Randolph pensó que aquello estaba mejor. Ya se había hablado bastante de aquel estúpido milagro.

No eran aún las diez de la mañana del día siguiente cuando sonó el teléfono de Randolph.

—Aquí Randolph —dijo, y oyó la voz de Oswald sin más preámbulo.

—Se han ido.

—¿Quiénes son los que se han ido?

—Los inquilinos del edificio. Han recogido sus cosas y se han marchado. He enviado a algunos hombres a investigar, y una de las familias se ha trasladado a casa de unos parientes que viven en el Bronx. Los otros se han esparcido por diversos lugares, pero los localizaremos. Aquí hay un policía que estaba de servicio cuando se marcharon. El se lo contará a usted.

—¿Mister Randolph? Esto es lo que ha ocurrido, supongo. Anoche, en cuanto oscureció, desalojamos aquella zona. Creímos que debíamos permitirles un poco de descanso a todas aquellas familias, y obligamos a todos los mirones a que se marcharan. Los ocupantes de los pisos debieron reunirse mientras nosotros desalojábamos a la multitud. Todo quedó tranquilo, pero a eso de las dos de la mañana se encendieron las luces. Inmediatamente empezaron a salir los inquilinos, algunos de ellos vistiendo sus ropas de viaje. Llevaban consigo algunos cacharros, pero nada que no hubieran tenido, al parecer, antes del cambio, de modo que nos imaginamos que lo que se llevaban eran sus pertenencias. No les dijimos ni palabra. Les dejamos marchar. Algunos de los chiquillos estaban llorando, pero por lo demás todo estaba tranquilo. Luego, un hombre se me acercó corriendo y me dijo: "Márchese de aquí. Esto ha sido obra del diablo. Si es usted un hombre que tiene temor de Dios, márchese inmediatamente de este lugar". A continuación dio media vuelta y corrió a reunirse con los demás. No teníamos ninguna orden para detenerlos, de modo que les dejamos marchar. Nos limitamos a mirar.

Oswald volvió a ponerse al aparato.

—¿Puede usted evitar que aparezca la noticia en los periódicos? —preguntó Randolph.

—Los boletines de la radio lo han difundido ya, y los periódicos lo publicaron a mediodía. El telégrafo corre demasiado —respondió Oswald.

Randolph carraspeó nerviosamente, pero Oswald no esperó a que hablara.

—Estoy trabajando en algo que contrarrestará esto —dijo—. Tengo a todos mis hombres ocupados en ello. Le llamaré a usted más tarde.

En Washington, entretanto, se estaba celebrando otra conferencia, mucho más seria, mucho más crítica.

—Lo que se estrelló en Formosa era algo más que un avión infectado, señor Presidente —estaba diciendo el jefe del CIA—. Llevaba bombas bacteriológicas, y las bombas estallaron. No se había llevado a cabo el menor intento de ocultar su lugar de procedencia. Desde luego, es de fabricación enemiga. Los cadáveres que se encontraron a bordo no pudieron ser identificados, y, además, iban vestidos de paisano. Pero el avión procedía de Moscú. No creo que pase mucho tiempo sin que sepamos lo peor.

—¿Terminarán con la epidemia como hicieron la última vez, o se decidirán ahora a enviarnos sus condiciones de rendición? —preguntó el Presidente.

El Secretario de Estado y el Secretario de Defensa rompieron a hablar a la vez, pero fue el Secretario de Estado quien se hizo oír primero.

—Opino que terminarán con la epidemia —dijo—. Sería una amenaza demasiado directa. Esto es sólo una suposición, desde luego. Los mejores equipos médicos están siendo organizados y algunos han empezado su labor. Los mejores bacteriólogos de la nación están a su servicio. Todos los antibióticos disponibles son enviados allí.

—¿Ha trascendido algo de esto?

—No.

—¿Cuánto tiempo podemos mantenerlo oculto?

—Una semana. Diez días, quizá, como máximo.

—Tomen todas las medidas necesarios. Pero procuren que la cosa no trascienda. Declaren veinticuatro horas de alerta inmediatamente.

—¿Aunque la alerta despierte recelos y ponga en peligro las medidas que se tomen para mantenerlo oculto?

—Sí. Una semana o diez días de tranquilidad no compensarían lo que podría ocurrir si descuidáramos otras medidas.

A las cuatro de la tarde, Oswald hablaba por teléfono con Randolph.

—Ya tenemos el antídoto —anunció jubilosamente.

—La prensa me está acusando de haber creado un engaño que ni siquiera aquéllos a quienes beneficia han querido aceptar. Los pocos que han llegado a la conclusión de que se había producido un verdadero milagro han llegado también a la conclusión de que estoy aliado con el diablo, y que las brujas se deben quemar. Los productos Witch son el tema de todas las bromas de los periodistas, incluso de los más ínfimos, de nuestro país. Saxton ha empezado a insinuar que detrás de todo esto hay una maniobra política. Se habla incluso de una investigación del F.C.C. Confío —dijo seriamente—, que su antídoto ser realmente eficaz.

La voz de Oswald sonó afectada, y casi alegre.

—Hay que enfocar este asunto en sus justos términos —dijo—. En primer lugar, tenemos el hecho de que los productos Witch han obtenido una publicidad tal, que podemos decir que nadie desconoce en estos momentos su existencia...

—Sí, y si las iglesias prohíben el uso de los productos Witch, seremos los primeros en maldecir esa publicidad.

—De acuerdo, de acuerdo. Esta noche explicaremos minuciosamente que el milagro fue un milagro de saneamiento, llevado a cabo por los carpinteros y por los albañiles. Ya sabe, la técnica y la producción en masa norteamericanas en acción, algo de lo cual debemos enorgullecernos. Y en este cuadro, incluiremos a Witch como al líder de la milagrosa técnica de los Estados Unidos. Luego... ¿cuál es la cosa más conmovedora del mundo, la que puede llamar más la atención de la gente? —No esperó la respuesta—. Un chiquillo. Un niño de corta edad, inválido, al cual Witch puede proporcionar los medios para que se convierta en una criatura normal...

Oswald hablaba apresuradamente, sabiendo que Randolph tenía que morderse el labio inferior un buen rato antes de dar expresión a sus ideas. Esto le daba una ventaja que quería aprovechar, sabiendo también que Randolph opondría alguna objeción.

—Disponemos ya de una niña a la cual una costosa operación puede salvar de quedarse inválida para toda la vida. He consultado a dos eminentes cirujanos, y me han dicho que la operación tiene un noventa y nueve por ciento de probabilidades de éxito. No vamos a hacer sensacionalismos. Nos limitaremos a decir que Witch sufraga los gastos de la operación. La niña saldrá de los estudios de la Televisión para ingresar directamente en el hospital. Filmaremos la operación, filmaremos también el proceso de convalecencia, y proyectaremos las películas durante unas semanas, hasta que la niña esté completamente curada y ande por su propio pie... semanas más tarde.

Ahora, Oswald esperó. Fue una larga espera, una espera desacostumbradamente larga, incluso tratándose de Randolph. Finalmente, Randolph dijo:

—De acuerdo. Pero si sucede algo anormal, responderá usted de ello ante los tribunales.

—Nada anormal puede suceder. Admito que ignoro aún lo que ocurrió la última vez, pero terminaremos por descubrirlo. Entretanto, nos tomaremos una semana para preparar esto —continuó Oswald—. Haremos hincapié en que se trata de una curación que puede ser obtenida a base de dinero. Nada de milagros, excepto el milagro de la técnica médico-quirúrgica norteamericana. Nada de milagros. Witch se limita a pagar la operación que necesita la niña. Es muy bonita, además —añadió—, tiene diez años.

Aquella noche, cuando Bill Howard se inclinó hacia su auditorio a través de la mesa, unas gotitas de sudor perlaban su frente. Sin embargo, su voz sonó tranquila. En la pared, detrás de él, colgaba un gran mapa de la ciudad de Nueva York.

La gran noticia de aquella noche era una redada en un lugar donde se expendían drogas. Bill describió el tráfico de drogas en la nación, los esfuerzos del FBI y de todos los cuerpos de seguridad del país, la persecución de que eran objeto los traficantes, su eventual localización. Describió el efecto que las drogas producían en la juventud, esclavizándola para toda la vida, a menos que pudieran ser curados... y habló de los pocos casos de curación que eran conocidos.