Pero aplacé estos pensamientos para más tarde, y tan sólo ladeé la cabeza y alcé las cejas en respuesta, como concediendo o diciendo: 'Tú verás, qué quieres que yo te diga' y dejando caer el asunto, sobre el que él no insistió, y aprovechó mi inhibición, en cambio, para comunicarme que también sabía un huevo —a título de aficionado, puntualizó, ya no como experto— de literatura fantástica universal, incluida la medieval (eso dijo, dijo 'un huevo' e 'incluida la medieval'). Por su tono fue manifiesto que le parecía chic lo fantástico. Pensé que llegaría algún día a Ministro de Cultura, o por lo menos a Secretario de Estado del ramo según la expresión de antaño, aunque nunca he sabido del todo lo que significaba 'ramo' en esa acepción burocrática y no floral.

Aquellos segundos de tirantez político literaria no fueron impedimento, ya he dicho, para que el agregado se me adhiriera o me rondara con poca pausa después de concluido nuestro inicial encuentro y pese a apartarme sin disimulo de él varias veces y ponerme a departir con otros en el inglés más oscuro, afectado y para él disuasorio de que fui capaz. Y así, por ejemplo, el escaso rato en que hablé a solas con Tupra estuvo viciado por sus incongruentes entrometimientos ocasionales en español. No fue sino hasta bastante tarde, los dos tomando café de pie junto a los sofás que en aquel momento ocupaban Wheeler y la novia Beryl y la rebosante viuda del Deán de York y dos o tres más, el trasiego y el intercambio de posiciones son constantes en estas cenas nómadas informales frías.

La verdad era que Wheeler no había hecho nada por reunimos, a Tupra y a mí, y yo había llegado a pensar que su perorata telefónica sobre el individuo o fellowo más bien sobre su apellido y su nombre había sido algo casual y sin segundas intenciones, por mucho que me costara imaginar a Peter ciñéndose en ningún aspecto a las aburridas y planas intenciones primeras, no digamos a la absoluta ausencia de ellas. Había estado equitativamente atento a casi todos sus convidados, asistido por la señora Berry (más compuesta que de costumbre), el ama de llaves que había heredado de Toby Rylands a la muerte de éste hacía ya años, y por tres camareros contratados para la velada junto con las viandas y cuyo turno acababa a las doce en punto, según me había comentado con leve preocupación (confiaba en que para entonces no le remolonearan muchos invitados por allí). Él y yo no habíamos coincidido apenas, a sabiendas ambos de que al día siguiente dispondríamos de nuestro tiempo: yo me quedaría a dormir esa noche en su casa, como hacía a veces, para así pasar con él la mañana y compartir el almuerzo dominical. A distancia no lo había visto muy pendiente de nadie en particular, como buen anfitrión, ni tampoco propiciar acercamientos concretos, no al menos en lo que respectaba a mí, pues no podía creer que me hubiera echado encima a De la Garza a propósito, quien me había amargado el alma y entorpecido cualquier diálogo con sus tentativas de cháchara y sus apostillas nunca relacionadas con lo que se estuviera tratando; y aunque entendía la lengua inglesa mejor que la hablaba, las muchas copas con que fue distrayendo sus soliloquios involuntarios —quería participar, no estaba conforme con ser su único oyente— deterioraron velozmente sus facultades intelectivas (es un decir) y envilecieron la índole de sus observaciones.

Mientras hablé brevemente con Beryl, por ejemplo, aún bastante al principio (sus frases muy desganadas y de compromiso, no debí de parecerle acomodado), merodeó a nuestro alrededor sin descanso y soltó inconveniencias acerca de ella que por suerte nadie entendió más que yo ('Joder joder, ¿has visto qué patas más largas esta tía? Para lanzarse como en un tobogán por ellas. ¿Cómo lo ves, cómo lo ves? ¿Crees que se la podríamos levantar al zíngaro ese con el que ha venido? No le hace ni puto caso, pero el tipo no le quita ojo y lo mismo es de los que te raja, por muy británico que sea'). Y cuando sostuve una soporífera conversación sobre terrorismo con un historiador irlandés llamado Fahy, su mujer y un alcalde laborista de no sé qué desdichada población del Oxfordshire, el agregado, al oír salir con nitidez de mis labios algunos topónimos vascos, trató de meter baza folklórica ('Oye, diles que San Sebastián es una ciudad que la hicimos los madrileños, cojones, que íbamos a veranear allí y se la empaquetamos a los del lugar con lazo y todo, si no de qué iba a ser tan bonita; díselo, anda, que mucha Universidad estos fulanos pero luego no saben una mierda. Para entonces ya había mezclado jerez con whisky con tres clases de vino). Y aún más que la novia Beryl le gustó la derramada viuda del Deán de York, pues mientras charlé unos minutos con ella, De la Garza me repetía: 'Joder joder, esta tía está pistonuda, joder qué sabrosa', aparentemente sin habla para desglosar el conjunto, analizar en detalle, añadir matices ni añadir nada más (ahora ya había sumado el oporto). Su excitación era tan pueril como el término 'pistonuda', más propia de alguien que poco ha ligado en la vida que de un rijoso natural y ducho. Pensé que a De la Garza le quedaban por conocer muchas noches en las que sucumbiría a mujeres que su avidez y el alcohol le harían juzgar deseables, para llevarse a la mañana siguiente las manos a la cabeza al descubrir que se había metido en la cama con descomedidas parientes de Oliver Hardy o con casquivanas émulas de Bela Lugosi. No era el caso de la Deana viuda, con su rostro ruboroso y plácido y su expandido tórax realzado por un collar enorme de lo que me parecieron jacintos de Ceilán o zircones imitando gajos de naranja en la forma, pero podía haber sido la madre (aunque madre joven) de su malhablado admirador bisoño.

Tupra, con su café en la mano, me había preguntado cuál era mi campo, siguiendo al pie de la letra la norma oxoniense según la cual es descontado que en esa ciudad todo el mundo tiene un campo específico de enseñanza o investigación, o aun tan sólo de jactancia.

—Nunca he sido muy constante en mis intereses profesionales —le contesté—, y en la Universidad sólo he estado de manera intermitente, casi por casualidad. Hace ya muchos años enseñé aquí durante un par de cursos, literatura española contemporánea y traducción, de esa época conozco a Sir Peter, aunque lo traté poco entonces y mucho más al profesor Toby Rylands, con quien tengo entendido que estudió usted. —Podía haberme detenido ahí, era suficiente como primera respuesta, e incluso le había dado pie a continuar sin esfuerzo la charla al mencionar a Toby, a quien bien podía haber empezado a evocar, yo lo habría secundado con gran placer. Pero Tupra dejó transcurrir un segundo o dos, nada, sin volver a hablar, probablemente lo habría hecho al tercero o al cuarto o al quinto (uno, dos, tres y cuatro; y cinco), pero no estaba seguro, era de esos raros hombres que saben aguantar el silencio, que pueden callar, callar, pero no para poner nervioso al interlocutor, sino para darle confianza y hacerle ver que se está dispuesto a oír más, si uno quiere decir más. Con esa actitud receptiva y sus ojos cortés o afectuosamente burlones invitaba a contar. Fue eso, o quizá también que quise ganarme con mis explicaciones superfluas un mayor derecho a preguntarle después a él cuál era su campo, es decir, qué era 'lo suyo' según la expresión de Wheeler, ya era hora de que me enterase, y era extraño que la noción de 'derecho' me hubiera cruzado la mente en relación con algo tan inocuo y normal, todo el mundo pregunta a los otros qué hacen en la vida, casi en primer lugar. O acaso es que con Tupra se sentía uno exigido aunque él no abriera la boca, como si fuera siempre nuestro tácito acreedor. Así que añadí—: Luego estuve en los Estados Unidos, pero apenas si proseguí con la docencia al volver a mi país, me he dedicado a actividades diversas, permanecí algún tiempo en una revista muy influyente, he traducido, he montado un par de negocios, tuve también una diminuta editorial propia, luego me cansé y la vendí.