Si Wheeler quería que me fijara en Tupra y le dedicara más atención que a nadie durante la velada, había cometido un error de cálculo al convidar a otro español, un tal De la Garza, no me quedó claro al principio si agregado cultural o de prensa o de naturaleza aún más vaga y parasitaria en la Embajada de nuestro país, aunque algunas de sus expresiones me impidieron descartar que tan sólo fuera encargado de relaciones impúdicas, sumiller de licores, sobornador in péctore o chambelán. Un tipo atildado, fatuo y lenguaraz que, como suele ser norma entre mis compatriotas cuando coinciden con extranjeros en cualquier ocasión y lugar, sea en España como anfitriones o fuera como agasajados, estén en mayoría absoluta o en minoría individual, en realidad no soportaba alternar con guiris ni verse en la circunstancia latosa de deber dispensarles una curiosidad cortés, y que por consiguiente, en cuanto divisó a un paisano, ya apenas si se despegó de mí y prescindió totalmente de hacer ningún caso a ningún nativo (al fin y al cabo nosotros éramos los guiris allí), con excepción de las dos o tres o quizá cuatro mujeres sexualmente apreciables entre la quincena de comensales (fríos, luego a ratos sentados pero sin sitio fijó y a ratos de aquí para allá o quietos de pie), pero más para remirárselas con ojos en exceso diáfanos, hacer sobre ellas comentarios zafios, señalármelas con su ingobernable barbilla y hasta soltarme algún sonrojante e improcedente codazo alusivo, que para acercárseles y entablar conocimiento o conversación, es decir, para tirarles los tejos más allá de lo visual, eso no debía de resultarle nada fácil de hacer en inglés. Noté en seguida su contento y su alivio cuando nos presentaron: con un español a mano, se ahorraba la tensión y fatiga del uso oneroso del idioma local, que él creía hablar, pero su acento indecente convertía las más vulgares palabras en ásperos vocablos irreconocibles para todos salvo para mí, sin que eso fuera privilegio sino tormento, pues mi familiaridad con su inconmovible fonética me llevaba a descifrar sandeces y petulancias tan sólo, sin yo querer; podía dar generosa espita a sus críticas y maledicencias sin que le entendieran los criticados presentes, si bien se olvidaba a veces del perfecto dominio del castellano de Sir Peter Wheeler, y cuando se acordaba y veía a éste a distancia de oído, recurría a jergas obscenas o patibularias, quiero decir aún más que cuando no; se sentía autorizado a sacarme temas nacionales absurdos con no siempre justificada naturalidad, pues apenas sé nada de toros ni de los adefesios de la prensa rosa ni de los integrantes de la familia real, aunque nada tenga tampoco en contra de los primeros ni casi de los terceros; y también, conmigo, podía soltar tacos y ser soez, y eso sí que es difícil en otro idioma (con soltura y veracidad) y además se echa indeciblemente de menos si se está acostumbrado a ello, he tenido ocasión de comprobarlo a menudo en el extranjero, donde he visto a ministros, aristócratas, embajadores, potentados y catedráticos, y hasta a sus respectivas y muy ataviadas mujeres e hijas y aun madres y suegras de variables crianza, nociones y edad, aprovechar mi momentánea presencia para desahogarse con juramentos y blasfemias diabólicas en nuestra lengua (o en catalán). Yo era una bendición y una ganga para De la Garza, así que me buscaba y seguía por toda la habitación y el jardín, pese al fresco nocturno, para alternar groserías con pedanterías y resarcirse bien en español.

Lo tuve como una sombra la velada entera, y aunque yo estuviera charlando con otras personas, forzosamente en inglés, él se aparecía cada pocos minutos (en cuanto alguien le daba esquinazo, estomagado por sus barbarismos e idiotismos fonéticos) y se inmiscuía, primero con su afrentosa dicción en esa lengua, para pasar en seguida a la nuestra, visto el forcejeo que suponía para mis interlocutores intentar comprenderlo, y con la pretensión inicial y aparente de que yo le sirviera de intérprete simultáneo ('Anda, tradúcele a esta tía petarda el chiste que he hecho, se ve que no me quiere entender'), pero con la más verdadera y firme de ahuyentármelos a todos para monopolizar mi atención y mi conversación. Procuraba no prestarle lo uno ni darle lo otro y continuaba a lo mío sin escucharle apenas o sólo cuando elevaba demasiado la voz, de modo que me iban llegando fragmentos equívocos o frases sueltas que él intercalaba a la más mínima pausa o sin siquiera esperar a ellas, ignorando yo sin embargo el contexto a que pertenecían las más de las veces, ya que el agregado De la Garza, en realidad, se me agregaba en todo momento y en ninguno dejaba de perorarme, tanto si le contestaba u oía como si no.

Esto empezó a ocurrir tras nuestro primer asalto, que me cogió desprevenido, del que escapé ya alarmado y maltrecho y durante el que me interrogó sobre mis cometidos y atribuciones en la BBC Radio y pasó a proponerme al instante seis o siete proyectos de emisiones radiofónicas que oscilaban entre lo imperial y lo necio, coincidiendo ambas cosas más de una vez, supuestamente beneficiosos para su Embajada y nuestro país y sin duda alguna para él y su promoción, pues me comunicó que era experto en la pobre Generación del 27 (pobre por explotada y sobada), en el pobre Siglo de Oro (pobre de tan manoseado y mentado), y en los nada pobres escritores fascistas de la preguerra, la postguerra y la intermedia guerra, que en todo caso eran los mismos (sufrieron pocas bajas durante la contienda, mala suerte), y a los que él no dedicó desde luego ese epíteto, le parecían gente honorable y desinteresada aquella pandilla de delatores y chulos mayúsculos.

—Extraordinarios estilistas la mayoría, quién puede ser hoy tan mezquino para acordarse de su ideología ante versos y prosas así. Hay que separar de una vez la literatura de la política, tío. —Y remachó—: De una puta vez. —Tenía esa mezcla de cursilería y zafiedad, ñoñería y ordinariez, edulcoración y brutalidad, que se da tanto entre mis compatriotas, una verdadera plaga y una grave amenaza (sigue ganando adeptos, con los escritores al frente), los extranjeros acabarán tomándola por rasgo predominante del carácter nacional. Me había tuteado desde que me vio, por principio: era de los que el usted lo reservan ya sólo para subalternos y menestrales.

Estuve a punto de arrojarle un guante al atirantado y untado pelo (se le habría sostenido bien, casi adherido), pero no tenía ninguno a mano, sólo una servilleta y no es lo mismo pese al general abaratamiento de nuestra época, de modo que me limité a contestarle, con más displicencia que sequedad para rebajar la carga:

—Hay prosas y poesías cuyo estilo es en sí mismo fascista, aunque hablen del sol y la luna y las firmen izquierdistas por autoproclamación, nuestra prensa y nuestras librerías están llenas de ellas. Pasa lo mismo que con los espíritus, o con el carácter: los hay en sí mismos fascistas, aunque los alberguen cuerpos con tendencia a levantar el puño y a sudar la gota gorda en manifestaciones y marchas con filas de fotógrafos abriendo paso e inmortalizándolos como es natural. Sólo falta que ahora se reivindiquen el espíritu y el estilo de quienes además de serlo se proclamaban fascistas, y tan ufanamente, por si no se les notaba bastante con la pluma en la mano, en cada página que dieron a imprenta y en cada denuncia entregada en comisaría. Ya han dejado suficiente estela sin necesidad de eso, entre los autores actuales, aunque la mayoría la silencien y se busquen antecesores con menos mancha, el pobre Quevedo en primera línea, y algunos no sean quizá conscientes de su herencia más cercana, en la sangre la llevan y además les hierve.

—Joder, tío, ¿cómo puedes decir eso? —De la Garza me protestó más por desconcierto que por desacuerdo, a esto no le había dado tiempo—. ¿Cómo puedes saber eso, que un estilo es fascista en sí mismo? O un espíritu. No me vengas con faroles.

Estuve tentado de responderle, imitando su habla: 'Si eso no lo sabes distinguir a los cuatro párrafos de un texto, o a la media hora de conocer a alguien, es que no tienes ni puta idea de literatura ni de las personas'. Pero me quedé pensando un poco, pensando superficialmente. Sí, en realidad no era fácil explicar el cómo, ni siquiera en qué consistían ese espíritu y ese estilo con tan variadas caras, pero yo sabía reconocerlos pronto, o eso creía entonces, o acaso fue un farol en efecto. Lo había sido desde luego hablar —pero sólo para mis adentros— de cuatro párrafos y de media hora, debería haber dicho o pensado 'a las pocas horas', y aun así habría sido una chulería de pensamiento. Son tal vez días y semanas o meses y años, a veces uno ve claro algo en esa media hora primera para sentirlo difuminado y perderlo de vista luego y ya no volver a captarlo hasta al cabo de un decenio o de media vida, o es que ya no vuelve nunca. A veces no conviene dejar transcurrir el tiempo, y que nos enrede el que concedemos y nos confunda el que nos conceden. No conviene que nos deslumbre, que es lo que el tiempo intenta siempre, y mientras tanto se va pasando. Tampoco resultaba ya fácil definir qué era fascista se está convirtiendo en un calificativo anticuado y a menudo impropio o por fuerza impreciso, aunque yo suelo emplearlo en un sentido coloquial y probablemente analógico, y en ese sentido y con ese uso sé bien lo que significa y sé que no me equivoco. Pero había recurrido a él ante De la Garza más que nada para fastidiarlo y por poner en su sitio a los escritores fascistas pésimos que él tanto admiraba, el tipo no me había gustado desde el primer instante, he visto a muchos así desde la infancia y no se extinguen, sólo se maquillan y adaptan: son clasistas y engreídos y muy simpáticos, son risueños y hasta formalmente cariñosos, son ambiciosos y semifalsos (sí, no son falsos del todo), procuran parecer exquisitos y a la vez fingirse campechanos y aun barriobajeros (mala la imitación, no dan el pego, su íntima aversión hacia lo que imitan los desenmascara rápido), de ahí que prodiguen los tacos creyendo que eso los hace llanos y que les gana confianzas remisas, de ahí que combinen su acartonado refinamiento con modales algo castrenses y léxico carcelario, la mili les venía de perlas para completar el cuadro, y el efecto que a la postre producen es de gañanes perfumados. No me pareció un espíritu fascista, el de De la Garza, ni siquiera por analogía. Era un espíritu adulador tan sólo, de los que no soportan caer mal a nadie, ni a quienes ellos detestan, aspiran a ser queridos hasta por quienes dañan. No era de los que clavan la daga por iniciativa propia, sólo si deben hacer muchos méritos o congraciarse o reciben un encargo, y entonces sí carecen de escrúpulos, al ser muy diestros con su conciencia.