Mary suspiró.

—El único que huele a quemado eres tú, querido. Oye, ¿por qué no vas a ver a un psiquiatra?

—¿Para Timothy?

—No, para ti. Timothy se encuentra perfectamente, pero parece que te está produciendo una desmedida ansiedad, que se está convirtiendo en neurosis. Si le dejaras en paz, todos iríamos mucho mejor.

—¡Ansiedad! ¡Neurosis! El chico no puede ni siquiera decirme la raíz cuadrada de ochenta y uno sin agitarse como un saltimbanqui.

—Tampoco yo puedo hacerlo.

El doctor Merrinoe trató de componer una sonrisa que resultase a la vez superior y amable.

—No me casé contigo por tu cerebro, querida.

—Ni yo —replicó secamente su esposa—, concebí a Timothy por el tuyo. Ahora, no discutas; es malo para tu digestión.

El doctor Merrinoe no discutió. Clavó la vista en el plato que tenía delante de él y empezó a comer. Al fin y al cabo, era natural que Mary se despreocupara alegremente de la debilidad intelectual de su hijo: los que poseen belleza no suelen interesarse demasiado por la capacidad mental. Pero, en tanto que el objetivo a cumplir por Mary en la vida era principalmente decorativo, el de su hijo no lo era, decididamente.

Lo malo de Timothy, pensó el doctor Merrinoe con amargura, era que no tenía mucho de nada; su personalidad era borrosa; y aunque desde luego no era feo, sus rasgos daban la impresión de haber sido elaborados apresuradamente... como si su creador le hubiera dado los toques finales de prisa y corriendo.

Al final de la cena, mientras el doctor Merrinoe se tomaba su segunda taza de café y se fumaba un cigarrillo, al objeto de sus tristes sueños se dignó aparecer.

—Hola, papá —dijo Timothy, asomando cautelosamente la cabeza por la puerta.

—Hola, hijo —dijo el doctor Merrinoe, componiendo una mueca que quería ser una amistosa sonrisa.

Interpretando a su manera aquella mueca, Timothy avanzó y trató de dar una nota compasiva a su voz:

—¿Te duele otra vez la cabeza?

—No, no me duele la cabeza —replicó su padre en tono enojado—. ¿Qué te ha hecho pensarlo?

—Nada.

—Entonces, no seas idiota... ¿Te ha gustado la película?

—No estaba mal del todo. Pero me gustaría que dieran otra del espacio.

—Si te interesan los temas del espacio —empezó el doctor Merrinoe diplomáticamente—, ¿no te gustaría ser capaz de calcular la velocidad de un cohete lunar?

—No. Preferiría construir uno.

—No puedes construir un cohete hasta que sepas bastantes matemáticas para...

Timothy bostezó.

—Por eso prefiero mirar la televisión.

Su padre empezó a mirar como si tuviera dolor de cabeza otra vez.

—Timothy —dijo el doctor Merrinoe amablemente—, ¿te gustaría venir conmigo mañana y ver a Peeping Tom?

—¿A ese viejo cerebro que has estado haciendo?

—Sí.

—¡Oh! Mañana es sábado, ¿verdad?

—Sí. ¿Importa eso algo?

Timothy respiró profundamente.

—Pensaba ir al cine.

A su vez, el doctor Merrinoe respiró a fondo.

—Irás a ver el cerebro.

Mistress Merrinoe dirigió a su marido una mirada de intensa exasperación. Una mirada que preludiaba una desagradable tormenta para el momento en que Timothy se hubiera ido a la cama.

El sábado por la tarde, un hombre alto y un niño pequeño se adentraron en la amplia necrópolis que, en los fines de semana, era la Imperial Electric Inc. El doctor Merrinoe, con una mezcla de curiosidad y resignación, condujo a Timothy a la estancia donde Peeping Tom descabezaba sus sueños electrónicos.

Se acercaron al tablero de control y el doctor Merrinoe dio la vuelta al interruptor central. Los ojos de Peeping Tom brillaron perezosamente. Timothy se sintió ligeramente impresionado.

—Estoy preparado, señor —dijo Peeping Tom—. ¿Cuáles son sus instrucciones?

El doctor Merrinoe instaló a Timothy en una silla.

—Voy a dejar aquí a mi hijo Timothy, mientras yo termino un trabajo en mi oficina. Contestarás a todas las preguntas que te haga, y procurarás entretenerle hasta que yo regrese.

—Sí, señor —respondió Peeping Tom.

El doctor Merrinoe hubiera jurado que el cerebro le guiñaba un ojo. Mientras se alejaba, oyó la pregunta de apertura de Timothy:

—Si una ardilla y media se comen una nuez y media en un día y medio, ¿cuántas nueces se comerán nueve ardillas en nueve días?

—Ochenta y una —murmuró el físico para sí mismo con aire ausente.

Se sobresaltó al oír la respuesta del cerebro:

—Cincuenta y cuatro, señor.

Durante las dos horas siguientes, el doctor Merrinoe permaneció sentado en su oficina, completamente absorto en la lectura de una revista de ciencia-ficción. De pronto, echó una mirada al reloj de su despacho y se sintió repentinamente arrojado de un mundo donde unos octópodos anfibios perseguían a unas bellas muchachas terrestres... y casi las atrapaban.

¡Dos horas! Y se había propuesto dejar a Timothy con el cerebro cosa de media hora...

El doctor Merrinoe se apresuró a esconder la revista en uno de los cajones de su escritorio. A continuación salió de la oficina y se encaminó hacia la sala de control con cierta aprensión. Su propósito había sido el de dejar que Peeping Tom tratara de mejorar a Timothy. Pero, ¿y si a Timothy se le había ocurrido la idea de mejorar a Peeping Tom?

Mientras, con el corazón palpitante, corría escaleras arriba, el doctor Merrinoe oyó un ruido que sonaba como si el campeón mundial de los charlatanes estuviera pronunciando un discurso en chino. Al abrir la puerta, reconoció la voz de Peeping Tom. Timothy estaba completamente dormido. El doctor Merrinoe experimentó una sensación de alivio.

—El experimento parece haber producido un resultado negativo —observó, contemplando la dormida figura de su hijo.

—Se trata de una simple hipnosis, señor —explicó Peeping Tom—. Era necesario desacoplar los factores inhibitorios antes de que pudiera prepararle adecuadamente.

—¿Antes de que pudieras qué? —balbució el doctor Merrinoe.

—Antes de que pudiera prepararle adecuadamente. Ahora ha recibido un curso intensivo de matemáticas y física. Confío en que encontrará usted satisfactorio el resultado.

—Sólo hay una pequeña dificultad —dijo el doctor Merrinoe, respirando agitadamente—, y es que mi hijo no es una máquina.

—No, señor —convino Peeping Tom—. Por ello he previsto un setenta por ciento de ineficacia. ¿Tiene usted la amabilidad de despertarle con cuidado?

El físico lo hizo. Al cabo de unos momentos, Timothy abrió los ojos, bostezó y se desperezó.

—Muy interesante —observó vagamente—. Muy interesante, pero, ¿podemos irnos a casa? Tengo hambre.

El doctor Merrinoe dirigió una compasiva sonrisa al cerebro electrónico. Pero Peeping Tom no hizo ningún comentario; al parecer, no estaba de humor para ello.

La primera reacción se presentó después de un té desacostumbradamente tranquilo. En vez de salir corriendo hacia el aparato de televisión, Timothy desapareció en la biblioteca de su padre para salir de ella, al cabo de unos instantes, con un libro en las manos. Entonces se sentó en un rincón y empezó a leer.

—Has estado amedrentándole —acusó Mary en un susurro—. ¿Qué le has dicho esta tarde?

—Nada —protestó el doctor Merrinoe—. Nada en absoluto. Le he dejado que se divirtiera con Peeping Tom, mientras yo ponía en orden algunos papeles en mi oficina.

—Alguien ha estado amedrentándole —insistió Mary—. O quizás está enfermo.

Timothy alzó los ojos del libro.

—¿Crees que un hombre puede hacerse invisible a sí mismo? —preguntó.

—Desde luego que no —respondió su padre—. ¿Por qué?

—Es el tema de este libro, El Hombre Invisible. Parece una historia bastante buena.

Recordando su propio período H. G. Wells, el doctor Merrinoe quedó sorprendido.