—Sí, todo va mal, muy mal —dijo Oblonski con un profundo suspiro.

 

VI

Cuando Oblonski preguntó a Levin por el verdadero objeto de su viaje, éste se había ruborizado, reacción que a su vez le causó una profunda irritación, porque no podía contestarle: «He venido para pedir la mano de tu cuñada», aunque lo cierto es que su presencia en Moscú no obedecía a otro motivo.

Las familias Levin y Scherbatski pertenecían a la antigua nobleza moscovita y siempre habían mantenido relaciones estrechas y amistosas, que se habían fortalecido aún más cuando Levin y el joven príncipe Scherbatski, hermano de Dolly y Kitty, prepararon juntos el examen de ingreso en la universidad y más tarde empezaron a frecuentar los cursos. En aquella época Levin visitaba con asiduidad a los Scherbatski, a quienes profesaba un gran cariño. Por extraño que pueda parecer, Konstantín Levin estaba enamorado de la casa y de la familia, sobre todo del elemento femenino. No conservaba ningún recuerdo de su madre, y la única hermana que tenía era mayor que él, así que en casa de los Scherbatski tuvo ocasión de contemplar por primera vez el entorno de una familia educada, honrada y de rancio abolengo, del que se había visto privado por la muerte de su madre y de su padre. Todos los miembros de esa familia, sobre todo las mujeres, se le presentaban aureolados de un halo poético y misterioso, y no sólo no descubría en ellos ningún defecto, sino que bajo ese halo poético que los rodeaba intuía los sentimientos más elevados y las más inefables perfecciones. ¿Por qué esas tres señoritas debían hablar un día en francés y otro en inglés? ¿Por qué a horas determinadas tocaban por turno el piano, cuyo sonido se oía siempre arriba, en la habitación del hermano, donde trabajaban los estudiantes? ¿Por qué acudían esos profesores de literatura francesa, de música, de dibujo y de baile? ¿Por qué a ciertas horas del día las tres muchachas, acompañadas de mademoiselle Linon, se dirigían en coche al bulevar Tverskói, envueltas en sus abrigos de raso —largo el de Dolly, de tres cuartos el de Natalia y tan corto el de Kitty que todo el mundo podía verle las piernas bien torneadas, envueltas en medias de color rojo muy ajustadas? ¿Por qué se paseaban por el bulevar Tverskói, acompañadas de un criado con una escarapela dorada en el sombrero? Todas esas cosas, y muchas otras que sucedían en ese mundo misterioso, le resultaban incomprensibles, pero sabía que todo aquello era maravilloso, y era precisamente de ese aire de misterio de lo que estaba enamorado.

En sus tiempos de estudiante estuvo a punto de enamorarse de Dolly, la hermana mayor, pero ésta no tardó en casarse con Oblonski. Entonces empezó a enamorarse de la segunda. Era como si sintiera necesidad de enamorarse de una de las hermanas, sin saber a ciencia cierta de cuál. Pero también Natalia, en cuanto fue presentada en sociedad, se casó con un diplomático llamado Lvov. Kitty era todavía una niña cuando Levin abandonó la universidad. El joven Scherbatski, que había ingresado en la Marina, se ahogó en el mar Báltico, y los contactos de Levin con la familia se hicieron menos frecuentes, a pesar de su amistad con Oblonski. Pero ese año, a principios del invierno, cuando Levin llegó a Moscú después de haber pasado un año en el campo y vio a los Scherbatski, comprendió de cuál de las tres estaba predestinado a enamorarse.

Podía pensarse que no había nada más sencillo para un hombre como él, de buena familia, treinta y dos años de edad y más rico que pobre, que pedir la mano de la joven princesa Scherbatski; no cabe duda de que lo habrían considerado en seguida un buen partido. Pero Levin estaba enamorado y, en consecuencia, consideraba a Kitty perfecta en todos los sentidos, una criatura superior a todo lo terrenal, mientras él mismo era un ser tan bajo y mundano que no cabía en cabeza humana que ni la muchacha ni los demás lo consideraran digno de ella.

Después de pasar dos meses en Moscú que le parecieron un sueño, encontrándose con Kitty casi a diario en las reuniones de sociedad, a las que empezó a acudir para coincidir con ella, Levin decidió de pronto que aquello no podía ser, y se volvió a sus tierras.

Levin albergaba el convencimiento de que, a ojos de sus parientes, no era un partido digno ni conveniente para la encantadora Kitty, y que la propia interesada no podía quererlo. Ante los padres aparecía como una persona carente de ocupación concreta y definida, y también de prestigio social, aunque ya tenía treinta y dos años. En cambio, entre sus compañeros, coetáneos suyos, uno era ya coronel y ayuda de campo del emperador, otro catedrático, otro director de banco o de ferrocarril, otro director de departamento, como Oblonski. En cuanto a él (sabía muy bien lo que debía parecerle a los demás), era un propietario rural que se dedicaba a criar ganado, a cazar becadas y a la construcción, es decir, un tipo sin ningún talento, que no había hecho nada de valor y que, en opinión de la gente, se ocupaba de las actividades propias de los que no sirven para nada.

La misteriosa y encantadora Kitty no podía enamorarse de un hombre tan feo (eso pensaba Levin de sí mismo), y, sobre todo, tan anodino, sin ningún talento. Además, sus relaciones anteriores con Kitty —las de un adulto con una niña, debidas a la amistad con su hermano— se le antojaban un obstáculo más para ese amor. A un hombre poco atractivo y bondadoso, como se veía a sí mismo, se le podía querer como a un amigo, suponía, pero para hacerse merecedor del amor que él sentía por Kitty había que ser guapo y, sobre todo, fuera de lo común.

Había oído decir que las mujeres suelen enamorarse de hombres feos y mediocres, pero él no lo creía, porque juzgaba a los demás por sí mismo, y él sólo podía enamorarse de mujeres hermosas, misteriosas y excepcionales.

Sin embargo, después de pasar dos meses solo en el campo, se convenció de que aquella pasión no se parecía en nada a esos enamoramientos de la primera juventud; de que ese sentimiento no le daba un instante de paz, de que no podía vivir sin resolver la cuestión de si sería o no su mujer, y de que su desesperación sólo se debía a su imaginación, pues no había ninguna prueba de que ella lo rechazaría. Y ahora había llegado a Moscú con el firme propósito de pedir su mano y casarse con ella, si es que lo aceptaba. En caso contrario... No podía pensar en lo que sería de él si le rechazaba.

 

VII

Después de llegar a Moscú en el tren de la mañana, Levin se dirigió a casa de su medio hermano Kóznishev, se cambió de ropa y entró en su despacho, dispuesto a contarle sin más tardanza a qué obedecía su viaje y solicitar su consejo, pero su hermano no estaba solo. Un conocido catedrático de filosofía había venido desde Jarkov con el único fin de resolver un malentendido que había surgido ente ellos por culpa de una cuestión filosófica muy importante. El catedrático se había embarcado en una agria polémica con los materialistas, que Serguéi Kóznishev seguía con interés. Tras leer el último artículo del catedrático, le había escrito una carta expresándole sus objeciones y reprochándole que se hubiera mostrado demasiado conciliador con sus oponentes. Y el catedrático había decidido ponerse en camino sin pérdida de tiempo para aclarar sus diferencias. Se trataba de una cuestión que estaba muy en boga: ¿existe en la actividad un límite entre los fenómenos psíquicos y los fisiológicos y dónde debe situarse?

Serguéi Ivánovich acogió a su hermano con esa sonrisa entre fría y afectuosa que dedicaba a todo el mundo y, después de presentarle al catedrático, reanudó la conversación.

El filósofo, un hombre de tez amarillenta, con gafas y frente estrecha, se interrumpió un momento para responder al saludo de Levin, y a continuación retomó su discurso, sin volverle a prestar atención. Levin se dispuso a esperar que el catedrático se fuese, pero el asunto que discutían no tardó en interesarle.