Yo me sentía oprimida como bajo un cielo pesado de tormenta, pero al parecer no era la única que sentía en la garganta el sabor a polvo que da la tensión nerviosa.

Un hombre con el pelo rizado y la cara agradable e inteligente se ocupaba de engrasar una pistola al otro lado de la mesa. Yo sabía que era otro de mis tíos: Román. Vino enseguida a abrazarme con mucho cariño. El perro negro que yo había visto la noche anterior, detrás de la criada, le seguía a cada paso. Me explicó que se llamaba Trueno yque era suyo; los animales parecían tener por él un afecto instintivo. Yo misma me sentí alcanzada por una ola de agrado ante su exuberancia afectuosa. En honor mío, él sacó el loro de la jaula y le hizo hacer algunas gracias. El animalejo seguía murmurando algo como para sí; entonces me di cuenta de que eran palabrotas. Román se reía con expresión feliz.

– Está muy acostumbrado a oírlas el pobre bicho.

Gloria, mientras tanto, nos miraba embobada, olvidando la papilla de su hijo. Román tuvo un cambio brusco que me desconcertó.

– Pero ¿has visto qué estúpida esa mujer? -me dijo casi gritando y sin mirarla a ella para nada-. ¿Has visto cómo me mira ésa? Yo estaba asombrada. Gloria, nerviosa, gritó:

– No te miro para nada, chico.

– ¿Te fijas? -siguió diciéndome Román-. Ahora tiene la desvergüenza de hablarme esa basura…

Creí que mi tío se había vuelto loco y miré, aterrada, hacia la puerta. Juan había venido al oír las voces.

– ¡Me estás provocando, Román! -gritó.

– ¡Tú, a sujetarte los pantalones y a callar! -dijo Román, volviéndose hacia él.

Juan se acercó con la cara contraída y se quedaron los dos en actitud, al mismo tiempo ridícula y siniestra, de gallos de pelea.

– ¡Pégame, hombre, si te atreves! -dijo Román-. ¡Me gustaría que te atrevieras!

– ¿Pegarte? ¡Matarte!… Te debería haber matado hace mucho tiempo…

Juan estaba fuera de sí, con las venas de la frente hinchadas, pero no avanzaba un paso. Tenía los puños cerrados.

Román le miraba con tranquilidad y empezó a sonreírse.

– Aquí tienes mi pistola -le dijo.

– No me provoques. ¡Canalla!… No me provoques o…

– ¡Juan! -chilló Gloria-. ¡Ven aquí!

El loro empezó a gritar encima de ella, y la vi excitada bajo sus despeinados cabellos rojos. Nadie le hizo caso. Juan la miró unos segundos.

– ¡Aquí tienes mi pistola! -decía Román, y el otro apretaba más los puños.

Gloria volvió a chillar:

– ¡Juan! Juan!

– ¡Cállate, maldita!

– ¡Ven aquí, chico! ¡Ven!

– ¡Cállate!

La rabia de Juan se desvió en un instante hacia la mujer y la empezó a insultar. Ella gritaba también y al final lloró.

Román les miraba, divertido; luego se volvió hacia mí y dijo para tranquilizarme:

– No te asustes, pequeña. Esto pasa aquí todos los días.

Guardó el arma en el bolsillo. Yo la miré relucir en sus manos, negra, cuidadosamente engrasada. Román me sonreía y me acarició las mejillas; luego se fue tranquilamente, mientras la discusión entre Gloria y Juan se hacía violentísima. En la puerta tropezó Román con la abuelita, que volvía de su misa diaria, y la acarició al pasar. Ella apareció en el comedor, en el instante en que tía Angustias se asomaba, enfadada también, para pedir silencio.

Juan cogió el plato de papilla del pequeño y se lo tiró a la cabeza. Tuvo mala puntería y el plato se estrelló contra la puerta que tía Angustias había cerrado rápidamente. El niño lloraba, babeando.

Juan entonces empezó a calmarse. La abuelita se quitó el manto negro que cubría su cabeza, suspirando.

Y entró la criada a poner la mesa para el desayuno. Como la noche anterior, esta mujer se llevó detrás toda mi atención. En su fea cara tenía una mueca desafiante, como de triunfo, y canturreaba provocativa mientras extendía el estropeado mantel y empezaba a colocar las tazas, como si cerrara ella, de esta manera, la discusión.

3

– ¿Has disfrutado, hijita? -me preguntó Angustias cuando, todavía deslumbradas, entrábamos en el piso de vuelta de la calle.

Mientras me hacía la pregunta, su mano derecha se clavaba en mi hombro y me atraía hacia ella. Cuando Angustias me abrazaba o me dirigía diminutivos tiernos, yo experimentaba dentro de mí la sensación de que algo iba torcido y mal en la marcha de las cosas. De que no era natural aquello. Sin embargo, debería haberme acostumbrado, porque Angustias me abrazaba y me dirigía palabras dulzonas con gran frecuencia.

A veces me parecía que estaba atormentada conmigo. Me daba vueltas alrededor. Me buscaba si yo me había escondido en algún rincón. Cuando me veía reír o interesarme en la conversación de cualquier otro personaje de la casa, se volvía humilde en sus palabras. Se sentaba a mi lado y apoyaba a la fuerza mi cabeza contra su pecho. A mí me dolía el cuello, pero, sujeta por su mano, así tenía que permanecer, mientras ella me amonestaba dulcemente. Cuando, por el contrario, le parecía yo triste o asustada, se ponía muy contenta y se volvía autoritaria.

Otras veces me avergonzaba secretamente al obligarme a salir con ella. La veía encasquetarse un fieltro marrón adornado por una pluma de gallo, que daba a su dura fisonomía un aire guerrero, y me obligaba a ponerme un viejo sombrero azul sobre mi traje mal cortado. Yo no concebía entonces más resistencia que la pasiva. Cogida de su brazo corría las calles, que me parecían menos brillantes y menos fascinadoras de lo que yo había imaginado.

– No vuelvas la cabeza -decía Angustias-. No mires así a la gente.

Si me llegaba a olvidar de que iba a su lado, era por pocos minutos.

Alguna vez veía un hombre, una mujer, que tenía en su aspecto un algo interesante, indefinible, que se llevaba detrás mi fantasía hasta el punto de tener ganas de volverme y seguirles. Entonces recordaba mi facha y la de Angustias y me ruborizaba.

– Eres muy salvaje y muy provinciana, hija mía -decía Angustias, con cierta complacencia-. Estas en medio de la gente, callada, encogida, con aire de querer escapar a cada instante. A veces, cuando estamos en una tienda y me vuelvo a mirarte, me das risa.

Aquellos recorridos de Barcelona eran más tristes de lo que se puede imaginar.

A la hora de la cena, Román me notaba en los ojos el paseo y se reía. Esto preludiaba una envenenada discusión con tía Angustias, en la que por fin se mezclaba Juan. Me di cuenta de que apoyaba siempre los argumentos de Román, quien, por otra parte, no aceptaba ni agradecía su ayuda.

Cuando sucedía algo así, Gloria salía de su placidez habitual. Se ponía nerviosa, casi gritaba:

– ¡Si eres capaz de hablar con tu hermano, a mí no me hables!

– ¡Naturalmente que soy capaz! ¡A ver si crees que soy tan cochino como tú y como él!

– Sí, hijo mío -decía la abuela, envolviéndole en una mirada de adoración-, haces bien.

– ¡Cállate, mamá, y no me hagas maldecir de ti! ¡No me hagas maldecir!

La pobre movía la cabeza y se inclinaba hacia mí, bisbiseando a mi oído:

– Es el mejor de todos, hija mía, el más bueno y el más desgraciado, un santo…

– ¿Quieres hacer el favor de no enredar, mamá? ¿Quieres no meter en la cabeza de la sobrina majaderías que no le importan para nada?

El tono era ya destemplado y desagradable, perdido el control de los nervios.

Román, ocupado en preparar con la fruta de su plato una golosina para el loro, terminaba la cena sin preocuparse de ninguno de nosotros. Tía Angustias sollozaba a mi lado, mordiendo su pañuelo, porque no sólo se veía a sí misma fuerte y capaz de conducir multitudes, sino también dulce, desdichada y perseguida. No sé bien cuál de los dos papeles le gustaba más. Gloria apartaba de la mesa la silla alta del niño y, por detrás de Juan, me sonreía llevándose un índice a la sien.

Juan, abstraído, silencioso, parecía inquieto, a punto de saltar.