Descuidó la casa, cerró su cocina que no volvió a impregnar el barrio con su aroma de galletas de canela, dejó de limpiar los cuartos y de regar su jardín, languidecieron las dalias y se apestaron los árboles de ciruelas cargados de fruta enferma que ya nadie cosechaba. La perra suiza de mi madre, que ahora vivía con la Granny, también se echó en un rincón a morirse de a poco, como su nueva dueña. Mi suegro pasó ese invierno en cama cuidando un resfrío imaginario, porque no pudo enfrentar el miedo de quedarse sin su mujer y creyó que ignorando las evidencias podía cambiar la realidad. Los vecinos, que consideraban a la Granny como el hada madrina de la comunidad, se turnaban al principio

para darle compañía y mantenerla ocupada, pero luego comenzaron a evitarla.

Esa señora de ojos celestes, impecable en su vestido floreado de algodón, siempre afanada en las delicias de su cocina y con las puertas abiertas para los niños de los alrededores, se transformó rápidamente en una anciana despelucada que hablaba incoherencias y preguntaba a medio mundo si habían visto a sus nietos. Cuando ya no pudo ubicarse dentro de su propia casa y miraba a su marido como si no lo conociera, la hermana de Michael decidió intervenir.

Fue a visitar a sus padres y los encontró viviendo en una pocilga, nadie había limpiado en meses, acumulaban la basura y las botellas vacías, el estropicio había entrado definitivamente en la casa y en el alma de sus habitantes Comprendió espantada que la situación había llegado al límite, ya no se trataba de enjabonar los pisos, poner orden y contratar una persona para que cuidara a los viejos, como pensó al principio, sino de llevárselos con ella. Vendió algunos muebles, metió el resto en el desván, cerró la casa y se embarcó con sus padres hacia Montevideo. En el tumulto de última hora la perra salió sigilosamente y nadie volvió a verla más.

Antes de una semana nos avisaron a Caracas que la Granny había gastado sus últimas fuerzas, ya no podía levantarse y se encontraba en un hospital. Michael pasaba por un momento crítico de su trabajo, la selva estaba devorándose la obra en construcción, las lluvias y los ríos se habían llevado los diques y amanecían cocodrilos navegando en los huecos cavados para las fundaciones. Dejé a los niños de nuevo con mis padres y volé a despedirme de la Granny.

Uruguay en aquella época era un país en venta. Con el pretexto de eliminar a la guerrilla, la dictadura militar había establecido el calabozo, la tortura y las ejecuciones sumarias como un estilo de gobierno; desaparecieron y murieron millares de personas, casi un tercio de la población emigró escapando del horror de esos tiempos, mientras los militares y un puñado de sus colaboradores se enriquecían con los despojos. Los que partían no llevaban mucho consigo y estaban obligados a vender sus pertenencias, en cada cuadra surgían letreros de ventas y remates, en esos años era posible comprar propiedades, muebles, coches y obras de arte a precio de ganga, los coleccionistas del resto del continente acudían como pirañas a ese país en busca de antigüedades. El taxi me llevó del aeropuerto al hospital en un amanecer triste de agosto pleno invierno en el sur del mundo, pasando por calles vacías donde la mitad de las casas estaban deshabitadas. Dejé mi maleta en la portería, subí dos pisos y me encontré con un enfermero trasnochado, quien me condujo hacia el cuarto donde estaba la Granny. No la reconocí, en esos tres años se había transformado en un pequeño lagarto, pero entonces ella abrió los ojos y entre las nubes vislumbré un chispazo color turquesa y caí de rodillas su cama. Hola, mijita ¿cómo están mis niños? Murmuró y no alcanzó a oír la respuesta, porque una oleada de sangre la sumió en la inconsciencia y ya no despertó más. Me quedé a su lado esperando el día, escuchando el gorgoriteo de las mangueras que le succionaban el estómago y le echaban aire en los pulmones, repasando los años felices y los años trágicos que estuvimos juntas y agradeciéndole su cariño incondicional. Abandónese, Granny, ya no siga luchando ni sufriendo, por favor váyase pronto, le rogaba mientras acariciaba sus manos y besaba su frente afiebrada. Cuando salió el sol me acordé de Michael y lo llamé para decirle que tomara el primer avión y acudiera a acompañar a su padre y a su hermana, pues no debía estar ausente en ese trance.

La dulce Granny aguardó con paciencia hasta el otro día, para que su hijo alcanzara a verla con vida por unos minutos. Estábamos los dos junto a su cama cuando ella dejó de respirar. Michael salió a consolar a su hermana y yo me quedé para ayudar a la enfermera a lavar a mi suegra, devolviéndole en la muerte los infinitos cuidados que ella prodigó a mis hijos en vida, y mientras le pasaba una esponja húmeda por el cuerpo y le peinaba los cuatro pelos que le quedaban en el cráneo y la rociaba con agua de colonia y le ponía una camisa de dormir prestada por su hija, le contaba de Paula y de Nicolás, de nuestra vida en Caracas, de cómo la echaba de menos y cuánto la necesitaba en esa desafortunada etapa de mi vida en que nuestro hogar peligraba sacudido por vientos adversos. Al día siguiente dejamos a la Granny en un cementerio inglés, bajo una mata de jazmines, en el sitio preciso que ella hubiera escogido para descansar. Fui a despedirla por última vez con la familia de Michael y me sorprendió verlos sin lágrimas ni aspavientos, contenidos por esa delicada sobriedad de los anglosajones para enterrar a sus muertos. Alguien leyó las palabras rituales, pero no las oí, porque sólo escuchaba la voz de la Granny tarareando canciones de abuela. Cada uno puso una flor y un puñado de tierra sobre el ataúd, nos abrazamos en silencio y después nos retiramos lentamente. Ella quedó sola, soñando en ese jardín. Desde entonces cuando huelo jazmines viene la Granny a saludarme.

Al volver a la casa mi suegro fue a lavarse las manos mientras su hija preparaba el té. Poco después entró al comedor con su traje oscuro, peinado con gomina y un botón de rosa en la solapa, buenmozo y todavía joven, retiró la silla con los codos para no tocarla con los dedos y se sentó.

— ¿Dónde está mi young lady? — preguntó extrañado de no ver a su mujer.

— Ya no está con nosotros, papá–dijo su hija y todos nos miramos asustados.

— Dígale que el té está servido, la estamos esperando. Entonces nos dimos cuenta que el tiempo se había congelado para él y que aún no sabía que su mujer había muerto. Seguiría ignorándolo por el resto de su vida. Asistió al funeral distraídamente, como si fuera el sepelio de un pariente ajeno, y a partir de ese instante se encerró en sus recuerdos, bajó ante sus ojos una cortina de locura senil y no volvió a pisar la realidad. La única mujer que había amado permaneció para siempre a su lado joven y alegre, olvidó que había salido de Chile y perdido todas sus posesiones.

Durante los diez años siguientes, hasta que murió reducido al tamaño de un niño en un hogar para ancianos dementes, siguió convencido que se encontraba en su casa frente a la cancha de golf, que la Granny estaba en la cocina fabricando dulce de ciruelas y que esa noche dormirían juntos, como cada noche durante cuarenta y siete años.

Había llegado el momento de hablar con Michael sobre aquellas cosas calladas por tanto tiempo, no podía seguir instalado confortablemente en una fantasía, como su padre. En una tarde de llovizna salimos a caminar por la playa arropados con ponchos de lana y bufandas. No recuerdo en qué momento acepté por fin la idea que debía separarme de él, tal vez fue junto a la cama de la Granny al verla morir, o cuando nos retiramos del cementerio dejándola entre jazmines, o tal vez ya lo había decidido varias semanas antes; tampoco recuerdo cómo le anuncié que no regresaría con él a Caracas, me iba a España a tentar suerte y tenía intención de llevarme a los niños. Le dije que sabía cuán difícil sería para ellos y lamentaba no poder evitarles esa nueva prueba, pero los hijos deben seguir el destino de la madre. Hablé con cuidado, midiendo las palabras para herirlo lo menos