto, Roquete; que no se vayan a pasar otros ocho o diez años antes de que te acuerdes de nosotros!" "¡Descuida!"

Y allá se quedó, como un pasmarote, haciendo adiós con la mano. ¿Qué se me daba a mí de toda aquella absurda historia del manuscrito? Ni siquiera estoy seguro de que todo ello no fuera una pura quimera.

(1948)