Pero el deseo encantado del tesoro ya no animaba a Bilbo. A lo largo de la charla, apenas había prestado atención. Era el que estaba más cerca de la puerta, con un oído vuelto a cualquier comienzo de sonido fuera, y el otro atento a los ecos que pudieran resonar por encima del murmullo de los enanos, a cualquier rumor de un movimiento en los abismos.
La oscuridad se hizo más profunda y Bilbo se sentía cada vez más intranquilo. —¡Cerrad la puerta! —les rogó—. El miedo al dragón me estremece hasta los tuétanos. Me gusta mucho menos este silencio que el tumulto de la noche pasada. ¡Cerrad la puerta antes de que sea demasiado tarde!
Algo en la voz de Bilbo hizo que los enanos se sintieran incómodos. Lentamente, Thorin se sacudió los sueños de encima, y luego se incorporó y apartó de un puntapié la piedra que calzaba la puerta. En seguida todos la empujaron, y la puerta se cerró con un crujido y un golpe. Ninguna traza de cerradura era visible ahora en el costado de la piedra. ¡Estaban encerrados en la Montaña!
¡Y ni un instante demasiado pronto! Apenas habían marchado un trecho, túnel abajo, cuando un impacto sacudió la ladera de la Montaña con un estruendo de arietes de roble enarbolados por gigantes. La roca retumbó, las paredes se rajaron, y unas piedras cayeron sobre ellos desde el techo. Lo que habría ocurrido si la puerta hubiese estado abierta, no quiero ni pensarlo. Huyeron más allá, túnel abajo, contentos de estar todavía con vida, mientras detrás y fuera oían los rugidos y truenos de la furia de Smaug. Estaba quebrando rocas, aplastando paredes y precipicios con los azotes de la cola enorme, hasta que el terreno encumbrado del campamento, la hierba quemada, la piedra del zorzal, las paredes cubiertas de caracoles, la repisa estrecha, desaparecieron con todo lo demás en un revoltijo de pedazos rotos, y una avalancha de piedras astilladas cayó del acantilado al valle.
Smaug había dejado su guarida pisando con cuidado, remontando vuelo en silencio, y luego había flotado pesado y lento en la oscuridad como un grajo monstruoso, bajando con el viento hacia el oeste de la Montaña, esperando atrapar desprevenida a cualquier cosa que estuviera por allí, y espiar además la salida del pasadizo que el ladrón había utilizado. En ese mismo momento estalló en cólera, pues no pudo encontrar a nadie ni vio nada, ni siquiera donde sospechaba que tenía que estar la salida.
Después de haberse desahogado, se sintió mejor y pensó convencido que no sería molestado de nuevo desde ese lugar. Mientras tanto tenía que tomarse otra venganza. —¡Jinete del Barril! —bufó—. Tus pies vinieron de la orilla del agua, y sin ninguna duda viajaste río arriba. No conozco tu olor, mas si no eres uno de esos Hombres del Lago, ellos te ayudaron al menos. ¡Me verán y recordarán entonces quién es el verdadero Rey bajo la Montaña!
Se elevó en llamas y partió lejos al sur, hacia el Río Rápido.
CAPÍTULO XIII
Nadie en casa
MIENTRAS TANTO, los enanos se quedaron sentados en la oscuridad, y un completo silencio cayó alrededor. Hablaron poco y comieron poco. No se daban mucha cuenta del paso del tiempo, y casi no se atrevían a moverse, pues el susurro de las voces resonaba y se repetía en el túnel. A veces dormitaban, y cuando abrían los ojos descubrían que la oscuridad y el silencio no habían cambiado. Al cabo de muchos días de espera, cuando empezaban a sentirse asfixiados y embotados por la falta de aire, no pudieron soportarlo más. Hasta casi hubieran dado la bienvenida a cualquier sonido de abajo que indicase la vuelta del dragón. En medio de aquella quietud temían alguna diabólica astucia de Smaug, y no podían estar allí sentados para siempre.
Thorin habló: —¡Probemos la puerta! —dijo—. Necesito sentir el viento en la cara o pronto moriré. ¡Creo que preferiría ser aplastado por Smaug al aire libre que asfixiarme aquí dentro! —Así que varios enanos se levantaron, y fueron a tientas hacia la puerta. Pero allí descubrieron que el extremo superior del túnel había sido destruido y bloqueado por pedazos de roca. Ni la llave ni la magia a la que había obedecido alguna vez volverían a abrir aquella puerta.
—¡Estamos atrapados! —gimieron—. Esto es el fin, moriremos aquí.
Pero de algún modo, justo cuando los enanos estaban más desesperados, Bilbo sintió un raro alivio en el corazón, como si le hubieran quitado una pesada carga que llevaba bajo el chaleco.
—¡Venid, venid! —dijo—. ¡«Mientras hay vida hay esperanza», como decía mi padre, y «A la tercera va la vencida»! Bajarépor el túnel una vez más. Recorrí este camino dos veces cuando sabía que había un dragón al otro lado, así que arriesgaré una tercera visita ahora que no estoy seguro. De cualquier modo, la única salida es hacia abajo y creo que esta vez convendrá que vengáis todos conmigo.
Desesperados, los enanos asintieron, y Thorin fue el primero en avanzar junto a Bilbo.
—¡Ahora tened cuidado! —susurró el hobbit—, ¡y no hagáis ruido si es posible! Quizá no haya ningún Smaug en el fondo, pero también puede que lo haya. ¡No corramos riesgos innecesarios!
Bajaron, y siguieron bajando. La marcha de los enanos no podía compararse desde luego con los movimientos furtivos del hobbit, y lo seguían resoplando y arrastrando los pies, con ruidos que los ecos magnificaban de un modo alarmante; pero cuando Bilbo, asustado, se detenía a escuchar una y otra vez, no se oía nada que viniera de abajo. Cuando pensó que estaba cerca del extremo del túnel, se puso el anillo y marchó delante. Pero no lo necesitaba, pues la oscuridad era impenetrable, y todos parecían invisibles, con anillo o sin él. Tan negro estaba todo, que el hobbit llegó a la abertura sin darse cuenta, extendió la mano en el aire, trastabilló, ¡y rodó de cabeza dentro de la sala!
Allí quedó tumbado de bruces contra el suelo, y no se atrevía a incorporarse, y casi ni siquiera a respirar. Pero nada se movió. No había ninguna luz, aunque cuando al fin alzó despacio la cabeza, creyó ver un pálido destello blanco encima de él y lejos en las sombras. En realidad no había ni una chispa de fuego de dragón, pero un olor a gusano infectaba el sitio, y Bilbo sentía en la boca el sabor de los vapores.
Al cabo de un rato el señor Bolsón ya no pudo resistirlo más. —¡Maldito seas, Smaug; tú, gusano! —chilló—. ¡Deja de jugar al escondite! ¡Dame una luz y después cómeme si eres capaz de atraparme!
Unos ecos débiles corrieron alrededor del salón invisible, pero no hubo respuesta.
Bilbo se incorporó y descubrió que estaba desorientado, y no sabía por dónde ir.
—Me pregunto a qué demonios está jugando Smaug —dijo—. Creo que no está en casa el día de hoy (o la noche de hoy, o lo que sea). Si Gloin y Oin no perdieron las yescas, quizá podamos tener un poco de luz, y echar un vistazo alrededor antes de que cambie la suerte.
»¡Luz! —gritó—. ¿Puede alguien encender una luz?
Los enanos, claro está, se habían asustado mucho cuando Bilbo tropezó con el escalón y con un fuerte topetazo entró de bruces en la sala, y se habían sentado acurrucándose en la boca del túnel, donde el hobbit los había dejado.
—¡Chist! —sisearon como respuesta, y aunque Bilbo supo así dónde estaban, pasó bastante tiempo antes de que pudiese sacarles algo más. Pero al fin, cuando Bilbo se puso a patear el suelo y a vociferar:
—¡Luz! —con una voz aguda y penetrante, Thorin cedió, y Oin y Gloin fueron enviados de vuelta a la entrada del túnel, donde estaban los fardos.