Mi suegra se quedó muy triste cuando murió mi suegro, ésa es la verdad. Llevaban varios años separados pero seguían queriéndose mucho. Comían juntos todos los días, aunque mi suegra había vuelto a casarse. Al segundo marido no le gustaban esas confianzas. En realidad no le gustaba nada mi suegro, por eso comía siempre fuera de casa, para no encontrárselo. Y también por eso, cuando mi suegro murió, no le sirvió a mi suegra de consuelo. Ni siquiera en el entierro supo qué hacer. Mi suegra seguía el féretro llorando, del brazo de su hijo. Y el segundo marido venía conmigo detrás. Cuando los enterradores hundieron la caja en la fosa y tiraron de las sogas, ella se arrodilló en el suelo gritando: ¿Qué te he hecho yo? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué es lo que te hemos hecho? Su marido intentó levantarla cogiéndola de los hombros pero ella no consintió. Sólo su hijo pudo arrancarla de allí.

El rechazado se acercó a mí. ¡Uno de nosotros dos será el siguiente!, me susurró al oído, mirando alejarse al hijo y a la madre. Cómo se abrazaban. Cómo lloraban. Me dejó con un ¿qué? colgando de los labios y se fue, después de arrojar a la fosa un ramo de claveles.

Yo me quedé sola sin saber qué hacer. Sin saber adónde mirar, el sonido de la tierra golpeando el ataúd me asustaba. No sabía si quedarme hasta que lo cubrieran del todo, o marcharme. Fue mi prima quien me rescató del desconcierto. Me tomó del brazo y me dijo: ¡Vamos!

Mientras caminábamos hacia la salida, donde mi suegra y mi marido recibían las condolencias de una vecina, demasiado efusivas por cierto, mi prima me advirtió: ¡Hay que decir a todo el mundo que ha sido un ataque al corazón!