— Estoy bien. Lo único que necesito es un tocacintas para escuchar música–nos dijo.
— ¿Qué clase de música quieres? — preguntó su madre acomodándole las almohadas.
— Un amigo me trajo mis canciones preferidas–replicó letárgica-. — Y ahora déjenme dormir, estoy un poco cansada.
Al despedimos nos pidió que le lleváramos cigarrillos, sin filtro por favor. Me extrañó que fumara. pero luego recordé que a su edad yo me había fabricado una pipa y, de todos modos. comparado con sus otros problemas, un poco de nicotina me pareció lo de menos. Consideré poco oportuno discutir sobre los peligros del humo en los pulmones, cuando podía morirse de una sobredosis de heroína. Cuando regresé a verla en la tarde ya no estaba. Se las arregló para despistar a la enfermera de tumo, ponerse la misma ropa de prostituta con la cual llegó y huir. Al limpiar el cuarto descubrieron una jeringa de–sechable bajo el colchón, junto a la cinta de música rock y los restos del lápiz de labios. Había perdido a Margaret–desde entonces la he visto en la cárcel o en una cama de hospital–pero no lo sabía aún, me demoré nueve años en decirle adiós, nueve años de esperanzas defraudadas, de búsquedas inútiles, de falsos arrepentimientos, de incontables raterías, traiciones, vulgaridades, sospechas y humillaciones, hasta que por fin acepté en el fondo de mi corazón que es imposible ayudarla.
La primera tienda Tamar surgió en una calle del centro de Berkeley, entre una librería y un salón de belleza, veinticinco metros cuadrados con una vitrina pequeña y una puerta estrecha, que hubiera pasado desapercibida entre los otros comercios del vecindario, si Carmen no decide aplicar los mismos principios decorativos de la casa de Olga, pero al revés. La vivienda de la curandera tenía tantos adornos y colorinches como una pagoda de opereta y por lo mismo destacaba en la arquitectura os y pobretona del barrio latino. El local de Carmen estaba rodeado de tiendas vistosas, de restaurantes chinos con sus dragones iracundos y mexicanos con sus cactus de yeso, bazares de la India, ventas para turistas y la floreciente industria de pornografía con avisos de neón mostrando parejas desnudas en posiciones inverosímiles. Con semejante competencia resultaba difícil atraer clientela, pero ella pintó todo de blanco, puso un toldo del mismo color en la puerta y lámparas potentes para acentuar el aspecto de laboratorio de su local. Desplegó las joyas sobre sencillas bandejas de arena y transparentes trozos de cuarzo, donde el elaborado diseño y los ricos materiales lucían espléndidos. En un rincón colgó algunas faldas gitanas, como las que ella misma usaba desde hacía años, únicas notas cálidas en esa blancura de nieve. En el aire flotaba un aroma tenue de especias y los monótonos acordes de una vihuela oriental.
— Pronto tendré cinturones, carteras y chales–explicó Carmen a Gregory cuando le mostró ufana su nuevo negocio en la fiesta de inauguración-. Habrá poca variedad pero se podrán combinar todas las piezas, de manera que con una visita a mi tienda la clienta pueda salir vestida de pies a cabeza.
— No encontrarás mucho entusiasmo por estos disfraces–se rió Gregory, convencido de que se necesitaba estar mal de la cabeza para ponerse las creaciones de su amiga, pero minutos más tarde debió tragarse sus palabras cuando Shanon le rogó que le comprara varios pendientes «étnicos», que a él le parecieron injustificadamente caros, y vio a su amiga Joan, del brazo de Balcescu, luciendo una de esas estrafalarias faldas zíngaras de parches multicolores. Las mujeres son un verdadero misterio, masculló.
Carmen Morales llevaba su negocio con prudencia de hortelano. Sacaba sus cuentas cada semana, separando una parte para mantener funcionando la fábrica, otra para impuestos. algo para sobrevivir sin lujos y aumentar su cuenta de ahorros. Contaba con sus fieles vietnamitas para reproducir los diseños y unas comadres mexicanas de su barrio que, de acuerdo a precisas instrucciones, cosían la ropa en sus casas y se la enviaban por servicio postal. Ella misma escogía todos los materiales y una vez al año, durante el verano, partía de compras al Asia o al norte de África en unos azarosos viajes que a otra mujer menos confiada la hubieran aterrado, pero ella iba protegida de los riesgos porque era incapaz de imaginar la maldad ajena. Sólo podía ausentarse durante las vacaciones escolares de Daí quien se acostumbró a esos safaris en tren, en jeep, en burro o a pie por aldeas remotas en las junglas de Tailandia, campamentos de pastores nómades en las montañas Atlas, o barrios de miseria en las multitudinarias ciudades de la India. Su cuerpo delgado y moreno resistía sin quejas toda suerte de comidas, agua contaminada, picadas de mosquitos, fatigas y calor de infierno, poseía la fortaleza de un fakir para los inconvenientes. Era un niño tranquilo que aprendió las cuatro operaciones aritméticas jugando con las cuentas para collares y antes de los diez años había descubierto varias leyes matemáticas que en vano trataba de explicar a su madre y a la maestra. Más tarde, cuando averiguaron su extraordinario talento para los números y lo examinaron profesores de la universidad, resultaron ser principios dé trigonometría. Tenía un pequeño tablero metálico de ajedrez con piezas imantadas y en el vapuleo de los trenes, medio aplastado por la multitud de pasajeros, jaulas de animales, destartaladas maletas de cartón y canastos con comestibles, Daí jugaba impasible ajedrez contra sí mismo, sin hacer trampas. No siempre dormían en hoteles o en chozas de gente amiga, a veces viajaban en pequeñas caravanas o llevaban un guía y les tocaba detenerse para acampar en la mitad de la nada.
En un petate en el suelo o en una hamaca colgando bajo un improvisado mosquitero, rodeado por graznidos amenazantes de pájaros nocturnos y rumor de patas sigilosas, sumido en el inquietante olor de residuos vegetales y magnolias, Da¡ se sentía totalmente seguro junto al cuerpo tibio de su madre, la creía invulnerable. Con ella pasó por muchas aventuras y las pocas veces en que la vio asustada sintió también el pinchazo del miedo: pero entonces recordaba a su otra madre, la de los ojos de almendras negras que volaba a propulsión a chorro sobre su cabeza protegiéndolo de todos los males. En un bazar de Marruecos, pululando entre la abigarrada muchedumbre, el niño se soltó de la mano de Carmen para admirar unos cuchillos curvos con cachas de cuero labrado.
El dueño de la tienda, un hombronazo patibulario envuelto en trapos, lo cogió por el cuello, lo levantó en vilo y le dio un bofetón, pero antes que alcanzara a repetir el gesto una fiera brava le cayó encima, toda zarpas. gruñendo y lanzando mordiscos de perra rabiosa. Daí vio a su madre rodar con el árabe por el suelo en un alboroto de faldas rotas, cestas volteadas, mercadería dispersa y burlas de otros hombres del mercado. Carmen recibió un puñetazo en la cara y por unos instantes quedó aturdida, pero la violencia de su desesperación la reanimó y antes que nadie pudiera preverlo empuñaba uno de los cuchillos curvos desenvainado. En ese instante interrumpió la policía, la desarmaron y salvaron al comerciante de una puñalada segura, mientras los hombres reunidos en círculo celebraban la golpiza y acusaban a la extranjera con gritos e insultos. Carmen y Da¡ terminaron en un cuartel entre rejas, rodeados de maleantes que no se atrevieron a molestarlos porque vieron la muerte en los ojos de esa mujer. El cónsul americano acudió a su rescate y más tarde, al despedirse, les aconsejó no volver a poner los pies en ese país. Nos vemos el ano próximo, replicó Carmen y no pudo sonreír, porque tenía la cara hinchada y una cortadura profunda en el labio. De esas exploraciones regresaban con cajas repletas de cuentas variadas, trozos de coral, vidrio o métales antiguos, piedras semipreciosas, minúscu las tallas en hueso, conchas perfectas, garras y dientes de bestias ignotas, hojas y escarabajos petrificados desde la edad de los hielos. También traían telas bordadas y cueros repujados que servían para agregar detalles a un cinturón o un bolso, cintas desteñidas por el tiempo para las faldas, botones o hebillas que descubrían en sucuchos olvidados. Para entonces Carmen ya no trabajaba en su casa. En el taller tenía sus tesoros en cajas de plástico transparente organizados por materiales y colores, allí se encerraba por horas a fabricar cada modelo, poniendo y quitando cuentas, labrando metales, cortando y puliendo en un paciente ejercicio de la imaginación. Inició la moda de los motivos astrológicos de lunas y estrellas, el uso de cristales para la buena fortuna, las joyas de inspiración africana, los aretes diferentes para cada lado y el pendiente único enroscado en la oreja con una cascada de piedras y de piezas de plata, que más tarde serían copiados hasta la saturación. Los, años le dieron seguridad y afinaron un poco sus rasgos, pero no atenuaron su alegre disposición ni disminuyeron su gusto por la aventura. Manejaba el negocio como una experta, pero se divertía tanto haciéndolo que no lo consideraba un trabajo. Era incapaz de tomarse en serio. No veía diferencia entre su próspera empresa y los tiempos en que fabricaba artesanías en la casa de sus padres para vender en el barrio latino o se vestía con pañuelos de colores para hacer malabarismos en la Plaza Pershing. Todo formaba parte del mismo, pasatiempo ininterrumpido de la existencia y el hecho de que aumentaran los ceros en sus cuentas bancarias no cambiaba para nada la índole juguetona de su quehacer. Era la primera sorprendida de su éxito, le costaba creer que hubiera gente dispuesta a pagar tanto por esos adornos inventados en un rapto de inspiración para divertirse. Los afanes de la vida y los engaños del éxito tampoco cambiaron su naturaleza amable, seguía siendo abierta, confiada y generosa. Los viajes le enseñaron las infinitas «serias y dolores que soporta la humanidad y al compararse con otros se sentía muy afortunada. Para ella no existía conflicto entre el buen ojo para el comercio y la compasión, desde el comienzo se las arregló para dar trabajo en las mejores condiciones posibles a los más pisoteados de la escala social, y después, cuando su fábrica creció, contrataba tantos latinos pobres, refugiados asiáticos y centroamericanos, inválidos y hasta un par de retardados mentales que puso a cargo de las plantas y los jardines, que Gregory llamaba al negocio de su amiga «el hospicio de Tamar». Gastaba tiempo y dinero en fatigosos entrenamientos y clases de inglés para sus obreros, que por lo general acababan de llegar al país escapando de inconfesables penurias. Su espontánea caridad resultó da empresarial, tal como lo fueron el comedor gratuito, los recreos obligatorios, la música ambiental, las sillas cómodas. las clases de gimnasia y relajación para los músculos agarrotados por el minucioso esfuerzo de montar las joyas, y tantas innovaciones, porque el personal respondía con fidelidad y eficiencia asombrosas. En sus viajes Carmen aprendió que el mundo no es blanco y nunca lo sería, por lo mismo ostentaba con orgullo su piel tostada y sus rasgos latinos. Su arrogante postura engañaba a los. demás, daba la impresión de ser más alta y más joven y se presentaba con tanto aplomo, envuelta en sus vestidos gitanos y acompañada por el tintinear de sus pulseras, que nadie se daba el trabajo de detallar su escasa estatura, senos pesados y cuerpo de guitarra. o sus primeras canas y arrugas. En el recreo de la escuela Da¡ ganó un concurso entre sus compañeros por tener la madre más bella. — ¿Nunca te vas a casar, mamá? — le preguntó el niño. — Sí. cuando tú crezcas me voy a casar contigo. — Cuando yo crezca tú estarás muy vieja–le explicó Daí, para quien los números eran verdades irrefutables.