Recuperar a Matilde se convirtió en tu obsesión. Todo iría bien si la película conseguía el triunfo. El éxito dependía en gran medida de Ulises. Él debía escoger un director que rodara el guión tal como tú pensabas que debía rodarse. La gloria vendría acompañada de abundancia y le comprarías a Matilde un chalet adosado. Una casa grande, con un pequeño jardín. Una nueva oportunidad, un dormitorio común, Matilde no se atreverá a negarse a compartir su cama por segunda vez.

Conseguiste olvidar el dolor de aquella noche, la que ahora te duele, más, mucho más, en la memoria. Olvidaste el daño para poder seguir viviendo con él. Y un día, cualquier día de los días siguientes, no recuerdas cuál, te acercaste a ella; con las palmas de tus manos enmarcaste sus mejillas y le inclinaste la cabeza hacia un lado:

—¡Claro!, eres el Modigliani.

Ella sonrió de un modo casi imperceptible y te miró sin saber que te miraba:

—Entonces ¿valgo mucho?

—Ya lo creo.

Te hubiera gustado besarla. Ella lo supo, y permaneció con la cabeza inclinada.

Tú dudaste, aturdido por sus ojos cerrados. Cómo besarla sin estar seguro de que ella deseaba un beso. Mejor dárselo cuando te lo pidiera. No te lo pidió. Matilde aún esperaba todo de ti.

—Tengo que ir a ver a Ulises —dijiste.

Y la distancia entre los dos creció un poco más, hacia lo profundo, un poco más.

A partir de ese momento, cuando trabajabas, frente al cuadro de tu pintor favorito, veías a Matilde. Sentada en la silla, con la cabeza inclinada. Leías en voz alta para ella lo mejor de lo que hubieras escrito. Matilde te escuchaba en silencio desde la ausencia. Añadiste a tu mujer hermosa un nuevo valor, abandonaste la idea de que no podía leer tu obra porque sería incapaz de entenderla, y la transformaste en tu confidente. Un interlocutor mudo y extraño, clavado en la pared.