Cuando subíamos las escaleras de la casa oímos gritos que salían de nuestro piso. La abuela se cogió a mi brazo con más fuerza y suspiró.

Al entrar encontramos que Gloria, Angustias y Juan tenían un altercado de tono fuerte en el comedor. Gloria lloraba histérica.

Juan intentaba golpear con una silla la cabeza de Angustias y ella había cogido otra como escudo y daba saltos para defenderse.

Como el loro chillaba excitado y Antonia cantaba en la cocina, la escena no dejaba de tener su comicidad.

La abuelita se metió en seguida en la riña, aleteando e intentando sujetar a Angustias, que se puso desesperada.

Gloria corrió hacia mí.

– ¡Andrea! ¡Tú puedes decir que no es verdad! Juan dejó la silla para mirarme.

– ¿Qué va a decir Andrea? -gritó Angustias-; sé muy bien que lo has robado…

– ¡Angustias! ¡Cómo sigas insultando, te abro la cabeza, maldita!

– Bueno, ¿pero qué tengo que decir yo?

– Dice Angustias que te he quitado un pañuelo de encaje que tenías…

Sentí que me ponía estúpidamente encarnada, como si me hubieran acusado de algo. Una oleada de calor. Un chorro de sangre hirviente en las mejillas, en las orejas, en las venas del cuello…

– ¡Yo no hablo sin pruebas! -dijo Angustias con el índice extendido hacia Gloria-. Hay quien te ha visto sacar de casa ese pañuelo para venderlo. Precisamente es lo único valioso que tenía la sobrina en su maleta y no me negarás que no es la primera vez que revuelves esa maleta para quitar de ella algo. Dos veces te he descubierto ya usando la ropa interior de Andrea.

Esto era efectivamente cierto. Una desagradable costumbre de Gloria, sucia y desastrada en todo y sin demasiados escrúpulos para la propiedad ajena.

– Pero eso de que me haya quitado el pañuelo no es verdad -dije oprimida por una angustia infantil.

– ¿Ves? ¡Bruja indecente! Más valdría que tuvieras vergüenza en tus asuntos y que no te metieras en los de los demás. Éste era Juan, naturalmente.

– ¿No es verdad? ¿No es verdad que te han robado tu pañuelo de la primera comunión?… ¿Dónde está entonces? Porque esta misma mañana he estado viendo yo tu maleta y allí no hay nada.

– Lo he regalado -dije conteniendo los latidos de mi corazón-. Se lo he regalado a una persona.

Tía Angustias vino tan deprisa hacia mí, que cerré los ojos con un gesto instintivo, como si tratara de abofetearme. Se quedó tan cerca, que su aliento me molestaba.

– Dime a quién se lo has dado, ¡enseguida! ¿A tu novio? ¿Tienes novio?

Moví la cabeza en sentido negativo.

– Entonces no es verdad. Es una mentira que dices para defender a Gloria. No te importa dejarme en ridículo con tal de que quede bien esa mujerzuela…

Corrientemente tía Angustias era comedida en su modo de hablar. Aquella vez se debió contagiar del ambiente general. Lo demás fue muy rápido: un bofetón de Juan, tan brutal, que hizo tambalearse a Angustias y caer al suelo.

Me incliné rápidamente hacia ella y quise ayudarle a levantarse. Me rechazó, brusca, llorando. La escena, en realidad, había perdido todo su aspecto divertido para mí.

– Y escucha, ¡bruja! -gritó Juan-. No lo había dicho antes porque soy cien veces mejor que tú y que toda la maldita ralea de esta casa, pero me importa muy poco que todo dios se entere de que la mujer de tu jefe tiene razón en insultarte por teléfono, como hace a veces, y que anoche no fuiste a Misa del Gallo ni a nada por el estilo…

Creo que me va a ser difícil olvidar el aspecto de Angustias en aquel momento. Con los mechones grises despeinados, los ojos tan abiertos que me daban miedo y limpiándose con dos dedos un hilillo de sangre de la comisura de los labios…, parecía borracha.

– ¡Canalla! ¡Canalla!… ¡Loco! -gritó.

Luego se tapó la cara con las manos y corrió a encerrarse en su cuarto. Oímos el crujido de la cama bajo su cuerpo, y luego su llanto.

El comedor se quedó envuelto en una tranquilidad pasmosa. Miré a Gloria y vi que me sonreía. Yo no sabía qué hacer. Intenté una tímida llamada en el cuarto de Angustias y noté con alivio que no me contestaba.

Juan se fue al estudio y desde allí llamó a Gloria. Oí que empezaban una nueva discusión que hasta mí llegaba amortiguada como una tempestad que se aleja.

Yo me acerqué al balcón y apoyé la frente en los cristales. Aquel día de Navidad, la calle tenía aspecto de una inmensa pastelería dorada, llena de cosas apetecibles.

Sentí que la abuelita se acercaba a mi espalda y luego su mano estrecha, siempre azulosa de frío, inició una débil caricia sobre mi mano.

– Picarona -me dijo-, picarona…, has regalado mi pañuelo. La miré y vi que estaba triste, con un desconsuelo infantil en los ojos.

– ¿No te gustaba mi pañuelo? Era de mi madre, pero yo quise que fuera para ti…

No supe qué contestar y volví su mano para besarle la palma, arrugada y suave. Me apretaba a mí también un desconsuelo la garganta, como una soga áspera. Pensé que cualquier alegría de mi vida tenía que compensarla algo desagradable. Que quizás esto era una ley fatal.

Llegó Antonia para poner la mesa. En el centro, como si fueran flores, colocó un plato grande con turrón. Tía Angustias no quiso salir de su cuarto para comer.

Estábamos la abuela, Gloria, Juan, Román y yo, en aquella extraña comida de Navidad, alrededor de una mesa grande, con su mantel a cuadros deshilachado por las puntas.

Juan se frotó las manos, contento.

– ¡Alegría! ¡Alegría! -dijo, y descorchó una botella. Como era día de Navidad, Juan se sentía muy animado. Gloria empezó a comer trozos de turrón empleándolos como pan desde la sopa. La abuelita reía, dichosa, con la cabeza vacilante después de beber vino.

– No hay pollo ni pavo, pero un buen conejo es mejor que todo -dijo Juan.

Sólo Román parecía, como siempre, lejos de la comida. También cogía trozos de turrón para dárselos al perro.

Teníamos semejanza con cualquier tranquila y feliz familia, envuelta en su pobreza sencilla, sin querer nada más. Un reloj que se atrasaba siempre dio unas campanadas intempestivas y el loro se esponjó, satisfecho, al sol.

De pronto a mí me pareció todo aquello idiota, cómico y risible otra vez. Y sin poderlo remediar empecé a reírme cuando nadie hablaba ni venía a cuento, y me atraganté. Me daban golpes en la espalda, y yo, encarnada y tosiendo hasta saltárseme las lagrimas, me reía; luego terminé llorando en serio, acongojada, triste y vacía.

Por la tarde me hizo ir tía Angustias a su cuarto. Se había metido en la cama y se colocaba unos paños con agua y vinagre en la frente. Estaba ya tranquila y parecía enferma.

– Acércate, hijita, acércate -me dijo-, tengo que explicarte algo… Tengo interés de que sepas que tu tía es incapaz de hacer nada malo o indecoroso.

– Ya lo sé. No lo he dudado nunca.

– Gracias, hija, ¿no has creído las calumnias de Juan?

– ¡Ah!…, ¿que anoche no estabas en Misa del Gallo? -contuve las ganas de sonreírme-. No. ¿Por qué no ibas a estar? Además, a mí eso no me parece importante. Se removió inquieta.

– Me es muy difícil explicarte, pero…

Su voz venía cargada de agua, como las nubes hinchadas de primavera. Me resultaba insoportable otra nueva escena, y toqué su brazo con las puntas de mis dedos.

– No quiero que me expliques nada. No creo que tengas que darme cuenta de tus actos, tía. Y si te sirve de algo, te diré que creo imposible cualquier cosa poco moral que me dijeran de ti.

Ella me miró, aleteándole los ojos castaños bajo la visera del paño mojado que llevaba en la cabeza.

– Me voy a marchar muy pronto de esta casa, hija -dijo con voz vacilante-. Mucho más pronto de lo que nadie se imagina. Entonces resplandecerá mi verdad.

Traté de imaginarme lo que sería la vida sin tía Angustias, los horizontes que se me podrían abrir… Ella no me dejó.

– Ahora, Andrea, escúchame -había cambiado de tono-; si has regalado ese pañuelo tienes que pedir que te lo devuelvan.