— Entonces tendré que buscarme un marido tan decrépito como yo–se rió Carmen y en un chispazo de la memoria vio el rostro de Leo Galupi, tal como lo había recordado a menudo en esos años y tal como lo viera por primera vez, medio oculto tras un ramo de flores mustias esperándola en el aeropuerto de Saigón. Se preguntó si acaso él la recordaría también y decidió que un día tendría que averiguarlo, porque Daí crecía rápido y muy pronto tal vez no la necesitaría. Por otra parte estaba cansada de amantes fugaces; escogía hombres menores porque necesitaba armonía y belleza a su alrededor, pero empezaba a pesarle el vacío sentimental.

Mientras su amigo Gregory vivía acumulando deudas y dolores de cabeza, ella vivía como una obrera, pero cosechaba dinero y halagos.

Pronto el nombre de Tamar había pasado a ser símbolo de estilo original y de calidad impecable. Sin proponérselo se encontró dirigiendo desfiles de moda y dando conferencias como una experta, sin perder de vista que todo el asunto era una broma.

— Un día me pillarán que no sé nada de nada, me las arreglo para engatusar al mundo con pura jactancia–comentaba con Gregory cuando salía en revistas femeninas y de arte, o en publicaciones de economía como ejemplo de empresa en rápido desarrollo-. Pocos años más tarde, cuando había sucursales Tamar en varias capitales y casi doscientas personas trabajando a sus órdenes, sin contar los vendedores que recorrían varios continentes ofreciendo la mercadería en las tiendas más lujosas, y cuando el departamento de contabilidad ocupaba todo un piso de la fábrica, ella todavía viajaba en mula por la jungla o en camello por el desierto comprando sus materiales y vivía modestamente con su hijo, no por mezquindad sino porque no sabía que la existencia puede ser más cómoda.

King Benedict deseaba más que nada en el mundo un tren eléctrico para armar en la sala de la casa de su madre. Ya había fabricado la estación, un pueblo de casitas de madera, árboles de cartón y una naturaleza de cerros y túneles en miniatura que se extendía de muro a muro impidiendo el paso por el cuarto. Sólo esperaba el tren porque Bel le había prometido que esa sería la primera adquisición cuando recibieran el dinero del juicio. Se sentía como un inválido y se aferraba a esa mujer de cuello largo y ojos amarillos, que aseguraba ser su madre, y representaba la única brújula en una tempestad de incertidumbres. Desde el accidente su memoria era sólo neblina; cuarenta años borrados en el instante en que su cabeza golpeó el suelo. Recordaba a su madre joven y hermosa; ¿cómo se transformó en esa vieja gastada por el trabajo y los años? ¿Quién es Bel realmente? Ojalá que me compre el tren… Comprendía que ya no estaba para juegos infantiles, pero de verdad no le interesaban para nada los asuntos que obsesionaban a los hombres.

Pasaba horas embobado frente al televisor, ese prodigioso invento antes desconocido para él, y cuando veía besos apasionados en la pantalla sentía una ciega ansiedad, algo palpitante en las entrañas, que por fortuna no duraba mucho. El catálogo de trenes eléctricos lo atraía mucho más que las revistas de mujeres desnudas que le ofrecía el vendedor de periódicos en el quiosco de la esquina. A veces se veía a sí mismo desde la distancia, como si estuviera en el cine contemplando su propio rostro en un guión inexorable. No reconocía su cuerpo. Su madre le había explicado el accidente y la amnesia; no era tonto, sabía que no tenía catorce años. Se miraba largamente en el espejo sin reconocer a ese abuelo que lo saludaba desde el otro lado; hacía un inventario de los cambios y se preguntaba en qué momento ocurrieron, cómo se acumuló tanto desgaste.

Ignoraba cómo perdió pelo, ganó peso y le aparecieron arrugas, dónde fueron a parar algunos de sus dientes, por qué le dolían los huesos cuando lanzaba una pelota, se le acababa el aire cuando intentaba subir corriendo las escaleras y no podía leer sin anteojos. No recordaba haber comprado esos lentes.

Ahora se encontraba sentado ante una mesa grande en una oficina llena de plantas y libros entre dos hombres que lo acosaban a preguntas, algunas imposibles de responder, mientras una secretaria escribía cada palabra en una máquina. ¿Quién era el presidente en el año en que usted se casó?

Su madre lo obligaba a ir diariamente a la biblioteca a leer los periódicos antiguos para enterarse de lo ocurrido en el mundo durante esos cuarenta años que se le fueron de la mente. Los datos abstractos le resultaban más comprensibles que los artefactos de uso diario, como un horno microonda y otras cosas fascinantes y misteriosas. King sabía los nombres de los presidentes, los más notables resultados del béisbol, los viajes a la luna, las guerras, los asesinatos de John Kennedy y Martin Luther King, pero no tenía la menor idea de dónde se encontraba durante esos eventos y podía jurar que jamás se había casado.

Su madre enteraba las tardes contándole cosas de su propia vida a ver si de tanto repetir lograba despejar las brumas del olvido, pero esos ejercicios obligados de la memoria eran un interminable y aburrido calvario. Le costaba creer que su destino hubiera sido tan insignificante, que nada importante hubiera hecho, nada realizara de sus planes juveniles. Sentía angustia por el tiempo desperdiciado en ese collar de rutinas minúsculas, por lo mismo agradecía esa segunda oportunidad en este mundo. Su futuro no era un hoyo negro a la espalda, como decía su madre, sino un cuaderno en blanco ante sus ojos. Podía llenarlo con lo que siempre ambicionó, recorrer una vez más los años ya vividos. Correría aventuras, encontraría tesoros, cometería actos heroicos, iría al África en busca de sus raíces, nunca se casaría ni envejecería. Si al menos pudiera recordar los errores y los aciertos…

Siempre quiso un tren eléctrico, no era un capricho del momento sino su más antiguo deseo, el sueño de su infancia. Cuando se lo dijo a Reeves, el hombre le sonrió con sus ojos claros y le confesó que ésa era también su máxima aspiración, pero nunca lo tuvo. Mentira, si puede pagar esta oficina con letras de oro en las ventanas. también puede comprarse un tren y hasta dos si le da la gana, había deducido King Benedict, pero no se atrevió a decírselo, no podía quedar como un grosero. ¿Por qué su madre escogió un abogado blanco? ¿No le había dicho ella misma muchas veces que por principio debía desconfiar siempre de los blancos? Ahora el otro hombre le ponía hileras de fotografías sobre la mesa y debía reconocerlas, pero. ninguna de esas personas le resultaba familiar, excepto la bella mujer sentada en el marco de una ventana con media cara iluminada y la otra en sombras, su madre sin duda, aunque se veía muy diferente a la anciana de ahora.

Después lo enfrentaron con fotos de revistas para que identificara ciudades y paisajes, casi todos desconocidos para él. ¿Y eso? ¿Qué eran esa plantación de algodón y esa camioneta? No lograba recordar, pero estaba seguro de haber estado en un sitio similar. ¿Dónde es, mamá?, pero antes que pudiera modular las palabras comenzó a sentir clavos en las sienes y en pocos momentos el dolor lo volteó. Levantó las manos para protegerse la cabeza y trató de escapar, pero cayó al suelo de rodillas.

— ¿Se siente mal, Sr. Benedict? ¡Sr. Benedict…! — Y la voz le llegó de lejos. Después sintió la mano de su madre en la frente y se volvió para abrazarse a su cintura y esconderse en su pecho, agobiado por los sordos martillazos retumbando dentro de su cerebro y la ola de náusea que le llenaba la boca de saliva y lo hacía temblar.

Gregory Reeves tardó un año en aceptar que no había razón para seguir luchando por un matrimonio que nunca debió realizarse, y otro tanto en tomar la decisión de separarse porque no quería dejar a David y le dolía admitir un segundo fracaso.

— El problema no es Shanon, eres tú–diagnosticó Carmen-. Ninguna mujer puede resolverte los problemas, Greg. Todavía no sabes lo que buscas. No puedes amarte a ti mismo, ¿cómo vas a amar a nadie? — ¿Me habla la voz de la experiencia? — se burló él. — ¡Al menos yo no me he casado dos veces!