—No quiero perderme la gestación de la criatura —te dijo riendo—, le prometo que no molestaré.

Palabras rápidas, un comunicado cortés. Su conversación con Matilde había durado más. «Hablaremos de eso», había dicho ella. Te hubiera gustado preguntarle qué era «eso» de lo que tenían que hablar. Pero no lo hiciste. Te limitaste a comentar que sería menos aburrida para ella la estancia en el cortijo con los dos acompañantes que se habían sumado al viaje.

Por su sorpresa, comprendiste que Ulises no le había dicho a ella que Estela y él irían con vosotros a Punta Algorba. Matilde cerró la maleta de un golpe seco al oír tus palabras.

—No soporto a esa mujer —dijo como excusa de su repentino mal humor.

Tú te echaste a reír. Interpretaste su reacción como un súbito ataque de celos. Matilde no era celosa. Asistió a las carantoñas que Estela te prodigaba divertida por la excentricidad de su juego. Divertida aún más por su incapacidad para soportar que su marido jugara a lo mismo.

—¿Estás celosa de Estela?

Matilde no contestó. No te había escuchado siquiera.

—Quien calla otorga.

Ella no pensaba en Estela. Le inquietaban los dos meses que tenía por delante. La convivencia con Ulises. Temía encontrarse de nuevo con su mirada, con su desasosiego ante el asedio de Estanislao, el que advirtió en su semblante la noche anterior. Matilde pensaba en Ulises. Y tú le volviste a decir:

—Quien calla otorga.

—Sí —te lanzó sin pensarlo—. Sí, sí —te dijo.

Y te llegó un mensaje equivocado, sin intención de mentir: Matilde estaba celosa.

A la hora convenida, las diez en punto, Estanislao y Estela acudieron a recogeros a la puerta de vuestra casa. Pocos minutos después y sin haberlo anunciado, apareció Ulises. Os disponíais a acomodaros en el automóvil de Estanislao cuando le visteis llegar, la sorpresa iluminó vuestros rostros.

—No sabía que usted viniera hoy. Me alegro, iba a ser eterno esperar su llegada en su propia casa —sin disimular su intención de halago, Estela le tendió la mano—. Me alegro de veras —añadió, y su voz estridente sonó como un mal canto.

—Bienvenido al club —bromeaste tú, pensando que era un detalle por su parte acudir a la puerta de tu casa.

—Vaya, haremos caravana —exclamó Estanislao como si anunciara un juego nuevo.

—Si están listos, podemos salir. Propongo que no hagamos parada si no es necesario. Llegaremos con el tiempo justo para tomar allí el aperitivo.

—De acuerdo —contestó Estanislao.

—Y usted, Matilde, ¿no se alegra de verme? —Ulises se dirigió a tu mujer con la mitad de una sonrisa.

—Sí —contestó ella con una sonrisa entera, y se miró la indumentaria. Se lamentó de haber escogido esos pantalones, cómodos para el viaje, aunque le habría sentado mejor una falda—. Me alegro de verle —en el momento de decirlo descubrió que se alegraba realmente. Y su alegría la desconcertó.

Ulises abrió entonces la portezuela derecha de su deportivo rojo. Dirigiéndose a Matilde, sonriendo ya abiertamente, preguntó, como si os lo dijera a todos:

—No me dejarán viajar solo, ¿verdad?

Matilde dio un paso hacia atrás y se agarró a tu mano.

—Vaya usted con él, querida —intervino Estela—. Nosotros cuidaremos de su esposo —y la empujó suavemente por la espalda hacia Ulises.

—Parece que Matilde desea viajar con su marido —replicó Estanislao—. Quizá sería mejor que fueras tú con Ulises, cariño —y enfatizó la palabra cariño al dirigirse a su esposa.

Ulises, señalando su automóvil rojo, bromeó:

—¡Hela aquí: la manzana roja de la discordia!

—Matilde, querida, no sea tan posesiva —insistió Estela, y volvió a empujarla—. Déjenos disfrutar a los demás de la compañía de su esposo.

Tú notaste que Matilde te apretaba la mano. Y sentiste en la presión que repetía su mensaje de celos. Le diste un beso en la mejilla.

—Anda, no seas tonta —le susurraste, al tiempo que la empujabas también hacia Ulises. Con ternura.

Matilde te lanzó una mirada furtiva. Con desprecio. Ella subió al automóvil de Ulises, y tú al de Estanislao.

El coqueteo de Estela durante todo el trayecto hacia el cortijo, en presencia de su marido, te hizo sentir incómodo, pero no hiciste nada por evitarlo. Tú viajaste en el asiento delantero, junto a Estanislao, y Estela se colocó detrás de ti; para hablar se acercaba a tu respaldo y colocaba las manos en tu reposacabezas. Contestaste a sus requiebros con las mismas galanterías sutiles con las que ella te obsequiaba, con el mismo disimulo. Los celos que pretendías haber descubierto en Matilde te llevaron a favorecer el equívoco de la falsa conquista. Entonces no lo sabías, pero ahora lo sabes. Entraste en el juego. Provocaste a Estela para provocar a Matilde. Creaste una corriente de seducción con la meticulosidad de un relojero, empujado por lo que no había dejado de obsesionarte: recuperar a Matilde. Disfrutaste con tu estrategia, coqueto y feliz, tranquilo, pensando que Matilde viajaba con Ulises angustiada por ti.

Y con la misma tranquilidad escuchaste las palabras de Estela, sin entender su intención, concentrado en el movimiento de sus dedos buscando la piel de tu nuca bajo el cabello:

—Ulises tiene prisa por llegar. Ya no se ve su coche.

Te duele haberla perdido, tanto como ignorar por qué la perdiste. Por eso, en esta noche de insomnio, buscas lo que no sabes de ella. Tú prefieres saberlo todo. Las palabras que pronunció en tu ausencia, las que escuchó en el viaje hacia Aguamarina, mientras el coqueteo de Estela se enredaba en ti.

—Matilde, cuando habla conmigo, del miedo de Penélope, por ejemplo, ¿también me está tomando el pelo? —le preguntó Ulises.

—¿Por qué me dice eso?

—La he descubierto.

—Siempre pretende haberme descubierto, Ulises.

Era la primera vez que pronunciaba su nombre. Y al hacerlo, abandonó la rigidez con la que había subido al automóvil.

—Dígalo otra vez.

—Que le diga qué.

—Mi nombre.

—¿Su nombre?

—Sí, mi nombre.

—Ulises.

Él sintió que las eses de Ulises resbalaban en la boca de Matilde, que acariciaban su lengua jugosa y tierna. Y Matilde volvió a decirlo.

—Ulises —ella supo el efecto que había provocado, lo repitió despacio, para arrepentirse enseguida y añadir—: ¿Por qué cree que me ha descubierto?

Entonces fue cuando Ulises pisó el acelerador del deportivo y escapó de Estanislao que le seguía de cerca. Matilde se volvió hacia el automóvil donde viajabas tú:

—Vamos a perderlos.

—No importa, Estanislao sabe llegar al cortijo. A él no le gusta correr, ganaremos más de media hora. Quiero enseñarle mi secreto.

La velocidad a la que puso el vehículo exigía la concentración de Ulises. Condujo sin dirigirse a Matilde, ajeno a los signos evidentes del pánico de su acompañante; su espalda apretada contra el respaldo, la cabeza inclinada hacia atrás, el cuello rígido, las manos aferradas al cinturón de seguridad, los ojos fijos en el cuentakilómetros.