Tomamos café, me mostró las fotografías de su familia, luego una canción llevó a otra y a otra más, hasta que terminamos tocando la flauta en cama. No es una de esas groseras metáforas que horrorizan a mi madre, realmente me ofreció un concierto con ese instrumento. Me enamoré como una adolescente. Al mes la situación era insostenible, me anunció que iba a divorciarse de su mujer, me presionó para que dejara todo y me fuera con él a España, donde ya estaban instalados con éxito otros artistas argentinos y podía encontrar amigos y trabajo. La rapidez con que tomó esas decisiones me pareció una prueba irrefutable de su amor por mí, pero después descubrí que era un Géminis algo inestable y que con la misma prontitud con que se disponía a huir conmigo a otro continente, podía cambiar de opinión y volver al punto de partida.

Si yo hubiera tenido algo más de astucia, o si al menos hubiera estudiado astrología cuando improvisaba el horóscopo de la revista en Chile, habría observado su carácter y actuado con más prudencia, pero tal como se dieron las cosas, caí de cabeza en un melodrama trivial que por poco me cuesta los hijos y hasta la vida. Andaba tan nerviosa que chocaba el automóvil a cada rato, en una ocasión me salté una luz roja, me estrellé

contra tres vehículos en marcha y el golpetazo me aturdió por varios minutos; desperté bastante maltrecha y rodeada de ataúdes; manos misericordiosas me habían transportado al local más cercano, que resultó ser una funeraria. En Caracas existía un código no escrito que reemplazaba las leyes del tránsito: al llegar a una esquina los conductores se miraban y en una fracción de segundo quedaba establecido quién pasaba primero. El sistema era justo y funcionaba mejor que los semáforos–no sé si ha cambiado, supongo que aún es así–pero había que estar atenta y saber interpretar la expresión de los demás. En el estado emocional en que me encontraba entonces, ésas y otras señales para circular por el mundo se me confundían. Entretanto el ambiente en mi casa parecía electrificado, los niños presentían que el piso se movía bajo sus pies y por primera vez empezaron a dar problemas. Paula, que siempre había sido una niña demasiado madura para su edad, sufrió las únicas pataletas de su vida, daba portazos y se encerraba a llorar por horas. Nicolás se portaba como un bandido en el colegio, sus notas eran un desastre y vivía lleno de vendajes, se caía, se cortaba, se partía la cabeza y se quebraba huesos con sospechosa frecuencia. En esa época descubrió el placer de disparar huevos con una honda a los apartamentos cercanos y a la gente que pasaba por la calle. Me negué a aceptar las acusaciones de los vecinos, a pesar de que consumíamos noventa huevos semanales y la pared del edificio del frente estaba cubierta por una gigantesca tortilla cocinada por el sol del trópico, hasta el día en que uno de los proyectiles aterrizó sobre la cabeza de un Senador de la República que pasaba bajo nuestras ventanas. Si el tío Ramón no interviene con su talento diplomático, tal vez nos habrían revocado las visas y expulsado del país. Mis padres, que sospechaban la causa de mis salidas nocturnas y mis ausencias prolongadas, me interrogaron hasta que acabé confesando mis amores ilegales. Mi madre me llevó aparte para recordarme que tenía dos hijos por quienes velar, hacerme ver los riesgos que corría y decirme que, a pesar de todo, contara con su ayuda en caso de necesidad. El tío Ramón también me llevó aparte para aconsejarme que fuera más discreta–no hay necesidad de casarse con los amantes–y cualquiera que fuese mi decisión, él estaría a mi lado.

Te vienes conmigo a España ahora o no nos vemos más, me amenazó el de la flauta entre dos apasionados acordes musicales, y como no pude decidirme empacó sus instrumentos y se fue. A las veinticuatro horas comenzaron sus telefonazos urgentes desde Madrid que me mantenían en ascuas durante el día y en vela buena parte de la noche. Entre los problemas de los niños, las reparaciones del automóvil y las perentorias exigencias amorosas perdí la cuenta de los días y cuando Michael llegó de visita me llevé una sorpresa.

Esa noche traté de hablar con mi marido para explicarle lo que estaba sucediendo, pero antes que alcanzara a mencionarlo me anunció un viaje a Europa por un asunto de negocios y me invitó a acompañarlo, mis padres cuidarían a los nietos por una semana. Hay que preservar la familia, los amantes pasan y se van sin dejar cicatrices, ándate con Michael a Europa, les hará mucho bien estar solos, me aconsejó mi madre. Jamás se debe admitir una infidelidad, aunque te sorprendan en la misma cama con otro, por que nunca te lo perdonarán, me advirtió el tío Ramón. Nos fuimos a París y mientras Michael hacía su trabajo, yo me sentaba en los cafetines de les Champs Élysées a pensar en la telenovela en que estaba sumida, torturada entre los recuerdos de aquellas calientes tardes de lluvias tropicales oyendo la flauta y los naturales aguijonazos de culpa, deseando que cayera un rayo del cielo y pusiera drástico fin a mis dudas. Los rostros de Paula y Nicolás se me aparecían en cada menor de edad que se me cruzaba por delante, de algo estaba segura: no podía separarme de mis hijos.

No tienes que hacerlo, tráelos contigo, me dijo la voz persuasiva del amante, que había averiguado el hotel donde estaba y me llamaba desde Madrid. Decidí que nunca me perdonaría si no le daba una oportunidad al amor, tal vez el último de mi existencia, porque me parecía que a los treinta y seis años estaba al borde de la decrepitud. Michael regresó a Venezuela y yo, pretextando la necesidad de estar sola por unos días, me fui en tren a España.

Esa luna de miel clandestina, caminando del brazo por calles de adoquines, cenando a la luz de un candil en viejos mesones, durmiendo abrazados y celebrando la suerte increíble de haber tropezado con ese amor único en el universo, duró exactamente tres días, hasta que Michael fue a buscarme. Lo vi llegar pálido y descompuesto, me abrazó y los muchos años de vida en común me cayeron encima como un manto ineludible. Comprendí que sentía un gran cariño por ese hombre discreto que me ofrecía un amor fiel y representaba la estabilidad y el hogar. Nuestra relación carecía de pasión, pero era armoniosa y segura, no tuve fuerzas para enfrentar un divorcio y producir más problemas a mis hijos, que ya tenían suficientes con su condición de inmigrantes. Me despedí de ese amor prohibido entre los árboles del parque del Retiro, que despertaba después de un largo invierno, y tomé el avión a Caracas. No importa lo que ha pasado, todo se arreglará, no volveremos a mencionar esto, dijo Michael y cumplió su palabra. En los meses siguientes quise hablar con él algunas veces, pero no fue posible, siempre terminábamos eludiendo el tema. Mi infidelidad quedó sin resolución, un sueño inconfesable suspendido como una nube sobre nuestras cabezas, y si no hubiera sido por las llamadas persistentes de Madrid la hubiera atribuido a otro invento de mi exaltada imaginación. En sus visitas a la casa Michael buscaba paz y descanso, necesitaba desesperadamente creer que nada había cambiado en su apacible existencia y que su mujer había superado por completo ese episodio de locura. En su mentalidad no cabía la traición, no entendía los matices de lo ocurrido, supuso que si yo había regresado con él era porque ya no amaba al otro, creyó que nuestra pareja podía volver a ser la de antes y que el silencio cicatrizaría las heridas. Sin embargo nada volvió a ser igual, algo se había roto y nunca podríamos repararlo. Me encerraba en el baño a llorar a gritos y él, desde el dormitorio, fingía leer el periódico para no tener que averiguar la causa del llanto. Tuve otro accidente serio en el automóvil, pero esta vez alcancé a darme cuenta una fracción de segundo antes del impacto, que había apretado a fondo el acelerador en vez del freno.

La Granny comenzó a morir el día en que se despidió de sus dos nietos y la agonía le duró tres largos años. Los médicos culparon al alcohol, dijeron que le había estallado el hígado, estaba hinchada y con la piel de un color tierno, pero en verdad se murió de pena. Llegó un momento en que perdió el sentido del tiempo y del espacio y le parecía que los días duraban dos horas y las noches no existían, se quedaba junto a la puerta esperando a los niños y no dormía porque escuchaba sus voces llamándola.