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Al igual que la mayoría de italianos, Brunetti conocía el nombre. Era el brillante nuevo crítico de arte, terror de pintores y galeristas. Paola y él solían leer sus críticas con regocijo, pero no sabía que hubieran estudiado juntos.

– Tengo que pedirte disculpas, Guido, si me permites que te tutee, llevado por la creciente ola de promiscuidad social y lingüística que nos arrastra, porque he de confesar que te he odiado durante muchos años. -Observó con evidente placer la perplejidad de Brunetti-. En aquel lejano pasado estudiantil, todos estábamos enamorados de tu Paola y nos devoraban los celos y, lo confieso, el odio por el tal Guido, que parecía haber llegado de otra galaxia para robárnosla. Primero, fue querer saber quién era. Después, la pregunta: «¿Me invitará a salir?», que enseguida se convirtió «¿Crees que le gusto?», hasta que la mayoría de nosotros, a pesar de lo mucho que queríamos a la pobrecita, de buena gana la hubiéramos estrangulado y arrojado a un canal, para no tener que seguir oyéndola hablar de su Guido y poder preparar los exámenes en paz. -Saboreando la evidente incomodidad de Paola, prosiguió-: Y entonces se casó con él. Es decir, contigo. Y todos nos alegramos, porque no hay remedio más eficaz para los excesos del amor… -aquí hizo una pausa para beber-…que el matrimonio. -Satisfecho al ver que Paola se sonrojaba y Brunetti buscaba con la mirada otra copa, dijo-: Es una suerte que te casaras con Paola, Guido, o ninguno de nosotros, que bebíamos los vientos por ella, hubiera aprobado el examen.

– Ese era mi único objetivo al casarme con ella -respondió Brunetti.

Padovani comprendió.

– Por ese acto de misericordia, permíteme que te ofrezca una copa. ¿Qué quieres?

– Escocés para los dos -respondió Paola-. Pero vuelve pronto. Quiero hablar contigo.

Padovani inclinó la cabeza con falsa sumisión y se fue en busca de un camarero, moviéndose entre la multitud como un yate real de la cortesía. Al momento estaba de regreso, con tres vasos.

– ¿Aún escribes para L'Unitá ? -le preguntó Paola cuando él le entregó el vaso.

Al oír el nombre del periódico, Padovani encogió el cuello con festivo gesto de horror y paseó por el salón una mirada de conspirador. Después de un teatral siseo, les hizo seña de que se acercaran y susurró:

– No se os ocurra pronunciar ese nombre en este salón, o tu padre dirá a los criados que me echen de su casa. -Aunque el tono de Padovani dejaba claro que bromeaba, Brunetti intuyó que andaba más cerca de la verdad de lo que imaginaba.

El crítico irguió la espalda, bebió un sorbo y, cambiando a un tono casi declamatorio, dijo:

– Paola, hermosa mía, ¿es posible que hayas renegado de nuestros ideales de juventud y que ya no prestes oídos a la voz proletaria del Partido Comunista? Perdón -rectificó-, el Partido Democrático de la Izquierda. -Varias cabezas se volvieron al oír el nombre, pero él continuó-: Válgame Dios, no me digas que has aceptado tu edad y ahora lees el Corriere o, peor, La Repubblica , la voz de la maltratada clase media, camuflada de voz de maltratada clase obrera.

– No; nosotros leemos L’Osservatore Romano -dijo Brunetti, nombrando el órgano oficial del Vaticano, que seguía arremetiendo contra el divorcio, el aborto y el pernicioso mito de la igualdad de la mujer.

– Muy loable -elogió Padovani con voz meliflua-. Pero, si leéis tan brillantes páginas, ignoraréis que, en mi modestia, soy la voz del juicio artístico que habla a la esforzada masa. -Bajó el tono y prosiguió, imitando perfectamente la lúgubre entonación con que los presentadores de la RAI anunciaban la última crisis de gobierno-. Soy el representante del honrado trabajador. En mí podéis ver al crítico de la voz áspera y las manos encallecidas que busca los valores del auténtico arte proletario en medio del caos moderno. -Movió la cabeza en mudo saludo a una figura que pasaba y prosiguió-: Me parece una lástima que desconozcáis mi trabajo. Quizá os mande una copia de mis últimos artículos. Por desgracia, no los llevo encima, pero hasta los genios tienen que manifestar un poco de humildad, aunque sea falsa. -Todos habían empezado a divertirse, por lo que continuó en la misma vena-: Mi último trabajo predilecto es un primoroso artículo que escribí el mes pasado sobre una exposición de arte contemporáneo cubano… ya sabéis, tractores y piñas sonrientes. -Hizo una mueca de angustia, hasta que recordó las palabras exactas de su crítica-. Yo ensalzaba…, ¿cómo lo decía…?, «la perfecta simetría entre el refinamiento de la forma y la integridad conceptual». -Se inclinó para susurrar al oído de Paola, pero de modo que Brunetti pudiera oírlo claramente-: Lo saqué de una crítica de unas xilografías polacas que escribí hace dos años, en la que, si la memoria no me es infiel, elogiaba «la refinada simetría del concepto integrador».

– ¿Y vistes así cuando trabajas? -preguntó Paola mirando el smoking de terciopelo.

– Veo que sigues tan deliciosamente malintencionada, Paola -rió él, inclinándose para darle un leve beso en la mejilla-. No, ángel; no me parece oportuno mostrar esta opulencia en los medios de la clase trabajadora. Me pongo una indumentaria más acorde, por ejemplo, un pantalón que no usaría ni el marido de mi criada y una chaqueta que mi sobrino iba a dar a los pobres. Y tampoco -agregó, levantando una mano para impedir interrupciones o preguntas- voy en el Maserati. Me parece que desentonaría. Además, en Roma el aparcamiento está fatal. Durante una temporada, resolví el problema del transporte tomando prestado el Fiat de la criada. Pero lo encontraba cubierto de multas de aparcamiento y luego tenía que perder horas invitando a almorzar al comisario de policía para que me las quitara. Ahora, simplemente, tomo un taxi en la puerta de mi casa y me apeo en la esquina del periódico, entrego mi artículo semanal, despotrico sobre la injusticia social y luego voy a una pasticceria , como un buen pastel, regreso a casa, tomo un baño caliente y leo a Proust.

»"Y así, por ambas partes, la simple verdad es acallada" -dijo, citando un soneto de Shakespeare, uno de los textos a los que dedicó los siete años que pasó en Oxford para licenciarse en Literatura Inglesa-. Pero tú quieres algo, Paola, encanto -dijo cambiando de tono bruscamente-. Primero, me llama tu padre personalmente para invitarme a esta fiesta y, después, te pegas a mí como una lapa, señal de que quieres algo de mí. Y como el divino Guido está contigo, lo único que puedes desear es información. Y como sé a qué se dedica Guido, no puedo menos que suponer que tiene que ver con el escándalo que ha estremecido a nuestra bella ciudad, ha dejado mudo al mundo musical y ha eliminado de la faz del planeta a un perfecto bellaco. -La palabra surtió el efecto deseado de dejar a ambos boquiabiertos. Entonces él se tapó la boca y soltó una risita de puro placer.

– Dami, si lo sabías, ¿por qué no lo has dicho antes?

Aunque Padovani contestó con voz grave, Brunetti vio que le brillaban los ojos, quizá del alcohol, o quizá de otra cosa. Poco importaba lo que fuera, mientras explicara su último comentario.

– Cuenta -le animó Paola-. Ya decía yo que tú eras la única persona que tenía que saber cosas de él.

Padovani la contempló con frialdad.

– ¿Y esperas que empañe la memoria de un hombre antes de que su cuerpo se enfríe en la tumba?

Al oírle, Brunetti pensó que esto muy bien podía acrecentar la diversión de Padovani.

– Lo que me sorprende es que hayas esperado tanto -dijo Paola.

Padovani otorgó al comentario la atención que merecía.

– Has acertado, Paola. Os lo contaré todo, siempre y cuando el simpático Guido nos consiga tres buenas copas. Si no, es posible que muy pronto empiece a lamentarme amargamente del previsible tedio al que tus padres han vuelto a condenarnos a mí y, según he podido observar con asombro, a la mitad de las presuntas celebridades de esta ciudad. -Entonces miró a Brunetti-. Pensándolo mejor, Guido, si consigues una botella entera, los tres podríamos escabullirnos a alguno de los saloncitos que tanto abundan en la casa de tus padres, cuya decoración deja bastante que desear, por cierto. -Pero aún no había terminado-: Y allí, utilizando tú el arma de tu belleza y tu marido sus espantosos métodos policiales, podréis sacarme la sórdida verdad. Después de lo cual, si os apetece, tú o quizá… -se interrumpió para lanzar una larga mirada a Brunetti-, quizá los dos, podréis hacer conmigo lo que os plazca. -De modo que era esto, descubrió Brunetti, sorprendido de que hasta ahora se le hubieran escapado todos los indicios.

Paola lanzó a Brunetti una mirada de aviso totalmente innecesaria. Al comisario le gustaba la impudicia de aquel hombre. No dudaba de que la invitación, a pesar del tono de chanza, era totalmente sincera; pero no tenía por qué ser motivo de indignación. Y partió en busca de la solicitada botella de escocés.

En prueba de la hospitalidad del conde o, quizá, de la negligencia del servicio, Guido consiguió una botella de Glenfiddich sólo con pedirla. Cuando volvió, los encontró cogidos del brazo, cuchicheando como dos conspiradores. Padovani hizo callar a Paola con un siseo y explicó a Brunetti:

– Estaba preguntando a tu esposa si, en el caso de que yo cometiera un crimen realmente horrendo, como, por ejemplo, decir a su madre lo que pienso de las cortinas, me llevarías detenido y me molerías a golpes hasta hacerme confesar.

– ¿Cómo piensas que he conseguido esto? -preguntó Brunetti levantando la botella.

Padovani y Paola rieron.

– Guíanos, Paola -dijo el crítico-, a un sitio en el que podamos gozar de la bebida, si no los unos de los otros.

Paola, siempre práctica, respondió llanamente:

– Iremos al cuarto de costura -y los sacó del salón principal por una robusta puerta. Después, cual Ariadna, los precedió por un largo pasillo, torció a la izquierda, recorrió otro pasillo, cruzó la biblioteca y entró en una salita en la que había varios sillones tapizados de brocado dispuestos en semicírculo delante de un gran televisor.

– ¿El cuarto de costura? -preguntó Padovani.

– Lo era, antes de «Dinastía» -explicó Paola.

Padovani se dejó caer en el sillón más resistente, apoyó los pies en la mesa de marquetería y dijo:

– Adelante con el interrogatorio, chicos -utilizando el inglés, influido sin duda por la sola presencia del televisor. Como ninguno de los dos decía nada, les animó-: ¿Qué es lo que queréis saber del finado aunque no llorado, por lo menos, que yo sepa, maestro?