Horas más tarde, cuando la casa estaba en la paz de la noche -corta tregua obligatoria-, ya de madrugada me despertó la luz eléctrica en los ojos.

Me incorporé sobresaltada en la cama y vi a Román.

– ¡Ah! -dijo con el ceño fruncido, pero esbozando una sonrisa-, te aprovechas de la ausencia de Angustias para dormir en su alcoba… ¿No tienes miedo a que te ahogue cuando se entere?

Yo no le contesté, pero le miré interrogante.

– Nada -dijo él-, nada…, no quería nada aquí.

Brusco, apagó otra vez la luz y se fue. Luego le oí salir de la casa.

Durante los siguientes días yo tuve la impresión de que esta aparición de Román a altas horas de la noche había sido un sueño; pero la recordé vividamente poco tiempo después.

Fue una tarde de luz muy triste. Yo me cansé de ver los retratos antiguos que me enseñaba la abuela en su alcoba. Tenía un cajón lleno de fotografías en el más espantoso desorden, algunas con el cartón mordisqueado de ratones.

– ¿Ésta eres tú, abuela?

– Sí…

– ¿Éste es el abuelito?

– Sí, es tu padre.

– ¿Mi padre?

– Sí, mi marido.

– Entonces no es mi padre, sino mi abuelo…

– ¡Ah!… Sí, sí.

– ¿Quién es esta niña tan gorda?

– No sé.

Pero detrás de la fotografía había una fecha antigua y un nombre: «Amalia».

– Es mi madre cuando pequeña, abuela.

– Me parece que estás equivocada.

– No, abuela.

De sus antiguos amigos de juventud se acordaba de todos.

– Es mi hermano… Es un primo que ha estado en América…

Al final me cansé y fui hacia el cuarto de Angustias. Quería estar allí sola y a oscuras un rato. «Si tengo ganas -pensé con el ligero malestar que siempre me atacaba al reflexionar sobre esto- estudiaré un rato.» Empujé la puerta con suavidad y de pronto retrocedí, asustada: junto al balcón, aprovechando para leer la última luz de la tarde, estaba Román, con una carta en la mano.

Se volvió con impaciencia, pero al verme esbozó una sonrisa.

– ¡Ah!… ¿Eres tú, pequeña?… Bueno, ahora no me huyas, haz el favor.

Me quedé quieta y vi que él con gran tranquilidad y destreza doblaba aquella carta y la colocaba sobre un fajo de ellas que había sobre el pequeño escritorio (yo miraba sus ágiles manos, morenas, vivísimas). Abrió uno de los cajones de Angustias. Luego sacó un llavero de bolsillo, encontró enseguida la llavecita que buscaba y cerró el cajón silenciosamente después de haber metido las cartas dentro.

Mientras efectuaba estas operaciones me iba hablando:

– Precisamente tenía yo muchas ganas de charlar esta tarde contigo, pequeña. Tengo arriba un café buenísimo y quería invitarte a una taza. Tengo también cigarrillos y unos bombones que compré ayer pensando en ti… Y… ¿bien? -dijo al terminar, en vista de que yo no contestaba.

Se había recostado contra el escritorio de Angustias y la última luz del balcón le daba de espaldas. Yo estaba enfrente.

– Se te ven brillar los ojos grises como a un gato -me dijo. Yo descargué mi atontamiento y mi tensión en algo parecido a un suspiro.

– Bueno, ¿qué me contestas?

– No, Román, gracias. Esta tarde quiero estudiar.

Román frotó una cerilla para encender el cigarrillo; vi un instante, entre las sombras, su cara iluminada por un resplandor rojizo y su singular sonrisa, luego las doradas hebras ardiendo. Enseguida un punto rojo y alrededor otra vez la luz gris violeta del crepúsculo.

– No es verdad que tengas ganas de estudiar, Andrea… ¡Anda! -dijo acercándose rápidamente hacia mí y cogiéndome del brazo-. ¡Vamos!

Me sentí rígida y suavemente empecé a despegar sus dedos de mi brazo.

– Hoy, no…, gracias.

Me soltó enseguida; pero estábamos muy cerca y no nos movíamos.

Se encendieron los faroles de la calle, y un reguero amarillento se reflejó en la vacía silla de Angustias, corrió sobre los baldosines…

– Puedes hacer lo que quieras, Andrea -dijo él al fin-, no es cuestión de vida o muerte para mí.

La voz le sonaba profunda, con un tono nuevo.

«Está desesperado», pensé, sin saber a ciencia cierta por qué encontraba desesperación en su voz. Él se marchó rápidamente y dio un portazo al salir del piso, como siempre. Yo me sentía emocionada de una manera desagradable. Me entró un inmediato deseo de seguirle, pero al llegar al recibidor me detuve otra vez. Hacía días que yo rehuía la afectuosidad de Román, me parecía imposible volver a sentirme amiga suya después del desagradable episodio del pañuelo. Pero aún me inspiraba él más interés que los demás de la casa juntos… «Es mezquino, es una persona innoble», pensé en alta voz, allí, en la tranquila oscuridad de la casa.

Sin embargo, me decidí a abrir la puerta y subir las escaleras. Sintiendo por primera vez, aun sin comprenderlo, que el interés y la estimación que inspire una persona son dos cosas que no siempre van unidas.

Por el camino iba pensando en que la primera noche que dormí en el cuarto de Angustias, después de la aparición de Román y de haber oído el portazo que dio a su marcha y sus pasos en la escalera, oí salir de la casa a Gloria. El cuarto de Angustias recibía directamente los ruidos de la escalera. Era como una gran oreja en la casa… Cuchicheos, portazos, voces, todo resonaba allí. Impresionada como estaba, me había puesto a escuchar. Había cerrado los ojos para oír mejor; me parecía ver a Gloria, con su cara blanca y triangular, rondando por el descansillo sin decidirse. Dio unos cuantos pasos y se detuvo luego vacilante; otra vez comenzó a pasear y a detenerse. Me empezó a latir el corazón de excitación porque estaba segura de que ella no podría resistir el deseo de subir los peldaños que separaban nuestra casa del cuarto de Román. Tal vez no podía resistir la tentación de espiarle… Sin embargo, los pasos de Gloria se decidieron, bruscamente, a lanzarse escalera abajo, hacia la calle. Todo esto resultaba tan asombroso que contribuyó a que yo lo achacara a trastornos de mi imaginación medio dormida.

Ahora era yo quien subía despacio, latiéndome el corazón, al cuarto de Román. En realidad me parecía que le hacía yo verdadera falta, que le hacía verdadera falta hablar, como me había dicho. Tal vez quería confesarse conmigo; arrepentirse delante de mí o justificarse. Cuando llegué le encontré tumbado, acariciando la cabeza del perro.

– ¿Crees que has hecho una gran cosa con venir?

– No… Pero tú querías que viniera.

Román se incorporó mirándome con una expresión de curiosidad en sus ojos brillantes.

– Quisiera saber hasta qué punto puedo contar contigo; hasta qué punto puedes llegar a quererme… ¿Tú me quieres, Andrea?

– Sí, es natural… -dije cohibida-, no sé hasta qué punto las sobrinas corrientes quieren a sus tíos… Román se echó a reír.

– ¿Las sobrinas corrientes? ¿Es que tú te consideras sobrina extraordinaria…? ¡Vamos, Andrea! ¡Mírame!… ¡Tonta! A las sobrinas de todas clases les suelen tener sin cuidado los tíos…

– Sí, a veces pienso que es mejor la amistad que la familia. Puede uno, en ocasiones, unirse más a un extraño a su sangre…

La imagen de Ena, borrada todos aquellos días, se dibujaba en mi imaginación con un vago perfil. Perseguida por esta idea pregunté a Román:

– ¿Tú no tienes amigos?

– No -Román me observaba-. Yo no soy un hombre de amigos. Ninguno de esta casa necesita amigos. Aquí nos bastamos a nosotros mismos. Ya te convencerás de ello…

– No lo creo. No estoy tan segura de eso… Hablarías mejor con un hombre de tu edad que conmigo…

Las ideas me apretaban la garganta sin poderlas expresar. Román tenía un tono irritado, aunque sonreía.

– Si necesitara amigos los tendría, los he tenido y los he dejado perder. Tú también te hartarás de todo… ¿Qué persona hay, en este cochino y bonito mundo, que tenga bastante interés para aguantarla? Tú también mandarás a la gente al diablo dentro de poco, cuando se te pase el romanticismo de colegiala por las amistades.