Durante los días que siguieron, el personal de la prisión estuvo muy ocupado. Tanto, que algunos nuevos prisioneros escaparon a la ceremonia de la matriculación. Se había iniciado un asunto de gran envergadura. Se había decidido asustar a los oficiales. Algunos de ellos se estaban mostrando demasiado liberales en sus relaciones con la población de los territorios ocupados. Un Hauptmann del 16.° Regimiento de Infantería, de Holdenburgo, fue detenido porque decía, a quien quería oírle, que encontraba a Wiston Churchill mucho más simpático que según quién. En la puerta de su celda habla un letrero con la mención: Apartado 91 b.
En el casino, un teniente de la 10.ª Escuela de Caballería de Soltau había levantado el brazo para saludar. Por desgracia para él, en el mismo momento se le ocurrió separar los dedos para formar la V inglesa. Cinco días después, estaba en la oficina de el Bello Paul, acusado de infracción del apartado 91. La Policía secreta había remitido un informe de cuatro líneas sobre la cuestión de la V a la Gestapo. Ésta convirtió rápidamente las cuatro líneas en cuarenta páginas bien llenas. Arriba, a la derecha, habían puesto un sello con el «gekados» en rojo. El acusado desapareció sin dejar rastro, como polvo barrido por el viento.
La mayoría de los acusados confesaban al cabo de una hora y después facilitaban los nombres de los camaradas, inocentes o no.
También para el teniente Ohlsen llegaron largas y desagradables horas de interrogatorios «psicológicos» en el despacho sobriamente amueblado de el Bello Paul. El único adorno era un jarrón con claveles rojos. Cada mañana, el Bello Paul cogía un clavel y se lo ponía en el ojal.
El teniente Ohlsen estaba tendido en el suelo del calabozo número 9. Refrescaba su frente ardorosa apoyándose en el frío cemento. Añoraba las trincheras. Era un dechado de comodidades en comparación con lo que estaba pasando. No entendía por qué ningún miembro de la Compañía se ponía en contacto con él. Tal vez le creyesen ya muerto. Cabía la posibilidad de que la Gestapo hubiera anunciado su ejecución.
Estaba totalmente incomunicado. Sólo veía a los demás prisioneros durante el paseo, pero le era imposible hablarles: el Verraco y el Buitre les vigilaban. Stever y otros dos guardianes estaban sentados en lo alto del muro y fingían dormir, pero no se les escapaba nada.
El paseo cotidiano era un infierno: los prisioneros debían correr durante media hora por el patio. Había que correr con las piernas rígidas y las manos detrás de la nuca. Resultaba cómico para quienes lo veían. Pero bastaba con probarlo durante cinco minutos para dejar de reír. Cada vez que los talones golpeaban el suelo, el dolor llegaba hasta la nuca. Aquella forma de paseo era una invención personal de el Verraco En su limitado terreno, el Verraco era un genio.
Cuando los SD fueron a buscar al teniente Ohlsen para interrogarle, se divirtieron como unos locos al ver su rostro magullado.
– ¿Se ha caído por la escalera? -le habían preguntado, riendo.
El Verraco aseguró, entre la hilaridad general, que el teniente se había caído de la cama. Había tenido una origina pesadilla.
– Tus clientes se caen a menudo mientras duermen -había observado un SD Untersharführer-. ¿No crees que deberías ponerles chichoneras?
La broma era tan buena que hubo que regarla inmediatamente en el despacho de el Verraco. Poco después, toda la prisión les oía cantar.
En un rincón, junto a la cama del teniente Ohlsen, alguien había escrito esta estrofa en la pared:
Hijo querido, ¡oh, mi felicidad!,
he de dejarte huérfano.
Pero aunque yo te abandone,
el mundo entero por padre tendrás.
ERICH BERNERT.
(Coronel)
15-4-40.
Ohlsen la releía sin cesar. Pensaba en su hijo Gerd, a quien su madre y la familia de ésta habían llevado al campo de educación nacionalsocialista, cerca de Oranienburgo. Allí, los jefes de las Juventudes Hitlerianas explicarían a Gerd qué miserable tenía por padre. Un enemigo del pueblo. Un individuo que había traicionado a su patria. Su familia política, los distinguidos Länder, se regocijarían en su justicia farisaica. Su suegra se sentiría como pez en el agua. Le clasificaría entre los desequilibrados sexuales y los asesinos. A Ohlsen casi le parecía oírla cómo explicaba a sus amigos, mientras tomaban el té, qué desgracia había caído sobre la familia… Al mismo tiempo, en el fondo de sí misma, le estaría agradecida por facilitarle semejantes temas de conversación.
El teniente Ohlsen había caído en el olvido.
Una profunda desesperación se había apoderado de él durante las largas horas pasadas en la celda.
Y luego, un día, el Viejo y el legionario fueron a visitarle. A partir de aquel momento, recuperó el valor. Era como si se hubiese entreabierto una puerta hacia el mundo exterior. Evidentemente, no podían liberarle ni podían hacer algo para mejorar su destino. Pero le vengarían. Resultaba más fácil resistir cuando se sabía que el que te maltrataba se encontraría algún día en presencia de un brazo vengador.
El pequeño legionario había fotografiado con la mirada Verraco, a Stever y a el Buitre.
Stever, que estaba presente en la visita, se sintió extrañamente turbado. Intentó participar en la conversación, pero el legionario le mantuvo a distancia. Luego, bruscamente, Stever ofreció cigarrillos, pese a que estaba prohibido fumar. Rehusaron, pero habían fumado los cigarrillos del legionario.
Al término de la visita, el legionario salió el último y, ya en el umbral, se volvió hacia Stever y le dijo:
– Tú eres Stever, ¿verdad? Y el gordo del despacho, el que lleva las tres estrellas en las hombreras, es Stahlschmidt. Y tu camarada, el suboficial que tiene la nariz torcida es ése al que llaman el Buitre, ¿verdad?
Stever había asentido con la cabeza, algo desconcertado.
– Bueno, no lo olvidaré -contestó el legionario-. Algún día nos encontraremos los cuatro. Tal vez alrededor de un vaso de cerveza. ¿Has oído hablar del té amargo del general chino Thes Sof Feng?
– No, nunca -murmuró Stever-. ¿De qué se trata?
– Siempre tomaba el té con sus enemigos. Pero té del general era dulce.
Después, el legionario había canturreado:
– Ven, ven, oh, muerte, ven.
Más tarde, Stever había entrado en la celda del teniente Ohlsen. Primero, había hablado de la lluvia y del sol. Luego, se había sentado antirreglamentariamente en el borde de la cama, y había declarado:
– Ese pequeño suboficial con el rostro desfigurado y la mirada de serpiente que decía tantas burradas es el tipo más asqueroso que he visto nunca. ¿Cómo es posible que un oficial como tú alterne con semejante bruto? Estoy helado hasta la medula de los huesos. Tiene aspecto de loco.
El teniente Ohlsen se encogió de hombros.
– Nadie alterna con él. Su única amiga es la muerte.
– ¿La muerte? No lo entiendo. ¿Es un asesino?
– En un sentido, sí y en otro, no. Es, a la vez, verdugo y juez. Su jefe esquelético, el hombre de la guadaña, le susurra al oído a quién debe enviar al reino de los muertos, y cuando está decidido, silba la tonadilla de su amo.
– ¿La invitación a la muerte? -murmuró Stever, mientras se secaba la frente húmeda con el dorso de la mano-. No quiero volver a ver a ese tipo. -Dio unos pasos por la celda-. He conocido a muchos tipos extraños en el RSHA. Tipos que te erizaban el cabello. Pero ese que ha venido a verte es peor que todos los demás. Se sienten escalofríos con sólo mirarlo. -Stever se volvió a sentar en la cama. Luego, súbitamente, no pudo contenerse más y preguntó-: ¿Crees que tiene algo contra mí?