El pobre Borges parece paciente y lleno de lástima: con cincuenta y tres años, está sobre un taburete y se ha quitado las gafas, menos por coquetería que para facilitar la labor del fotógrafo, a quien debe ofrecerse un rostro sin accidentes. Las sostiene en las manos, muy provisionalmente. Es alguien sin picardía, casi cándido, aparentemente desvalido. No sabe que sentarse en un taburete exige erguirse o cruzar las piernas con desenvoltura, ni que unas gafas recién quitadas deben al menos esconderse del objetivo, ni que la chaqueta abrochada es excesivo signo de probidad (yo diría que es color teja). Está acicalado, pero un poco cómo si le hubieran hecho el retrato en domingo. Y sus ojos, por efecto de la miopía súbitamente recuperada, anuncian el que ahora sabemos que fue su destino: sin las gafas ya no ven, si bien no dejan de mirar por eso.

Rilke no tiene el rostro que se le supondría, tan delicado e insoportable era en sus hábitos y necesidades como gran poeta cuando escribía venciendo los hábitos y colmando las necesidades. La cara es sin más peligrosa, con esas cuencas de los ojos hundidas, y el bigote caído y poco poblado le da un inverosímil aspecto de mongol; los ojos tan fríos y tan oblicuos lo hacen hasta cruel, y son sólo las manos —éstas sí entrelazadas como es debido, al contrario que las indecisas de Conrad— y la calidad de la ropa —excelente corbata y excelente paño— las que le prestan una apariencia de reposo o corrigen levemente la crueldad. La verdad es que podría tratarse de un médico visionario aguardando el resultado de algún experimento prohibido e infame en su laboratorio.

El desdichado Poe, por el contrario, parece enteramente inofensivo pese a la mirada torva, el cráneo abombado y los cabellos raquíticos y mal colocados: tiene una mano escondida en el pecho, como si fuera Napoleón, pero para lograrlo ha tenido que abrirse nada menos que cuatro botones de su chaleco, parece un descamisado. Aunque quizá convencido de estar dando una buena imagen: un ingenuo con la ropa gastada, pero es la mejor que tiene.

Pertenece seguramente a la estirpe de Nietzsche, quien, desaliñado, sujeta en su mano izquierda un sombrero de cochero y lleva del otro brazo colgada a su madre, a la que no ha aprendido a ver como a una señora antipática, aún le tiene estima, si no algo más. El pelo tan alborotado como el bigote, y el abrigo se diría prestado por un pariente más grande que él. En la otra foto, a solas, se lo ve más cuidado, el abrigo más justo, el bigote más recogido, el cabello menos alocado. Sin embargo ese pelo que aparece húmedo sube un poco de más hacia arriba, como si se lo hubiera alejado de la frente tan sólo un instante, el que se precisaba para la fotografía. La mano derecha apretada contra la mejilla y cara de velocidad: es como si toda su compostura estuviera prendida con alfileres.

Poco compuesto se aparece en general T E Lawrence cuando no era Lawrence de Arabia sino un soldado de la RAF llamado Ross o Shaw, tan distinto de su imagen idealizada en los cuadros, con el disfraz. Sin él no sabe cómo colocarse, la barbilla sobre la mano, la mano sobre el brazo vertical, ese codo sobre la otra mano, esta mano cerrada, y todo ello con el individuo en pie. De escasa estatura y con los pantalones demasiado cortos, recuerda a Stan Laurel en la primera foto, mientras que en la segunda sus piernas tan flacas y su estrecho pecho inspiran piedad, y de nuevo vemos aparecer una mano por el lugar menos recomendable, para ello ha tenido que retorcer el brazo. Las facciones son plebeyas; en efecto, de lo que quiso ser: un soldado, un proletario. En la tercera lee tirado en el catre con su nuca conspicua, uno de los raros momentos de no sufrimiento, los que quizá no contó en su libro El troquel.

Djuna Barnes, con el abrigo echado sobre los hombros y hermoso turbante, es la más distinguida de la galería. Posa a conciencia y se ha vestido a conciencia, pero en ella es la mera reproducción de una costumbre diaria. A diferencia de Wilde, que se empeñaba en serlo y aparentarlo, sabe que no es guapa y no cree poder parecerlo, por eso no busca la expresión más soñadora que beneficia a casi todos los rostros, sino que mira al frente descreída y sarcástica, confiando sólo en el atuendo (sobre todo en el cuello del abrigo alzado) y en el aplomo de la postura. El collar no la adorna, la protege. Es una mujer a la que domina el pudor mucho más que el aprecio por su propia imagen.

Poco pudorosos eran Mark Twain y Nabokov, o bien histriones. El primero, en camisón o camisa, escribe metido en la cama, y en su caso hay que pensar que, a diferencia de Mallarmé o Dickens, ni siquiera finge, sino que en verdad está escribiendo, aplicado, alguna palabra, pues él no está para perder el tiempo. Es imposible que no supiera que lo estaban retratando, pero esa es la impresión que da, de no saber o de no importarle. La cama está en orden, no semeja la de un enfermo, pues las de éstos están siempre hundidas y desarregladas, las almohadas planas. Al espectador, por eso, no le queda más remedio que preguntarse si acaso Mark Twain vivía en el lecho.

En cuanto a Nabokov, es un bromista que no quiere reconocerlo abiertamente y por eso el gesto es de pasión y hallazgo. Pero se atreve a mostrar unas espantosas o dañadas rodillas y a calarse una gorra inadmisible para quien nunca llegó a ser verdadero americano. Hace como que caza una mariposa con sus bermudas, pero lleva el bolsillo de la camisa lleno de plumas o gafas o algo: algo impropio, en todo caso, para ir de caza. Es ya un hombre mayor, pero ello se percibe menos en el rostro excitado que en el uso de la rebeca. Por otra parte, nadie cobra una pieza con un brazo en jarras.

Si Djuna Barnes era la más distinguida y Lawrence el más plebeyo, Thomas Hardy es el más campesino de la colección. Dejando a James de lado (por el otro extremo), es el único que no parece escritor en modo alguno, al menos en esta foto de su vejez, en la que el grueso chaleco abotonado de lana y la piel cuarteada (parece madera), los ojos sin una pestaña y las cejas demasiado crecidas y el bigote de paja lo convierten en un médico rural cuya expresión insatisfecha podría deberse tanto a una obligatoria e indeseada jubilación como a haber asistido a demasiadas historias sombrías, «ironías de la vida», como él las llamó. Para esta época Hardy ya había abandonado la prosa por la poesía, y sin embargo parece cualquier cosa menos un poeta. Si se piensa que aún viviría catorce años más, estremece imaginar a qué estado llegaría esa piel surcada. O quizá hay que pensar que por campesina fue siempre así, desde la juventud.

Quien sí es un poeta innegable es Yeats, pese a que en la foto tiene ya los cabellos blancos y a los hombres de edad no suele asociárselos fácilmente con la producción de versos. Al ver ese gesto se ve a un fanático o a un iluminado, alguien de carácter demasiado fuerte convencido de cuanto hace y opina, es un gesto de autenticidad. El pelo revuelto lo salva de ser un viejo y casi parece rubio, dota de movimiento y brío a toda la cara, es un individuo al que le sobra el vigor. Pero llaman también la atención las cejas más oscuras; y esa mirada invisible, solamente adivinada detrás de los lentes, hace que en realidad sea con los labios firmes con lo que mire, como si todo él fuera tan sólo voz.

Contrariamente al suyo, el rostro de Eliot podría muy bien ser el de un ensayista, por no decir, haciendo trampa, el de un empleado de banca, ya que sabemos que eso es lo que fue. Es un hombre que lleva lustros peinándose de la misma manera, y no le importa en absoluto que el cabello tan planchado le acentúe las orejas de soplillo, ya que es consciente de que son lo que da singularidad a su cabeza. Se trata de un individuo perfeccionista y meticuloso, y no le cuesta esfuerzo mantenerse tan pulcro, es sólo la costumbre. Tiene la mirada confiada y serena de quien apenas alberga dudas sobre el orden del mundo, porque esencialmente está de acuerdo con él y contribuirá a mantenerlo. Sin embargo, el conjunto de ese rostro exhala una extraña esperanza, casi vehemente, y por eso podría tratarse asimismo de un inventor.