– ¡Maldita sea! ¿Por qué se queda ahí sin hacer nada, Obergefreiter? Registre el núm. 9 inmediatamente. ¡Arránquele los pelos! Tráigame en seguida todo lo que tiene en su poder. Incluso sus piojos han de estar en mi escritorio dentro de cinco minutos.
Stever pegó un salto y salió del despacho. El Buitre preguntó, sorprendido, si se había declarado un incendio en alguna parte.
– Pronto lo sabrás -respondió, enigmático, Stever-. Busca a toda prisa a dos de tus hombres y acompañadnos. Hay que pasar por el cedazo al número 9, y llevar a el Verraco todo lo que tenga.
Entraron con estrépito en la celda del teniente Ohlsen. Le arrancaron la ropa, desgarraron el colchón, rompieron prácticamente todo lo que había en el calabozo, comprobaron concienzudamente los barrotes de la ventana; sondearon el piso, las paredes, el techo; le dieron vueltas y más vueltas al orinal.
Stever consiguió hacer desaparecer los famosos cigarrillos que había dado al teniente Ohlsen. Los cuatro hombres gritaban y aullaban a la vez. Metieron sus sucios dedos en la nariz y en la boca del teniente Ohlsen, examinaren minuciosamente su cuerpo. Pero no descubrieron una muela postiza, hueca, en la que había escondida una pildorita amarilla. Una píldora con veneno suficiente para matar a diez personas. Un veneno que el legionario había traído de Indochina.
Mientras Stever procedía al registro, el Verraco andaba de un lado a otro de su despacho, reflexionando sin cesar sobre el permiso de visita. Contemplaba con ternura sus libros de Leyes colocados en una estantería. Libros que había comprado durante su servicio. Gracias a aquellos gruesos tomos se sentía casi un hombre de Leyes. A sus amantes, les explicaba siempre que era inspector de prisiones. En la tasca «El trapo rojo», adonde le gustaba acudir, le llamaba señor inspector. Y le encantaba que lo hicieran. Se había aprendido de memoria cierto número de párrafos, que sacaba a relucir en cuanto se presentaba la ocasión. Los clientes de «El trapo rojo» recurrían a él como consejero jurídico. Varios de ellos quedaron tristemente decepcionados al seguir sus consejos. Ignoraban que cada vez que el Verraco se encontraba en presencia de una disposición que desconocía, inventaba rápidamente un apartado relativo al asunto en cuestión.
Sonó el teléfono. El Verraco lo contempló, nervioso, y vaciló mucha rato antes de contestar. En el espacio de una hora había llegado a detestar aquel aparato. Todos sus males procedían de allí. Por fin, descolgó, y dijo en voz muy baja:
– La cárcel de la guarnición.
Era inaudito que se presentara anónimamente. Por lo general, vociferaba: «Haupt-und Stabsfeldwebel Stahlschmidt.» Pero aquel maldito permiso de visita lo había estropeado todo.
– Pareces muy triste. -Era la voz de Rinken, desde el otro extremo de la línea-. ¿Cómo va todo? ¿Has hablado con la Gestapo?
– ¡Oh, cállate! -rezongó el Verraco-. Creo que voy a solicitar el traslado. Aquí sólo se tienen conflictos, como agradecimiento a un trabajo concienzudo.
– Pues esto tiene fácil solución, Stahldschmidt. En el Batallón de castigo siguen necesitando otros tres suboficiales. Les encantará acogerte. ¿Quieres que les telefonee?
– Ocúpate de tus asuntos -rezongó el Verraco-. Primero, dame un consejo. No sé cómo salir de este avispero. El Bello Paul no acaba de gustarme. Es un verdadero diablo. Ahora quiere que le entregue personalmente el permiso.
– ¿Te da miedo ir al número 8 de Stadthausbrücke? No comprendo por qué, ya que tienes la conciencia tranquila.
– No te hagas el inocente, Rinken. Nadie tiene la conciencia tranquila hasta ese punto. Incluso los guardianes SD de Fuhlsbüttel y Neuengamme se ensucian en los calzones cuando han de acercarse a Stadthausbrücke.
– Todo saldrá bien -dijo Rinken alegremente-. Incluso hay algunos que han vuelto de un batallón de castigo.
El Verraco no podía estar enterado de la visita del legionario a «El Huracán», en casa de tía Dora, la víspera del día en que ésta desapareció. Oficialmente, se había marchado a Westphalia, a casa de una amiga enferma, viuda de un Gauletier. Como de costumbre, se habían sentado a la mesa ovalada, en el rincón holandés. Habían corrido la cortina casi del todo Ante ellos había un cuenco lleno de castañas asadas. Escupían la piel en el suelo, mientras charlaban en voz baja.
La tía Dora olisqueó su pernod.
– ¡Ah, vaya! De modo que Paul ha atrapado a vuestro teniente. Debía de estar algo chiflado, en vista de lo que ha contado a diestro y siniestro.
El pequeño legionario se encogió de hombros y examinó con atención su bebida favorita, «el pequeño cabo». Se la bebía siempre en un vaso de agua, encontraba ridículos los vasos de licor. Había que llenarlos con demasiada frecuencia.
– Sí, tienes razón, amiga mía. A nosotros dos, esto no nos ocurrirá nunca. Sabemos cómo tratar a las ratas hambrientas. Pero hace mucho tiempo que conozco a ese imbécil. Tengo que hacer algo por él.
Tía Dora se echó a reír y escupió, asqueada, una castaña podrida.
– Esta puerca de cocinera merecería una azotaina. Ayer, empezó a pintarse mientras estaba preparando la comida. En la actualidad es un infierno tener que tratar con el personal. He hecho cuanto he podido para reunir lo mejor que se encuentra. Mi contable, por ejemplo, es un abogado que cumplió tres años de prisión por fraude, y conoce todas las combinaciones. Pero es un miserable. Todas mis chicas son rameras de pacotilla. Las protejo de la Policía y, aunque no te lo creas, me timan igual. Por ejemplo, fíjate en Lisa, la de la barra. Ya ha presentado cuatro veces la baja por enfermedad, y telefonea ella misma con voz extenuada. Envié a Gilbert, el sucesor de Ewald, para que investigara más a fondo.
Tía Dora contemplaba el techo, resignada. De repente, pegó un puñetazo en la mesa que hizo bailar los vasos.
– Esa zorra se lo pasa bomba todo el día junto al Elba, en compañía de un fulano. A ella le importa un bledo mi barra, pero nada pierde con esperar.
– Sí, Dora, es difícil. Pero ¿por qué no tomas personal extranjero?
– Ah, no, gracias. En mi casa, no. La Gestapo recluta demasiados confidentes entre los extranjeros, y antes de haber tenido tiempo de decir «mu» me arrastrarán por el cuello hasta Stadthausbrücke. Pero, volvamos a su teniente. ¿De qué le acusan? Quiero decir, ¿qué apartado le han aplicado?
– El 91 b, amiga mía -contestó el legionario, mientras cogía una castaña.
Se enjuagó la boca con el resto del contenido del vaso. La larga cicatriz que le atravesaba el rostro brillaba con un color sanguinolento.
– Me temo que perderá la brújula -prosiguió el legionario-. La Gestapo es como un perro hambriento que no suelta su hueso con facilidad. Porta me ha presentado a un tipo de la oficina del comisario auditor, un fulano que se vanagloria de su título de doctor, un canalla cuyo punto débil ha conseguido descubrir. Está más manso que un cordero y nos ha dejado examinar los documentos. Copias de los papeles de la Gestapo. Todo está muy bien arreglado. El teniente Ohlsen ha servir de escarmiento. Ya sabes, se lee la acusación ante las tropas, en el momento de ejecutarlo. Es algo que hace palidecer a los más valientes.
– ¿Qué es el valor, Alfred? Nada más que viento. Algo de que se vanaglorian ciertas personas, cuando están bien seguras. La gente valerosa no existe. La Gestapo no necesita más de diez minutos para destrozar a alguien, cuando se lo toma en serio. Contra la Gestapo sólo hay un medio de defensa. Y es saber algo comprometedor sobre ella. Sólo se tiene a aquél a quien se puede comprometer. Todo el mundo hincha desmesuradamente su propia falta.
El legionario meneó pensativamente la cabeza, inspiró una bocanada de humo de su cigarrillo, la echó por la nariz, y se inclinó sobre la mesa.