Mi prima llegó corriendo a la casa de Prudencia. Estaba muy nerviosa, cosa que no es frecuente en mi prima. Tocó al timbre varias veces y nadie le abrió. Nadie. Insistió dando golpes en la puerta y gritando: ¡Ábreme, Prudencia, por el amor de Dios, abre! Entonces pensó que quizá había ido a buscar a su marido. Temió que le dijera que fue ella quien le contó todo lo que le había contado. Mientras golpeaba la puerta el miedo se convirtió en pánico. Se olvidó de Prudencia y empezó a preocuparse por ella misma. La gente que habla demasiado lamenta luego la oportunidad de haber callado, y en esta ocasión la gente era mi prima. Se fue al bar donde el marido jugaba al mus, corriendo para estar presente en caso de que a Prudencia se le ocurriera nombrarla, para poder defenderse y que no la pusiera en evidencia, pero al ver que Prudencia no estaba volvió a preocuparse por ella.

Se precipitó al pensar que Prudencia saldría sola a la calle, hacía años que no lo hacía. No. Prudencia estaba en casa y no había abierto la puerta. Algo pasaba. Se acercó al marido y le dijo que estaba muy preocupada, que había llamado por teléfono a Prudencia para interesarse por su salud y que decidió ir a verla porque la había notado muy rara, pero que no abría la puerta, que si sabía él dónde podría estar.

La encontraron tirada en el suelo del cuarto de baño, al lado de la caja de herramientas, con un tubo de pastillas vacío en la mano y en medio de un montón de papeles rotos.

Todo esto me lo contó mi prima esta tarde, que vino a verme al hospital. A pedirme perdón, me dijo que venía. Como si yo fuera su confesor. Yo le dije que, en todo caso, le pidiera perdón a Prudencia y ella me miró con cara de lástima.

Anda que sí, mira que es listo, en la caja de herramientas no se nos ocurrió buscar. La oí murmurar cuando se marchaba.