La mula seguía caminando, dócil, en dirección a Barcelona. Joan olió el mar, que desde su izquierda se había sumado a su peregrinaje.

51

El sol ya calentaba cuando Aledis abandonó el hostal del Estanyer y se mezcló con la gente que transitaba por la plaza de la Llana. Barcelona ya había despertado. Algunas mujeres, pertrechadas con cubos, ollas y botijos, hacían cola ante el brocal del pozo de la Cadena, junto al mismo hostal, mientras otras se amontonaban ante la carnicería de la plaza, en el extremo opuesto. Todas hablaban a gritos y reían. Habría querido salir antes, pero volver a disfrazarse de viuda con la dudosa ayuda de dos muchachas que no cesaban de preguntarle qué iba a suceder a partir de entonces, qué iba a ser de Francesca y si la quemarían en la hoguera, como pretendían los caballeros, la retrasó. Por lo menos nadie reparaba en ella mientras andaba por la calle de la Bòria, en dirección a la plaza del Blat. Aledis se sintió extraña; siempre había llamado la atención de los hombres y provocado desprecio en las mujeres, pero ahora, con el calor cosido a su ropa negra, miraba a uno y otro lado y no descubría ni siquiera una mirada furtiva.

El rumor de la cercana plaza del Blat le anunció más gente, sol y calor. Sudaba y sus pechos empezaban a pelearse con las alfardas que los oprimían. Aledis giró a la derecha justo antes de llegar al gran mercado de Barcelona, buscando la sombra de la calle de los Semolers, y subió por ella hasta la plaza del Oli, donde la gente se amontonaba en busca del mejor aceite o adquiría pan en la tienda que se abría a la plaza. Después de cruzarla llegó hasta la fuente de Sant Joan, donde las mujeres que hacían cola no repararon tampoco en la sudorosa viuda que pasó por su lado.

Desde Sant Joan, girando a la izquierda, Aledis llegó a la catedral y al palacio del obispo. El día anterior la habían echado de allí al grito de bruja. ¿La reconocerían ahora? El muchacho del hostal… Aledis sonrió mientras buscaba un acceso lateral; el muchacho había tenido la oportunidad de fijarse en ella mejor que los soldados de la Inquisición.

– Busco al alguacil de las mazmorras.Tengo un recado para él -dijo, respondiendo a las preguntas del soldado que guardaba la puerta.

Éste le franqueó el paso y le indicó el camino a las mazmorras.

A medida que bajaba las escaleras, la luz y los colores desaparecieron. Al pie de ellas Aledis se encontró en una antesala rectangular vacía, con el piso de tierra e iluminada por antorchas; en uno de sus lados el alguacil descansaba sus abotargadas carnes sobre un taburete, con la espalda apoyada en la pared; en el otro extremo, se abría un oscuro pasillo.

El hombre la escrutó en silencio mientras llegaba hasta él.

Aledis respiró hondo.

– Quisiera ver a la anciana que encerraron ayer. -Aledis hizo sonar una bolsa de monedas.

Sin siquiera moverse, sin contestarle, el alguacil escupió muy cerca de sus pies e hizo un gesto despectivo con la mano. Aledis dio un paso atrás.

– No -contestó el alguacil.

Aledis abrió la bolsa. Los ojos del hombre siguieron el brillo de las monedas que caían sobre la mano de Aledis. Las órdenes eran estrictas: nadie podía entrar en las mazmorras sin la autorización expresa de Nicolau Eimeric, y él no quería enfrentarse con el inquisidor general. Conocía sus arrebatos de ira… y los procedimientos que utilizaba contra quienes lo desobedecían. Pero el dinero que le ofrecía aquella mujer… Además, ¿no había añadido el oficial que lo que no quería el inquisidor era que alguien tuviese acceso al cambista? Aquella mujer no quería ver al cambista, sino hablar con la bruja.

– De acuerdo -consintió.

Nicolau golpeó con fuerza sobre la mesa.

– ¿Qué se ha creído ese sinvergüenza?

El joven fraile que le había llevado la noticia dio un paso atrás. Su hermano, mercader de vinos, se lo había comentado aquella misma noche, mientras cenaban en su casa, riendo, entre el alboroto que hacían sus cinco hijos.

– El mejor negocio que he hecho en muchos años -le dijo-. Por lo visto el hermano de Arnau, el fraile, ha dado orden de malvender comandas para conseguir efectivo y a fe mía que como siga así lo conseguirá; el oficial de Arnau está vendiendo a mitad de precio. -Después alzó el vino y, sin dejar de sonreír, brindó por Arnau.

Al conocer la noticia, Nicolau enmudeció, luego enrojeció y al final estalló. El joven fraile escuchó las órdenes que Nicolau, a gritos, dio a su oficial:

– ¡Ve, y en cuanto deis con fra Joan, hacedle venir! ¡Da la orden a la guardia!

Mientras el hermano del mercader de vinos abandonaba el despacho, Nicolau negó con la cabeza. ¿Qué se había creído ese frailecillo? ¿Acaso pensaba engañar a la Inquisición vaciando las arcas de su hermano? Esa fortuna sería para el Santo Oficio…, ¡toda! Eimeric apretó los puños hasta que la sangre dejó de correr por sus nudillos.

– Aunque tenga que llevarle a la hoguera -masculló para sí.

– Francesca. -Aledis se arrodilló junto a la anciana, que hizo una mueca parecida a una sonrisa-. ¿Qué te han hecho? ¿Cómo estás? -La anciana no contestó. El lamento de los demás presos acompañó el silencio-. Francesca, tienen a Arnau. Por eso os han traído aquí.

– Ya lo sé. -Aledis meneó la cabeza, pero antes de que pudiera preguntar, la anciana continuó-: Allí está.

Aledis volvió la cabeza hacia el extremo contrario y vislumbró una figura en pie, pendiente de ellas.

– ¿Cómo…?

– Oídme -resonó en la mazmorra-, la visitante de la anciana. -Aledis volvió de nuevo la mirada hacia la figura-. Quiero hablar con vos. Soy Arnau Estanyol.

– ¿Qué pasa, Francesca?

– Desde que me encerraron ha estado preguntándome por qué el alguacil le ha dicho que soy su madre, que él se llama Arnau Estanyol y que le ha detenido la Inquisición… Esto sí que ha sido una verdadera tortura.

– ¿Y qué le has dicho?

– Nada.

– ¡Oídme!

En esta ocasión Aledis no se volvió.

– La Inquisición quiere demostrar que Arnau es hijo de una bruja -le dijo a Francesca.

– Escuchadme, por favor.

Aledis notó cómo las manos de Francesca se cerraban sobre sus antebrazos. La presión de la anciana se sumó al eco de la súplica de Arnau.

– ¿No vas…? -Aledis carraspeó-. ¿No vas a decirle nada?

– Nadie tiene que saber que Arnau es mi hijo. ¿Me oyes, Aledis? Si no lo he admitido hasta ahora, menos lo voy a hacer cuando la Inquisición… Sólo tú lo sabes, muchacha. -La voz de la anciana se hizo más clara.

– Jaume de Bellera…

– ¡Por favor! -se oyó de nuevo.

Aledis se volvió hacia Arnau; las lágrimas le impedían verlo, pero se esforzó por no limpiárselas.

– Sólo tú, Aledis -insistió Francesca-.Júrame que jamás se lo dirás a nadie.

– Pero el señor de Bellera…

– Nadie puede demostrarlo. Júramelo, Aledis.

– Te torturarán.

– ¿Más de lo que lo ha hecho la vida? ¿Más de lo que lo está haciendo el silencio que me veo obligada a guardar ante los ruegos de Arnau? Júralo.

Los ojos de Francesca brillaron en la penumbra.

– Lo juro.

Aledis le echó los brazos al cuello. Por primera vez en muchos años notó la fragilidad de la anciana.

– No…, no quiero dejarte aquí -le dijo llorando-. ¿Qué va a ser de ti?

– No te preocupes por mí -le susurró la anciana al oído-. Aguantaré hasta convencerles de que Arnau no es mi hijo. -Francesca tuvo que tomar aire antes de continuar-: Un Bellera arruinó mi vida; su hijo no hará lo mismo con la de Arnau.

Aledis besó a Francesca y permaneció unos instantes con los labios pegados a su mejilla. Después se levantó.

– ¡Oídme!

Aledis miró hacia la figura.

– No vayas -le pidió Francesca desde el suelo.

– ¡Acercaos! Os lo ruego.

– No lo soportarás, Aledis. Me lo has jurado.

Arnau y Aledis se miraron en la oscuridad. Sólo dos figuras. Las lágrimas de Aledis brillaron mientras resbalaban por su rostro.

Arnau se dejó caer cuando vio que la desconocida se dirigía hacia la puerta de la mazmorra.

Esa misma mañana una mujer montada en una mula entró en Barcelona por la puerta de San Daniel. Tras ella, un dominico que ni siquiera miró a los soldados andaba arrastrando los pies. Recorrieron la ciudad hasta el palacio del obispo sin hablarse, el fraile tras la mula.

– ¿Fra Joan? -le preguntó uno de los soldados que montaban guardia en la puerta.

El dominico alzó su rostro amoratado hacia el soldado.

– ¿Fra Joan? -preguntó de nuevo el soldado.

Joan asintió.

– El inquisidor general ha ordenado que os llevemos a su presencia.

El soldado llamó a la guardia y varios compañeros suyos acudieron a buscar a Joan.

La mujer no se apeó de la mula.

52

Sahat irrumpió en el almacén que el viejo comerciante tenía en Pisa, cerca del puerto, a orillas del Arno. Algunos oficiales y aprendices intentaron saludarlo pero el moro no les hizo caso alguno. «¿Dónde está vuestro señor?», preguntaba a todos, sin dejar de andar entre la multitud de mercaderías que se apilaban en el gran establecimiento. Al final lo encontró en un extremo del edificio, inclinado sobre unas piezas de tela.

– ¿Qué ocurre, Filippo?

El viejo comerciante se incorporó con dificultad y se volvió hacia Sahat.

– Ayer arribó un barco con destino a Marsella.

– Lo sé. ¿Sucede algo?

Filippo observó a Sahat. ¿Cuántos años tendría? Lo cierto es que ya no era joven. Como siempre, iba bien vestido, pero sin caer en la ostentación de tantos otros que eran menos ricos que él. ¿Qué debía de haber sucedido entre él y Arnau? Nunca se lo había querido contar. Filippo recordó al esclavo recién llegado de Cataluña, la carta de libertad, la orden de pago por parte de Arnau…

– ¡Filippo!

El grito de Sahat le devolvió al presente por unos instantes; en cualquier caso, volvió a perderse en sus pensamientos, seguía mostrando el empuje de un joven ilusionado. Todo lo emprendía con esa decisión…

– ¡Filippo, te lo ruego!

– Cierto, cierto. Tienes razón. Disculpa. -El anciano se acercó hasta él y se apoyó en su antebrazo-.Tienes razón, tienes razón. Ayúdame, vamos a mi despacho.

En el mundo pisano de los negocios eran contadas las personas en las que Filippo Tescio se apoyaba. Aquella muestra pública de confianza por parte del anciano podía abrir más puertas de las que lo haría un millar de florines de oro. En esta ocasión, sin embargo, Sahat detuvo el lento avance del rico comerciante.