La fuga se fijó para las diez de la noche, de acuerdo con un contrabandista amigo de la casa. El general escribió varias cartas, una de urgencia para su hija. El indio pasaría como mozo carguero por el camino real. No hubo adioses. Las cabalgaduras se alejaron con las patas envueltas en trapos. Pegadas a la pared, lloraban las hermanas en la tiniebla de un callejón oscuro. Al salir a la calle ancha, una mano detuvo el caballo del general. Se oyeron pasos arrastrados.
– ¡Qué miedo el que pasé -murmuró el contrabandista-, se me fue hasta la respiración! Pero no hay cuidado, es gente que va pallá, donde el doctor le debe estar dando serenata a su quequereque.
Un hachón de ocote, encendido al final de la calle, juntaba y separaba en las lenguas de su resplandor luminoso los bultos de las casas, de los árboles y de cinco o seis hombres agrupados al pie de una ventana.
– ¿Cuál de todos es el médico…? -preguntó el general con la pistola en la mano.
El contrabandista arrendó el caballo, levantó el brazo y señaló con el dedo al de la guitarra. Un disparo rasgó el aire y como plátano desgajado del racimo se desplomó un hombre.
– ¡Ju-juy!… ¡Vea lo que ha hecho!… ¡Huygamos, vamos! ¡Nos cogen…, vamos…, meta las espuelas…!
– ¡Lo… que… to… dos… de… bié… ra… mos… ha… cer… pa… ra… com… po… ner… es… te… pue… blo!… -dijo Canales con la voz cortada por el galope del caballo.
El paso de las bestias despertó a los perros, los perros despertaron a las gallinas, las gallinas a los gallos, los gallos a las gentes, a las gentes que volvían a la vida sin gusto, bostezando, desperezándose, con miedo.
La escolta llegó a levantar el cadáver del médico. De las casas cercanas salieron con faroles. La dueña de la serenata no podía llorar y atolondrada del susto, medio desnuda, con un farol chino en la mano lívida, perdía los ojos en la negrura de la noche asesina.
– Ya estamos tentando el río, general; pero por onde vamos a pasar nosotros no pasan sino los meros hombres, soy yo quien se lo digo… ¡Ay, vida, para que fueras eterna…!
– ¡Quién dijo miedo! -contestó Canales que venía atrás, en un caballo retinto.
– ¡Ándele! ¡Ay juerzas de colemico, las que le agarran a uno cuando lo vienen siguiendo! ¡Arrebiáteseme bien, bien, para que no se me en-pierda!
El paisaje era difuso, el aire tibio, a veces halado como de vidrio. El rumor del río iba tumbando cañas.
Por un desfiladero bajaron corriendo a pie. El contrabandista apersogó las bestias en un sitio conocido para recogerlas a la vuelta. Manchas de río reflejaban, entre las sombras, la luz del cielo constelado. Flotaba una vegetación extraña, una vegetación de árboles con viruela verde, ojos color de talco y dientes blancos. El agua bullía a sus costados adormecida, mantecosa, con olor a rana…
De islote en islote saltaban el contrabandista y el general, los dos pistola en mano, sin pronunciar palabra. Sus sombras los perseguían como lagartos. Los lagartos como sus sombras. Nubes de insectos los pinchaban. Veneno alado en el viento. Olía a mar, a mar pescado en red de selva, con todos sus peces, sus estrellas, sus corales, sus madréporas, sus abismos, sus corrientes… Largas babosidades de pulpo columpiaba el paxte sobre sus cabezas como postrera señal de vida. Ni las fieras se atrevían por donde ellos pasaban. Canales volvía la cabeza a todos lados, perdido en medio de aquella naturaleza fatídica, inabordable y destructora como el alma de su raza. Un lagarto, que sin duda había probado carne humana, atacó al contrabandista; pero éste tuvo tiempo de saltar; no así el general, que para defenderse quiso volver atrás y se detuvo como a la orilla de un relámpago de segundo, al encontrarse con otro lagarto que le esperaba con las fauces abiertas. Instante decisivo. La espalda le corrió muerta por todo el cuerpo. Sintió en la cara el cuero cabelludo. Se le fue la lengua. Encogió las manos. Tres disparos se sucedieron y el eco los repetía cuando él, aprovechando la fuga del animal herido que le cortaba el paso, saltaba sano y salvo. El contrabandista hizo otros disparos. El general, repuesto del susto, corrió a estrecharle la mano y se quemó los dedos en el cañón del arma que esgrimía aquél.
Al pintar el alba se despidieron en la frontera. Sobre la esmeralda del campo, sobre las montañas del bosque tupido que los pájaros convertían en cajas de música, y sobre las selvas pasaban las nubes con forma de lagarto llevando en los lomos tesoros de luz.