El agua estaba demasiado caliente, tenía la piel ardiendo y le latían las sienes, pensó que no le vendría mal otro trago, salió de la bañera envuelto en una toalla, fue a la cocina en busca de una botella y de paso apagó la calefacción, porque se estaba sofocando. Atisbó en el cuarto de David y comprobó que dormía tranquilo atravesado en el umbral de su tienda de indio. Se sirvió otro vaso de vino blanco y volvió a sentarse sobre la cama; el disco se había terminado y pudo escuchar el silencio, raro lujo desde que vivía con su hijo. Su madre acudió de nuevo como un recuerdo persistente, su voz su–surrándole, tratando de decirle algo, y se dio cuenta de que no la conocía, era una extraña. En su infancia la había adorado, pero después se alejó y en muchos momentos creyó odiarla, sobre todo en los años más dificiles, cuando se instaló en su sillón de mimbre, resignada a la pobreza y la impotencia, mientras él se buscaba la vida en la calle. Miró las viejas fotografías, amarillentos trozos de un pasado ajeno que en cierta forma era también suyo, y trató de componer, los pedazos de esa anciana suave y obediente. No pudo visualizarla así, en cambio la vio joven, con vestido de cuello de encaje y el pelo recogido en un moño, de pie a la salida de un pueblo polvoriento, y se vio también a sí mismo, un niño delgado, de facciones precisas, ojos azules y boca grande; a su espalda dos hombres forcejeaban con una muchacha negra, él gritaba y ellos se burlaban, pero la chiquilla se soltaba de ese terrible abrazo y aparecía junto a Nora Reeves, quien le ofrecía un folleto del Plan Infinito. Después la vio caminando a grandes trancos por una ruta solitaria, ella delante y él tratando de alcanzarla, pero mientras más corría, más ancha era la distancia y la figura que perseguía se tomaba más pequeña y más borrosa contra el horizonte; el asfalto estaba ardiente y blando, se le pegaban los pies, jamás le alcanzarían las fuerzas para vencer la fatiga, no podía avanzar, caía, se arrastraba de rodillas, el calor le impedía respirar.

Sintió una tremenda compasión por ese niño, por sí mismo. Madre, la llamó primero con el pensamiento y luego con un desgarrado grito, y entonces las imágenes imprecisas se concentraron, las líneas difusas se perfilaron como firmes trazos de una pluma y Nora Reeves apareció de cuerpo entero, real y presente, y le tendió las manos sonriendo.

Quiso ponerse de pie para abrazarla como no lo había hecho jamás, pero no logró moverse y se quedó en su sitio repitiendo mamá, mientras la habitación se llenaba de una luz incandescente y poco a poco llegaban otros visitantes: Cyrus, Juan José Morales de la mano de Thui Nguyen, el chico de Kansas que murió en sus brazos y otros lívidos soldados; Martínez sin asomo de la antigua insolencia, pero todavía con su atuendo de pachuco, y muchos más que fueron entrando silenciosos y llenaron el cuarto.

Gregory Reeves se sintió bañado por la sonrisa de Nora, que tanto necesitó de niño y en vano buscó de adulto. Permaneció inmóvil en el silencio tranquilo de un tiempo detenido en los relojes, hasta que lentamente desapareció el séquito de los muertos. La última en irse fue su madre que retrocedió flotando y se diluyó en la pared, dejándole la certeza de un cariño que no supo expresar en vida, pero que siempre le tuvo.

Cuando todos partieron y quedó solo, algo estalló en su alma, un dolor terrible clavado en el pecho y repartiéndose desde allí en ondas por el resto de su cuerpo, quemándolo, partiéndolo, rompiéndole los huesos y arrancándole la piel, perdió la capacidad de contenerse, ya no era él mismo sino ese intolerable sufrimiento, esa atormentada medusa de mar desparramándose por la habitación y llenando el espacio, una sola herida sangrante. Trató otra vez de levantarse, pero no pudo mover los brazos, se dobló y cayó de rodillas sin poder respirar, fulminado por una lanza atravesándolo de lado a lado. Durante varios minutos jadeó desplomado en el suelo, buscando aire, con golpes de tambor en las sienes. Una parte lúcida de su mente registró lo que ocurría y supo que debía pedir ayuda o moriría allí mismo, pero no logró acercarse al teléfono ni le salió la voz para gritar; se encogió como un recién nacido, temblando, tratando de recordar lo que sabía sobre ataques al corazón.

Se preguntó cuánto tardaría en sucumbir y la idea lo aterrorizó por un instante, pero luego imaginó la paz de no existir, de no seguir rodando por el polvo a golpes con la sombra, de no arrastrarse por un camino detrás de esa mujer que se alejaba y, tal como hacía en la infancia cuando se escondía con su perro en la madriguera de zorros, se abandonó a la tentación de no ser.

Muy lentamente el dolor pasó a través suyo llevándose parte de su tremendo cansancio. Tuvo la impresión de haber vivido antes ese momento. Volvió a respirar, tanteándose el pecho para comprobar que algo latía allí adentro, no, no le había reventado aún el corazón. Se echó a llorar como no lo hacía desde la guerra, un lamento visceral que venía del pasado más distante, tal vez antes de su nacimiento, una vertiente alimentada por las lágrimas reprimidas en los últimos años, un torrente incontenible.

Lloró por el abandono de la infancia, las luchas y derrotas que en vano intentaba transformar en victorias, las deudas impagas y las traiciones soportadas a lo largo de su existencia, la ausencia de su madre y la comprensión tardía de su cariño. Vio a Margaret rodando por un abismo y trató de retenerla, pero se le fue de las manos. Murmuró el nombre de David, tan vulnerable y herido, preguntándose por qué sus hijos estaban señalados por ese estigma de pesadumbre, por qué la existencia era tan difícil para ellos si acaso les había transmitido en los genes una maldición o si ellos tendrían que pagar las culpas de él. Lloró por la suma de sus errores y por ese amor perfecto con el cual soñaba y creía imposible de alcanzar, por su padre muerto hacía tantos siglos y su hermana Judy, presa en los peores recuerdos, por Olga en su oficio de embaucadora inventando el futuro en sus naipes marcados, y sus clientes, no los atorrantes ni los abusadores, sino las víctimas como King Benedict y tantos infelices, negros, latinos, ilegales, pobres, marginales y humillados que acudían a pedir ayuda en esa Corte de los Milagros en que se había convertido su oficina, y siguió sollozando, ahora por los recuerdos de la guerra, los compañeros en bolsas de plástico, Juan José Morales, las muchachas de doce años que se vendían a los soldados, los cien muertos de la montaña…

Y cuando comprendió que en verdad sólo estaba llorando por sí mismo, abrió los ojos y se encontró por fin frente a la bestia y tuvo que mirarle la cara y así supo que ese animal acechando a su espalda, ese soplo que había sentido en la nuca desde siempre, era su propio obstinado terror a la soledad, que lo afligía desde la niñez, cuando se encerraba en la bodega temblando. La angustia lo envolvió en su fatídico abrazo, se le metió por la boca, los oídos, los ojos, por todas partes, y lo ocupó entero mientras murmuraba quiero vivir, quiero vivir…

En ese momento sonó una campanilla, sacudiéndolo de su trance. Tardó una eternidad en reconocer el sonido, darse cuenta dónde se encontraba y verse en el suelo, desnudo, mojado de orina, de vómito y de llanto, borracho, aterrorizado.

El teléfono sonaba como un reclamo urgente desde otra dimensión, hasta que por fin pudo arrastrarse y coger el auricular. — ¿Greg? Soy Tamar. Hoy no me llamaste… Es lunes…

— Ven, Carmen, por favor ven–balbuceó.

Media hora más tarde ella estaba a su lado, después de hacer el viaje desde Berkeley a velocidad prohibida. Le abrió la puerta envuelto en una toalla, descompuesto, y se abrazó a su amiga tratando de explicarle a borbotones dónde le dolía, aquí, en el pecho, la cabeza, la espalda, por todas partes. Carmen lo arropó con una bata, cogió a David medio dormido, los metió a los dos en su automóvil y voló al hospital más cercano donde en pocos minutos tenían a Gregory Reeves en una camilla, conectado a una sonda y una máscara de oxígeno.