— ¿Se va a morir mí papá? — preguntó David. — Sí, si no te duermes–replicó Carmen, feroz.
Se quedó en la sala de espera junto al niño dormido hasta la mañana siguiente, cuando el cardiólogo le avisó que no había peligro; no se trataba de una falla al corazón, sino de un ataque de ansiedad; el paciente podía irse, pero debía ver a su médico, hacerse una serie de exámenes y ojalá consultar a un psiquiatra, porque andaba perdido en desvaríos de loco.
De regreso Carmen ayudó a Gregory a darse una ducha y acostarse, preparó café, vistió a David, le dio desayuno y lo llevó a la escuela. Después llamó a Tina Faibich para explicarle que su jefe no estaba en condiciones de trabajar ese día, volvió junto a su amigo y se sentó a su lado sobre la cama.
Gregory estaba extenuado y aturdido de tranquilizantes, pero ya podía respirar sin angustia y hasta sentía un poco de hambre. — ¿Qué pasó? — quiso saber Carmen. — Se murió mi madre. — ¡Por qué no me avisaste!
— Fue muy rápido, no quise molestar a nadie, además no podías hacer nada–y empezó a contarle lo sucedido sin orden ni razón, un río de frases inacabadas, recuerdos, imágenes y terrores, toda su vida de tropiezos y soledades, de la mano de esa mujer que era más que su hermana, era su más antiguo y leal amor, su amiga, su camarada, parte íntima de sí mismo, tan cercana y tan diferente a él, Carmen morena y esencial, Carmen valiente y sabia, con quinientos años de tradición indígena y castellana en la sangre y un sólido sentido común anglosajón que le habían servido para andar con paso firme por el mundo — ¿Te acuerdas cuando éramos chicos y yo corría delante del tren? Me curé de esa idea fija con la muerte y pasé muchos años sin acordarme de ella, pero ahora me han vuelto las mismas ideas y tengo miedo. Estoy atrapado, nunca terminaré de pagar a los bancos, mi hija está perdida en las drogas, durante los próximos quince años estaré lidiando con David. Mi vida es un desastre, soy un fracaso. — El fracaso y el éxito no existen, Greg, son inventos de los gringos. Se vive no más, lo mejor posible, un poquito cada día, es como un viaje sin meta, lo que cuenta es el camino. Es hora de detenerse ¿por qué tanta agitación? Mi abuela decía que no debemos ser esclavos de la prisa.
— Tu abuela estaba loca, Carmen.
— No siempre, a veces era la más lúcida de la casa.
— Estoy hundido y solo como un perro.
— Tienes que tocar fondo, entonces das una patada y subes a la su perficie de nuevo. Las crisis son buenas, son la única forma de crecer y de cambiar.
— Soy esto que ves, nada más. Todo lo he hecho mal empezando por mis hijos. Soy como la torre de Pisa, Carmen, tengo el eje torcido y por eso todo me sale desviado.
— ¿Quién te dijo que la vida era fácil? Siempre hay dolor y esfuerzo. Tendrás que enderezar el eje, si es eso lo que se requiere. Mírate, Greg, pareces un estropajo… Deja de lamentarte y levántate de una vez.
— Te has arreglado para vivir huyendo, pero no se puede correr siempre, en algún momento hay que parar y enfrentarse consigo mismo. Por mucho que corras siempre estás dentro de la misma piel.
Por la mente de Gregory pasó su padre nómade, desplazándose, cruzando fronteras, tratando de alcanzar el horizonte, de llegar al fin del arco iris y encontrar más allá algo que aquí se le negaba. El país ofrece grandes espacios abiertos para escapar, enterrar el pasado, dejar todo y partir de nuevo cuantas veces sea necesario sin cargar con culpas ni nostalgias, siempre se puede cortar las raíces y volver a comenzar, mañana es una hoja en blanco.
Así era su propia historia, nunca quieto, un transeúnte eterno, pero el resultado de ese afán había sido la soledad.
— Te lo he dicho antes, Carmen, me estoy poniendo viejo.
— Nos pasa a todos. Me gustan mis arrugas.
La miró de cerca, por primera vez con detención, notó que ya no era una muchacha y se alegró de que no hiciera nada por disimular las líneas de la cara, huellas de su recorrido, ni las canas que iluminaban su oscura melena. El peso de los senos inclinaba sus hombros y, fiel a su estilo, lucía una falda amplia, sandalias, aros y pulseras, todo eso era Carmen, Tamar. Imaginó que desnuda se vería como un gato mojado y de todos modos le pareció bonita, mucho más que en su infancia, cuando era una niña regordeta y traviesa con frenillos en los dientes, o en la adolescencia, la chica más atractiva de la escuela o, ya mujer, cuando alcanzó su forma definitiva y andaba con un japonés por el barrio gótico de Barcelona.
Le sonrió y ella devolvió la sonrisa, se miraron con una tremenda simpatía, con la complicidad compartida desde niños. Gregory la tomó por los hombros y la besó levemente en los labios. — Te quiero–murmuró, consciente de que sonaba banal, pero era una verdad absoluta-. ¿Crees que resultaríamos como pareja?
— No.
— ¿Quieres hacer el amor conmigo?
— Me parece que no. Debo tener un problema de personalidad–rió ella-. Descansa y trata de dormir. Mike Tong recogerá a David en la escuela y vendrá a quedarse contigo por unos días. Yo volveré en la noche, te tengo una sorpresa.
Daisy era la sorpresa, noventa kilos de negra linda y alegre, puro chocolate reluciente, originaria de la República Dominicana, que cruzó medio México a pie y luego atravesó la frontera con otros dieciocho refugiados en el doble fondo de un camión cargado de melones, dispuesta a ganarse el sustento en el Norte. Daisy habría de cambiar las vidas de Gregory y David. Tomó a su cargo al niño sin quejas ni remilgos, con la misma estoica actitud con que había sobrevivido a las miserias de su pasado. No hablaba una palabra de inglés y su patrón tuvo que servirle de intérprete.
El método de criar chiquillos de Daisy dio buenos resultados en David, aunque también es cierto que tal vez el mérito no fue sólo suyo; el muchacho estaba en manos de un costoso equipo de profesores, médicos y psicólogos.
Ella no creía en ninguno de esos modernismos, ni siquiera aprendió a pronunciar la palabra hiperactivo en español. Estaba convencida de que la causa de tanto desbarajuste era más simple: el mocoso estaba poseído por el demonio, cosa bastante común, como aseguraba; ella conocía personalmente a muchas personas que habían corrido igual suerte, pero eso se curaba más fácil que un resfrío común, cualquier buen cristiano podía hacerlo.
Desde el primer día se dedicó a expulsar los íncubos del cuerpo de David mediante una combinación de vudú, oraciones a los santos de su devoción, sabrosos platos de comida caribeña, mucho cariño y algunas sonoras bofetadas que le propinaba a espaldas del padre sin que el afectado se atreviera a delatarla, la perspectiva de vivir sin Daisy le era intolerable.
Con paciencia encomiable la mujer se encargó de domesticarlo, si lo veía erizado como un puercoespín a punto de treparse por las paredes, lo envolvía en sus grandes brazos morenos, se lo acomodaba entre sus pechos de madre y le rascaba la cabeza, cantándole en su lengua asoleada hasta calmarlo.
La tranquilizadora presencia de Daisy, con su aroma de piña y azúcar, la risa siempre lista, el español sin consonantes y sus interminables historias de santos y de brujos que David no comprendía, pero cuyo ritmo lo arrullaba para dormir, dieron al fin seguridad al niño.
Gracias a esa ayuda en los asuntos fundamentales de la existencia cotidiana, Gregory Reeves pudo iniciar el lento y doloroso viaje hacia el interior de sí mismo.
Cada noche. durante un año, Gregory Reeves creyó que se moría. Cuando su hijo estaba dormido, la casa entraba en reposo y se quedaba solo, sentía la cercanía del fin. Cerraba la puerta de su cuarto con llave, para que no lo sorprendiera David si despertaba; no quería asustarlo, y luego se abandonaba al sufrimiento sin oponer resistencia. Era muy diferente a la vaga angustia de antes, a la cual estaba más o menos acostumbrado.
En el día funcionaba con normalidad, se sentía fuerte y activo, tomaba decisiones, manejaba su oficina y su casa, se ocupaba de su hijo y a ratos tenía la fantasía de que todo marchaba bien; pero apenas se encontraba solo en la noche un miedo irracional le caía encima. Se veía prisionero en un cuarto acolchado por todos lados, una celda para locos donde era inútil gritar o golpear paredes, no había eco, rebote ni respuesta, sólo un agobiante vacío. No conocía el nombre para esa pesadilla compuesta de incertidumbre, inquietud, culpa, sensación de abandono y profunda soledad, de modo que terminó por llamarlo simplemente la bestia.