El indio contemplaba al general como un fetiche raro, sin comprender las pocas palabras que decía.
– ¡Vonos, tatúa…, que el montade va venir!
Canales propuso al indio que se fuera con él al otro Estado, y el indio, que sin su terreno era como árbol sin raíces, aceptó. La paga era buena.
Salieron de la cabaña sin apagar el fuego. Camino abierto a machetazos en la selva. Adelante se perdían las huellas de un tigre. Sombra. Luz. Sombra. Luz. Costura de hojas. Atrás vieron arder la cabaña como un meteoro. Mediodía. Nubes inmóviles. Árboles inmóviles. Desesperación. Ceguera blanca. Piedras y más piedras. Insectos. Osamentas limpias, calientes, como ropa interior recién planchada. Fermentos. Revuelo de pájaros aturdidos. Agua con sed. Trópico. Variación sin horas, igual el calor, igual siempre, siempre…
El general llevaba un pañuelo a guisa de tapasol sobre la nuca. Al paso de la mula, a su lado, caminaba el indio.
– Pienso que andando toda la noche podemos llegar mañana a la frontera y no sería malo que arriesgáramos un poco por el camino real, pues tengo que pasar por Las Aldeas, en casa de unas amigas…
– ¡Tata, por el camine ri al! ¿Qué vas a hacer? ¡Te va a encontrarte el montade !
– ¡Un ánimo recto! ¡Seguime, que el que no arriesga no gana y esas amigas nos pueden servir de mucho!
– ¡Ay, no, tata!
Y sobresaltado agregó el indio:
– ¿Oís? ¿Oís, tata…?
Un tropel de caballos se acercaba, pero a poco cesó el viento y entonces, como si regresaran, se fue quedando atrás.
– ¡Calla!
– ¡El montade , tata, yo sé lo que te digue, y hora no hay más que cojemes por aquí, onque tengame s que dar un gran güelte pa salir a Las Aldees!
Detrás del indio sesgó el general por un extravío. Tuvo que desmontarse y bajar tirando de la mula. A medida que se los tragaba el barranco se iban sintiendo como dentro de un caracol, más al abrigo de la amenaza que se cernía sobre ellos. Oscureció en seguida. Las sombras se amontonaban en el fondo del siguán dormido. Árboles y pájaros parecían misteriosos anuncios en el viento que iba y venía con vaivén continuo, sosegado. Una polvareda rojiza cerca de las estrellas fue todo lo que vieron de la montada que pasaba al galope por el sitio del que se acababan de apartar.
Habían andado toda la noche.
– En saliende al subidite visteamos Las Aldees, patrón…
El indio se adelantó con la cabalgadura a prevenir a las amigas de Canales, tres hermanas solteras que se pasaban la vida del Trisagio a las anginas, del novenario al dolor de oído, del dolor de cara a la espina en el costado. Se desayunaron de la noticia. Casi se desmayan. En el dormitorio recibieron al general. La sala no les daba confianza. En los pueblos, no es por decir, pero las visitas entran gritando ¡Ave María! ¡Ave María! hasta la cocina. El militar les relató su desgracia con la voz pausada, apagadiza, enjugándose una lágrima al hablar de su hija. Ellas lloraban afligidas, tan afligidas que de momento olvidaron su pena, la muerte de su mamá, por lo que traían riguroso luto.
– Pues nosotras le arreglamos la fuga, el último paso al menos. Voy a salir a informarme entre los vecinos… Ahora que hay que acordarse de los que son contrabandistas… ¡Ah, ya sé! Los vados practicables casi todos están vigilados por la autoridad.
La mayor, que así hablaba, interrogó con los ojos a sus hermanas.
– Sí, por nosotras queda la fuga, como dice mi hermana, general; y como no creo que le caiga mal llevar un poco de bastimento, yo se lo voy a preparar.
Y a las palabras de la mediana, a quien hasta el dolor de muelas se le espantó del susto, agregó la menor:
– Y como aquí con nosotras va a pasar todo el día, yo me quedo con él para platicarle y que no esté tan triste.
El general miró a las tres hermanas agradecido -lo que hacían por él no tenía precio-, rogándoles en voz baja que le perdonaran tanta molestia.
– ¡General, no faltaba más!
– ¡No, general, no diga eso!
– Niñas, comprendo sus bondades, pero yo sé que las comprometo estando en su casa…
– Pero si no son los amigos… Figúrese nosotras ahora, con la muerte de mamá…
– Y cuéntenme: ¿de qué murió su mamaíta?…
– Ya le contará mi hermana; nosotras nos vamos a lo que tenemos que hacer…
Dijo la mayor. Luego suspiró. En el tapado llevaba el corsé enrollado y se lo fue a poner a la cocina, donde la mediana, entre coches y aves de corral, preparaba el bastimento.
– No fue posible llevarla a la capital y aquí no le conocieron la enfermedad; ya usté sabe lo que es eso, general. Estuvo enferma y enferma… ¡Pobrecita! Murió llorando porque nos dejaba sin quién en el mundo. De necesidad… Pero, figúrese lo que nos pasa, que no tenemos materialmente cómo pagarle al médico, pues nos cobra, por quince visitas que le hizo, algo así como el valor de esta casa, que fue todo lo que heredamos de mi papá. Permítame un momento, voy a ver qué quiere su muchacho.
Al salir la menor, Canales se quedó dormido. Ojos cerrados, cuerpo de pluma…
– ¿Qué se te ofrecía, muchacho?
– Que por vida tuya me va a decir dónde voy a hacer un cuerpo…
– Por allí, ve…, con los coches…
La paz provinciana tejía el sueño del militar dormido. Gratitud de campos sembrados, ternura de campos verdes y de florecillas simples. La mañana pasó con el susto de las perdices que los cazadores rociaban de perdigones, con el susto negro de un entierro que el cura rociaba de agua bendita y con los embustes, de un buey nuevo retopón y brincador. En el patio de las solteras hubo en los palomares acontecimientos de importancia: la muerte de un seductor, un noviazgo y treinta ayuntamientos bajo el sol… ¡Como quien no dice nada!
¡Como quien no dice nada!, salían a decir las palomas a las ventanitas de sus casas; ¡como quien no dice nada!…
A las doce despertaron al general para almorzar. Arroz con chipilín. Caldo de res. Cocido. Gallina. Frijoles. Plátanos. Café.
– ¡Ave María…!
La voz del Comisionado Político interrumpió el almuerzo. Las solteras palidecieron sin saber qué hacer. El general se escondió tras una puerta.
– ¡No asustarse tanto, niñas, que no soy el Diablo de los Oncemil Cuernos! ¡Ay, fregado, el miedo que ustedes le tienen a uno y con lo requetebién que me caen!
A las pobres se les fue el habla.
– ¡Y… ni de coba le dicen a uno de pasar adelante y tomar asiento…, aunque seya en el suelo!
La menor arrimó una silla a la primera autoridad del pueblo. -… chas gracias, ¿oye? Pero ¿quién estaba comiendo con ustedes, que veo que hay tres platos servidos y éste cuatro…?
Las tres fijaron a un tiempo los ojos en el plato del general.
– Es que… ¿verdá?… -tartamudeó la mayor; se jalaba los dedos de la pena.
La mediana vino en su ayuda:
– No sabríamos explicarle; pero a pesar de haber muerto mamá, nosotras siempre le ponemos su plato para no sentirnos tan solas…
– Pues me se da que ustedes se van a volver espiritistas.
– ¿Y no es servido, Comandante?
– Dios se lo pague, pero acaba, acaba la señora de echarme de comer y no me pegué la siesta porque recibí un telegrama del Ministro de Gobernación con orden de proceder en contra de ustedes si no le arreglan al médico…
– Pero, Comandante, no es justo, ya ve usté que no es justo…
– Bien bueno será que no sea justo, pero como donde manda Dios, calla el diablo…
– Por supuesto… -exclamaron las tres con el llanto en los ojos.
– A mí me da pena de venir a afliccionarlas; y así es que ya lo saben: nueve mil pesos, la casa o…
En la media vuelta, el paso y la manera como les pegó la espalda a los ojos, un espaldón que parecía tronco de ceiba, estaba toda la abominable resolución del médico.
En general las oía llorar. Cerraron la puerta de la calle con tranca y aldaba, temerosas de que volviera el Comandante. Las lágrimas salpicaban los platos de gallina.
– ¡Qué amarga es la vida, general! ¡Dichoso de usté, que se va de este país para no volver nunca!
– ¿Y con qué las amenazan?… -interrumpió Canales a la mayor de las tres, la cual, sin enjugarse el llanto, dijo a sus hermanas: -Cuéntelo una de ustedes…
– Con sacar a mamá de la sepultura… -balbució la menor. Canales fijó los ojos en las tres hermanas y dejó de mascar.
– ¿Cómo es eso?
– Como lo oye, general, con sacar a mamá de la sepultura…
– Pero eso es inicuo…
– Cuéntale…
– Sí. Pues ha de saber, general, que el médico que tenemos en el pueblo es un sinvergüenza de marca mayor, ya nos lo habían dicho, pero como la experiencia se compra con el pellejo, nos dejamos hacer la jugada. ¡Qué quiere usté! Cuesta creer que haya gente tan mala…
– Más rabanitos, general…
La mediana alargó el plato y, mientras Canales se servía rabanitos, la menor siguió contando:
– Y nos la hizo… Su cacha consiste en mandar a construir un sepulcro cuando tiene enfermo grave y como los parientes en lo que menos están pensando es en la sepultura… Llegado el momento -así nos pasó a nosotras-, con tal que no pusieran a mamá en la pura tierra, aceptamos uno de los lugares de su sepulcro, sin saber a lo que nos exponíamos…
– ¡Como nos ven mujeres solas! -observó la mayor, con la voz cortada por los sollozos.
– A una cuenta, general, que el día que la mandó a cobrar por poco nos da vahído a las tres juntas: nueve mil pesos por quince visitas, nueve mil pesos, esta casa, porque parece que se quiere casar, o…
– o… si no le pagamos, le dijo a mi hermana -¡es insufrible!-, ¡que saquemos nuestra mierda de su sepulcro!
Canales dio un puñetazo en la mesa:
– ¡Mediquito!
Y volvió el puño -platos, cubiertos y vasos tintineaban-, abriendo y cerrando los dedos como para estrangular no sólo a aquel bandido con título, sino a todo un sistema social que le traía de vergüenza en vergüenza. Por eso -pensaba- se les promete a los humildes el Reino de los Cielos -jesucristerías-, para que aguanten a todos esos pícaros. ¡Pues no! ¡Basta ya de Reino de Camelos! Yo juro hacer la revolución completa, total, de abajo arriba y de arriba abajo; el pueblo debe alzarse contra tanto zángano, vividores con título, haraganes que estarían mejor trabajando la tierra. Todos tienen que demoler algo; demoler, demoler… Que no quede Dios ni títere con cabeza…