«Les queda mucho por hacer», pensó Joan ante la visión del centenar de hombres que trabajaban entregados a la ilusión de todo un pueblo. En aquel momento llegó un bastaix cargado con una enorme piedra. El sudor corría desde su frente hasta sus pantorri-llas y todos sus músculos se dibujaban, tensos, vibrando al ritmo de los pasos que le acercaban a la iglesia. Pero sonreía; lo hacía igual que lo había hecho su hermano. Joan no pudo apartar la mirada del bastaix . Desde los andamios, los albañiles dejaron cuanto estaban haciendo y se asomaron para ver la llegada de las piedras que más tarde deberían trabajar. Tras el primer bastaix apareció otro, y otro, y otro más, todos encorvados. El ruido del cincel contra las piedras se rindió ante los humildes trabajadores de la ribera de Barcelona y durante unos instantes Santa María entera quedó hechizada. Un albañil rompió el silencio desde lo alto del templo. Su grito de ánimo rasgó el aire, reverberó en las piedras y penetró en el interior de cuantos presenciaban la escena.

«Ánimo», susurró Joan sumándose al clamor que se había desatado. Los bastaixos sonreían, y cada vez que uno descargaba una piedra, el griterío aumentaba. Después, alguien les ofrecía agua, y los bastaixos alzaban los botijos sobre la cabeza dejando que ésta resbalase por su rostro antes de bebería. Joan se vio a sí mismo en la playa, persiguiendo a los bastaixos con el pellejo de Bernat. Luego levantó la vista al cielo. Debía ir a por ella: si ésa era la penitencia que le imponía el Señor, iría en busca de la muchacha y le confesaría la verdad. Rodeó Santa María hasta la plaza del Born, el Pla d'en Llull y el convento de Santa Clara para abandonar Barcelona por el portal de San Daniel.

No le fue difícil a Aledis encontrar al señor de Bellera y a Genis Puig. Aparte de la alhóndiga, destinada a los comerciantes que llegaban a Barcelona, la ciudad condal contaba tan sólo con cinco hostales. Ordenó a Teresa y Eulàlia que se escondiesen en el camino que llevaba a Montjuïc hasta que ella fuera a buscarlas. Aledis permaneció en silencio mientras veía cómo se iban, con los recuerdos azuzando sus sentimientos…

Cuando perdió de vista el refulgir de los trajes de sus muchachas, inició la busca. Primero el hostal del Bou, muy cerca del palacio del obispo, junto a la plaza Nova. El marmitón la despidió de malos modos cuando se presentó por la parte trasera y le preguntó por el señor de Bellera. En el hostal de la Massa, en Portaferrissa, también cerca del palacio del obispo, una mujer que amasaba harina en la parte trasera le dijo que allí no se hospedaban aquellos señores; entonces Aledis se dirigió al hostal del Estanyer, junto a la plaza de la Llana. En él, otro muchacho, muy descarado, miró a la mujer de arriba abajo.

– ¿Quién se interesa por el señor de Bellera? -preguntó.

– Mi señora -contestó Aledis-; ha venido siguiéndole desde Navarcles.

El muchacho, alto y delgado como un palo, fijó la mirada en los pechos de la meretriz. Después, alargó la mano derecha y sopesó uno.

– ¿Qué interés tiene tu señora en ese noble?

Aledis aguantó sin moverse, esforzándose por esconder una sonrisa.

– No me corresponde a mí saberlo. -El muchacho empezó a manosear con fuerza. Aledis se acercó a él y le rozó la entrepierna con la mano. El muchacho se encogió al contacto-. Sin embargo -dijo ella arrastrando las palabras-, si están aquí, quizá yo tenga que dormir esta noche en el huerto mientras mi señora…

Aledis acaricio la entrepierna del joven.

– Esta misma mañana -balbuceó el chico-, han venido dos caballeros en busca de alojamiento.

Esta vez sí sonrió. Por un momento pensó en separarse del muchacho pero… ¿por qué no? Hacía tanto tiempo que no tenía sobre sí un cuerpo joven, inexperto, movido sólo por la pasión…

Aledis lo empujó hasta un pequeño cobertizo. La primera vez, el muchacho ni siquiera tuvo tiempo de bajarse los calzones, pero a partir de ahí, la mujer esquilmó todo el ímpetu del caprichoso objeto de su deseo.

Cuando Aledis se levantó para vestirse, el muchacho quedó tendido en el suelo, jadeando y con la mirada perdida en algún lugar del techo del cobertizo.

– Si vuelves a verme -le dijo ella-, sea como sea, no me conoces, ¿entiendes?

Aledis tuvo que insistir dos veces hasta que el chico se lo prometió.

– Vosotras seréis mis hijas -les dijo a Teresa y Eulàlia tras entregarles la ropa que acababa de comprar-. He enviudado hace poco y estamos de paso hacia Gerona, donde esperamos que nos acoja un hermano mío. No tenemos recursos.Vuestro padre era un simple oficial… curtidor de Tarragona.

– Pues para acabar de enviudar y haberte quedado sin recursos, estás muy sonriente -soltó Eulàlia mientras se desprendía del traje verde y hacía una simpática mueca en dirección a Teresa.

– Cierto -confirmó ésta-, deberías evitar esa expresión de satisfacción. Más bien parece que acabes de conocer…

– No os preocupéis -las interrumpió Aledis-; cuando sea menester aparentaré el dolor que corresponde a una viuda reciente.

– Y hasta que sea menester -insistió Teresa-, ¿no podrías olvidarte de la viuda y contarnos a qué se debe esa alegría?

Las dos muchachas se rieron. Escondidas entre la maleza de la falda de la montaña de Montjuïc, Aledis no pudo dejar de observar sus cuerpos desnudos, perfectos, sensuales… Juventud. Por un momento se recordó a sí misma, allí mismo, hacía muchos años…

– ¡Ah! -exclamó Eulàlia-, esto… araña.

Aledis volvió a la realidad y vio a Eulàlia vestida con una camisa larga y descolorida que le llegaba hasta los tobillos.

– Las huérfanas de un oficial curtidor no visten de seda.

– Pero… ¿esto? -se quejó Eulàlia tirando con dos dedos de la camisa.

– Eso es lo normal -insistió Aledis-. De todas formas las dos os habéis olvidado de esto.

Aledis les mostró dos tiras de ropa descoloridas y tan bastas como las camisas. Se acercaron a cogerlas.

– ¿Qué es…? -preguntó Teresa.

– Alfardas, y sirven para…

– No. No pretenderás…

– Las mujeres decentes se tapan los pechos. -Ambas intentaron protestar-. Primero los pechos -ordenó Aledis-, después las camisas y encima las gonelas, y dad gracias -añadió ante la mirada de las chicas- que os he comprado camisas y no cilicios. Quizá os convendría hacer algo de penitencia.

Las tres tuvieron que ayudarse entre sí para ponerse las alfardas.

– Creía que lo que pretendías era que sedujésemos a dos nobles -le dijo Eulàlia mientras Aledis tiraba de la alfarda sobre sus abundantes senos-; no veo cómo con esto…

– Tú déjame hacer a mí -le contestó Aledis-. Las gonelas son… casi blancas, símbolo de virginidad. Esos dos canallas no dejarán pasar la oportunidad de yacer con dos vírgenes. No sabéis nada de hombres -insistió Aledis mientras terminaban de vestirse-, no os mostréis coquetas ni osadas. Negaos en todo momento. Rechazadlos cuantas veces sea necesario.

– ¿Y si los rechazamos tanto que desisten? Aledis alzó las cejas al mirar a Teresa.

– Ingenua -le dijo sonriendo-. Lo único que tenéis que conseguir es que beban. El vino hará el resto. Mientras permanezcáis con ellos no desistirán. Os lo aseguro. Por otra parte, tened en cuenta que Francesca ha sido detenida por la Iglesia, no por orden del veguer o del baile. Dirigid vuestra conversación hacia temas religiosos…

Las dos la miraron con sorpresa.

– ¿Religiosos? -exclamaron al unísono.

– Entiendo que no sepáis mucho de eso -asumió Aledis-. Echadle imaginación. Creo que tiene algo que ver con la brujería… Cuando me expulsaron del palacio lo hicieron al grito de bruja.

Al cabo de unas horas, los soldados que vigilaban la puerta de Trentaclaus franquearon el acceso a la ciudad a una mujer vestida de negro, con el cabello recogido en un moño, y a sus dos hijas casi de blanco, con el pelo recatadamente recogido, calzadas con vulgares esparteñas, sin afeites y sin perfumes, y que andaban cabizbajas detrás de la de negro, con la vista fija en sus talones, como les había ordenado Aledis.

49

La puerta de la mazmorra se abrió de repente. No era la hora habitual; el sol todavía no había bajado lo suficiente y la luz pugnaba por colarse a través de la pequeña ventana enrejada, pero la miseria que flotaba en el ambiente parecía dispuesta a impedírselo, y la luz se amalgamaba con el polvo y los efluvios de los presos. No era la hora habitual y todas las sombras se movieron. Arnau oyó el ruido de las cadenas, que cesó tan pronto como el alguacil entró con un nuevo preso; no venían en busca de ninguno de ellos. Otro… otra más, se corrigió Arnau a la vista del perfil de una anciana en el umbral de la puerta. ¿Qué pecado habría cometido aquella pobre mujer?

El alguacil empujó a la nueva víctima al interior de la mazmorra. La mujer cayó al suelo.

– ¡Levanta, bruja! -resonó en la mazmorra. Pero la bruja no se movió. El alguacil propinó dos patadas al bulto que yacía a sus pies. El eco de aquellos dos golpes sordos vibró durante unos segundos eternos-. ¡He dicho que te levantes!

Arnau notó cómo las sombras intentaban fundirse con las paredes que las retenían. Eran los mismos gritos, el mismo tono imperativo, la misma voz. En los días que llevaba encarcelado había oído varias veces esa voz, atronando desde el otro lado de la puerta de la mazmorra, después de que un preso fuera desencadenado. También entonces había visto cómo las sombras se encogían y vomitaban el miedo a la tortura. Primero era la voz, el grito, y tras unos instantes el desgarrador aullido de un cuerpo mutilado.

– ¡Levanta, vieja puta!

El alguacil volvió a patearla, pero la anciana siguió sin moverse. Al final se agachó resoplando, la agarró de un brazo y la arrastró hasta donde le habían ordenado que la encadenara: lejos del cambista. El sonido de las llaves y los grilletes sentenció a la anciana. Antes de salir, el alguacil cruzó la mazmorra hasta donde se encontraba Arnau.

– ¿Por qué? -preguntó tras recibir la orden de encadenar a la bruja lejos de Arnau.

– Esta bruja es la madre del cambista -le contestó el oficial de la Inquisición: así se lo había contado el oficial del noble de Bellera.

– No creas -dijo el alguacil cuando estuvo al lado de Arnau- que por el mismo precio conseguirás que tu madre coma mejor. Por mucho que sea tu madre, una bruja cuesta dinero, Arnau Estanyol.