ABUELA.-Niña, no se debe escuchar por las cerraduras de las puertas. Mi madre no me lo hubiera permitido, pero tú eres huérfana… es por eso…

gloria.-Como se oía el mar, muchas frases se me perdían. No pude enterarme de quién era Paquita, ni de nada interesante. Al día siguiente me despedí de Juan y estaba yo muy triste, pero me consolaba pensar que iba a venir a su casa. Román conducía el coche y yo iba a su lado. Román empezó a bromear conmigo… Es muy simpático Román cuando quiere, pero en el fondo es malo. Nos parábamos muchas veces en el trayecto. Y en una aldea estuvimos cuatro días alojados en el castillo… Un castillo maravilloso; por dentro estaba restaurado y tenía todo el confort moderno… Algunas habitaciones estaban devastadas, sin embargo. Los soldados se alojaban en la planta baja. Nosotros, con la oficialidad, en las habitaciones altas… Entonces Román era muy distinto conmigo. Muy amable, chica. Afinó un piano y tocaba cosas, como ahora hace para ti. Y además me pidió que me dejara pintar desnuda, como ahora hace Juan… Es que yo tengo un cuerpo muy bonito.

ABUELA.-¡Niña! ¿Qué estás diciendo? Esta picarona inventa muchas cosas… No hagas caso…

GLORIA.-Es verdad. Y yo no quise, mamá, porque usted sabe muy bien que aunque Román ha dicho tantas cosas de mí, yo soy una chica muy decente.

abuela.-Claro, hijita, claro… Tu marido hace mal en pintarte así; si el pobre Juan tuviera dinero para modelos no lo haría… Ya sé, hija mía, que haces ese sacrificio por él; por eso yo te quiero tanto…

GLORIA.-Había muchos lirios morados en el parque del castillo. Román quería pintarme con aquellos lirios morados en los cabellos… ¿Qué te parece?

ABUELA.-Lirios morados…, ¡qué bonitos son! ¡Cuánto tiempo hace que no tengo flores para mi Virgen!

gloria.-Luego vinimos a esta casa. Ya te puedes imaginar lo desgraciada que me sentí. Toda la gente de aquí me parecía loca. Don Jerónimo y Angustias hablaban de que mi matrimonio no servía y de que Juan no se casaría conmigo cuando volviera, de que yo era ordinaria, ignorante… Un día llegó la mujer de don Jerónimo, que venía a veces, muy escondida, para ver a su marido y traerle cosas buenas. Cuando se enteró de que en casa había una mujerzuela, como ella decía, le dio un ataque. La mamá le roció la cara con agua… Yo le pedí a Román que me devolviera el dinero que Juan le había dado, porque quería marcharme de aquí. Aquel dinero era bueno, en plata, de antes de la guerra. Cuando Román supo que yo había estado escuchando las conversaciones que él tuvo con Juan en el pueblo, se puso furioso. Me trató peor que a un perro. Peor que a un perro rabioso…

ABUELA.-Pero ¿vas a llorar ahora, tontuela? Román estaría un poco enfadado. Los hombres son así, algo vivos de genio. Y escuchar detrás de las puertas es una cosa fea, ya te lo he dicho siempre. Una vez…

GLORIA.-Por aquellos días vinieron a buscar a Román y se lo llevaron a una checa; querían que hablara y por eso no le fusilaron. Antonia, la criada, que está enamorada de él, se puso hecha una fiera. Declaró a su favor. Dijo que yo era una sinvergüenza, una mujer mala. Que Juan, cuando viniese, me tiraría por la ventana. Que yo era la que había denunciado a Román. Dijo que me abriría el vientre con un cuchillo; entonces fue cuando yo le pegué…

ABUELA.-Esa mujer es una fiera. Pero gracias a ella no fusilaron a Román. Por eso la aguantamos… Y no duerme nunca; algunas noches, cuando yo vengo a buscar mi cestillo de costura, o las tijeras, que siempre se me pierden, aparece en la puerta de su cuarto y me grita: «¿Por qué no se va usted a la cama, señora? ¿Qué hace usted levantada?». La otra noche me dio un susto tan grande que me caí…

gloria.-Yo pasaba hambre. Mamá, pobrecilla, me guardaba parte de su comida. Angustias y don Jerónimo tenían muchas cosas almacenadas, pero las probaban ellos solos. Yo rondaba su cuarto. A la criada le daban algo, de cuando en cuando, por miedo…

ABUELA.-Don Jerónimo era cobarde. A mí la gente cobarde no me gusta, no… Es mucho peor. Cuando vino un miliciano a registrar la casa, yo le enseñé todos mis santos, tranquilamente. «¿Pero usted cree en esas paparruchas de Dios?», me dijo. «Claro que sí; ¿usted no?», le contesté. «No, ni permito que lo crea nadie.» «Entonces yo soy más republicana que usted, porque a mí me tiene sin cuidado lo que los demás piensen; creo en la libertad de ideas.» Entonces se rascó la cabeza y me dio la razón. Al otro día me trajo un rosario de regalo, de los que tenían ellos requisados. Te advierto que ese mismo día a los vecinos de arriba, que sólo tenían un san Antonio sobre la cama, se lo tiraron por la ventana…

GLORIA.-No te quiero decir lo que padecí aquellos meses. Y al final fue peor. Mi niño nació cuando entraron los nacionales. Angustias me llevó a una clínica y me dejó allí… Era una noche de bombardeos terribles; las enfermeras me dejaron sola. Luego tuve una infección. Una fiebre altísima más de un mes. No conocía a nadie. No sé cómo el niño pudo vivir. Cuando terminó la guerra aún estaba yo en la cama y pasaba los días atontada, sin fuerzas para pensar ni para moverme. Una mañana se abrió la puerta y entró Juan. No le reconocí al pronto. Me pareció altísimo y muy flaco. Se sentó en mi cama y me abrazó. Yo apoyé la cabeza en su hombro y empecé a llorar, entonces me dijo: «Perdóname, perdóname», así bajito. Yo le empecé a tocar las mejillas porque casi no podía creer que era él y así estuvimos mucho rato.

ABUELA.-Juan trajo muchas cosas buenas para comer, leche condensada y café y azúcar… Yo me alegré por Gloria; pensé: «Le haré un dulce a Gloria al estilo de mi tierra»…, pero Antonia, esa mujer tan mala, no me deja meterme en la cocina…

GLORIA.-¡Estuvimos abrazados así tanto rato! ¿Cómo podía suponer yo lo que ha venido después? Era ya como el final de una novela. Como el final de todas las tristezas. ¿Cómo me podía imaginar yo que iba a empezar lo peor? Luego Román salió de la cárcel y era como si resucitara otro muerto. Me hizo todo el daño que pudo acerca de Juan. No quería que se casara conmigo de ninguna manera. Quería que nos echara a patadas a mí y al niño… Yo tuve que defenderme y decir cosas que eran verdad. Por eso Román no me puede ver.

abuela.-Niña, los secretos se deben guardar y nunca se deben decir para enemistar a los hombres. Cuando yo era muy jovencilla, una vez… una tarde del mes de agosto, muy azul, me acuerdo bien, y muy caliente, vi algo…

GLORIA.-Pero yo no me puedo olvidar de aquel rato en que estuve así, abrazada a Juan, y de cómo latía su corazón debajo de los huesos duros de su pecho… Me acordé que don Jerónimo y Angustias decían que tenía una novia guapa y rica y que se casaría con ella. Se lo dije y movió la cabeza para decirme que no. Y me besaba el pelo… Lo horrible fue que luego tuvimos que vivir aquí otra vez, que no teníamos dinero. Si no, hubiéramos sido una pareja muy feliz y Juan no estaría tan chiflado… Aquel momento fue como el final de una película.

ABUELA.-Yo fui la madrina del niño… Andrea, ¿estás dormida?

GLORIA.-¿Estás dormida, Andrea?

Yo no estaba dormida. Y creo que recuerdo claramente estas historias. Pero la fiebre que me iba subiendo me atontaba. Tenía escalofríos y Angustias me hizo acostar. Mi cama estaba húmeda, los muebles, en la luz grisácea, más tristes, monstruosos y negros. Cerré los ojos y vi una rojiza oscuridad detrás de los párpados. Luego, la imagen de Gloria en la clínica, apoyada, muy blanca, contra el hombro de Juan, distinto y enternecido, sin aquellas sombras grises en las mejillas…

Estuve con fiebre varios días. Una vez recuerdo que vino a verme Antonia con su peculiar olor a ropa negra y su cara se mezcló a mis sueños afilando un largo cuchillo. Veía también a la abuelita, joven y vestida de azul, una tarde de agosto, junto al mar. Pero sobre todo a Gloria, llorando contra el hombro de Juan; y las grandes manos de él acariciando sus cabellos. Y los ojos de Juan, que yo conocía extraviados e inquietos, enternecidos por una luz desconocida.