¿Y Bilbo? No pudo subir a ningún árbol, y corría de un tronco a otro, como un conejo que no encuentra su madriguera mientras un perro lo persigue mordiéndole los talones.

—¡Otra vez has dejado atrás al saqueador! —dijo Nori a Dori mirando abajo.

—No me puedo pasar la vida cargando saqueadores —protestó Dori—, ¡túneles abajo y árboles arriba! ¿Qué te crees que soy? ¿Un mozo de cuerda?

—Se lo comerán si no hacemos algo —dijo Thorin, pues ahora había aullidos todo alrededor, acercándose más y más—. ¡Dori! —llamó, pues Dori era el que estaba más abajo, en el árbol más fácil de escalar—. ¡Ve rápido, y dale una mano al señor Bolsón!

Dori era en realidad un buen muchacho a pesar de que protestara gruñendo. El pobre Bilbo no consiguió alcanzar la mano que le tendían aunque el enano descendió a la rama más baja y estiró el brazo todo lo que pudo. De modo que Dori bajó realmente del árbol y ayudó a que Bilbo se le trepase a la espalda.

En ese preciso momento los lobos irrumpieron aullando en el claro. De pronto hubo cientos de ojos observándolos desde las sombras. Pero Dori no soltó a Bilbo. Esperó a que trepara de los hombros a las ramas, y luego saltó. ¡Justo a tiempo! Un lobo le echó una dentellada a la capa cuando aún se columpiaba en la rama de abajo y casi lo alcanzó. Un minuto después una manada entera gruñía alrededor del árbol y saltaba hacia el tronco, los ojos encendidos y las lenguas fuera.

Pero ni siquiera los salvajes wargos (pues así se llamaban los lobos malvados de más allá del Yermo) pueden trepar a los árboles. Por el momento los expedicionarios estaban a salvo. Afortunadamente hacía calor y no había viento. Los árboles no son muy cómodos para estar sentados en ellos un largo rato, cualquiera que sea la circunstancia, pero al frío y al viento, con lobos que te esperan abajo y alrededor, pueden ser sitios harto desagradables.

Este claro en el anillo de árboles era evidentemente un lugar de reunión de los lobos. Más y más continuaban llegando. Unos pocos se quedaron al pie del árbol en que estaban Dori y Bilbo, y los otros fueron venteando alrededor hasta descubrir todos los árboles en los que había alguien. Vigilaron éstos también, mientras el resto (parecían cientos y cientos) fue a sentarse en un gran círculo en el claro; y en el centro del círculo había un enorme lobo gris. Les habló en la espantosa lengua de los wargos. Gandalf la entendía. Bilbo no, pero el sonido era terrible, y parecía que sólo hablara de cosas malvadas y crueles, como así era. De vez en cuando todos los wargos del círculo respondían en coro al jefe gris, y el espantoso clamor sacudía al hobbit, que casi se caía del pino.

Os diré lo que Gandalf oyó, aunque Bilbo no lo comprendiese. Los wargos y los trasgos colaboraban a menudo en acciones perversas. Por lo común, los trasgos no se alejan de las montañas, a menos que se los persiga y estén buscando nuevos lugares, o marchen a la guerra (y me alegra decir que esto no ha sucedido desde hace largo tiempo). Pero en aquellos días, a veces hacían incursiones, en especial para conseguir comida o esclavos que trabajasen para ellos. En esos casos, conseguían a menudo que los wargos los ayudasen, y se repartían el botín. A veces cabalgaban en lobos, así como los hombres montan en caballos. Ahora parecía que una gran incursión de trasgos había sido planeada para aquella misma noche. Los wargos habían acudido para reunirse con los trasgos, y los trasgos llegaban tarde. La razón, sin duda, era la muerte del Gran Trasgo y toda la agitación causada por los enanos, Bilbo y Gandalf, a quienes quizá todavía buscaban.

A pesar de los peligros de estas tierras lejanas, unos hombres audaces habían venido allí desde el Sur, derribando árboles, y levantando moradas entre los bosques más placenteros de los valles y a lo largo de las riberas de los ríos. Eran muchos, y bravos y bien armados, y ni siquiera los wargos se atrevían a atacarlos cuando los veían juntos, o a la luz del día. Pero ahora habían planeado caer de noche con la ayuda de los trasgos sobre algunas de las aldeas más próximas a las montañas. Si este plan se hubiese llevado a cabo, no habría quedado nadie allí al día siguiente; todos habrían sido asesinados, excepto los pocos que los trasgos preservasen de los lobos y llevasen de vuelta a las cavernas, como prisioneros.

Era espantoso escuchar esa conversación, no sólo por los bravos leñadores, las mujeres y los niños, sino también por el peligro que ahora amenazaba a Gandalf y a sus compañeros. Los wargos estaban furiosos y se preguntaban desconcertados qué hacía esa gente en el mismísimo lugar de reunión. Pensaban que eran amigos de los leñadores y habían venido a espiarlos, y advertirían a los valles, con lo cual trasgos y lobos tendrían que librar una terrible batalla en vez de capturar prisioneros y devorar gentes arrancadas bruscamente del sueño. De modo que los wargos no tenían intención de alejarse y permitir que la gente de los árboles escapase; de ninguna manera, no hasta la mañana. Y mucho antes, dijeron, los soldados trasgos vendrán de las montañas; y los trasgos pueden trepar a los árboles, o derribarlos.

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Ahora podéis comprender por qué Gandalf, escuchando esos gruñidos y aullidos, empezó a tener un miedo espantoso, mago como era, y a sentir que estaban en un pésimo lugar y todavía no habían escapado del todo. Sin embargo, no les dejaría el camino libre, aunque mucho no podía hacer aferrado a un gran árbol con lobos por doquier allá en el suelo. Arrancó unas piñas enormes de las ramas y en seguida prendió fuego a una de ellas con una brillante llama azul, y la arrojó zumbando hacia el círculo de lobos. Alcanzó a uno en el lomo, y la piel velluda empezó a arder, con lo cual la bestia saltó de un lado a otro aullando horriblemente. Luego cayó otra piña y otra, con llamas azules, rojas o verdes. Estallaban en el suelo, en medio del círculo, y se esparcían alrededor en chispas coloreadas y humo. Una especialmente grande golpeó el hocico del lobo jefe, que saltó diez pies en el aire, y se lanzó dando vueltas y vueltas alrededor del círculo, con tanta cólera y tanto miedo que mordía y lanzaba dentelladas aun a los otros lobos.

Los enanos y Bilbo gritaron y vitorearon. Era terrible ver la rabia de los lobos, y el tumulto que hacían llenaba toda la floresta. Los lobos tienen miedo del fuego en cualquier circunstancia, pero éste era un fuego muy extraño y horroroso. Si una chispa les tocaba la piel, se pegaba y les quemaba los pelos, y a menos que se revolcasen rápido, pronto estaban envueltos en llamas. Muy pronto los lobos estaban revolcándose por todo el claro una y otra vez para quitarse las chispas de los lomos, mientras aquellos que ya ardían, corrían aullando y pegando fuego a los demás, hasta que eran ahuyentados por sus propios compañeros, y huían pendiente abajo, chillando y gimoteando y buscando agua.

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—¿Qué es todo ese tumulto en el bosque? —dijo el Señor de las Águilas. Estaba posado, negro a la luz de la luna, en la cima de una solitaria cumbre rocosa del borde oriental de las montañas—. ¡Oigo voces de lobos! ¿Andarán los trasgos de fechorías en los bosques?

Se elevó en el aire, e inmediatamente dos de los guardianes del Señor lo siguieron saltando desde las rocas de los lados. Volaron en círculos arriba en el cielo, y observaron el anillo de los wargos, un minúsculo punto muy, muy abajo. Pero las águilas tienen ojos penetrantes y pueden ver cosas pequeñas desde una gran distancia. El Señor de las Águilas de las Montañas Nubladas tenía ojos capaces de mirar al sol sin un parpadeo y de ver un conejo que se movía allá abajo a una milla a la luz pálida de la luna. De modo que, aunque no alcanzaba a ver a la gente en los árboles, podía distinguir los movimientos de los lobos y los minúsculos destellos del fuego, y oía los aullidos y gañidos que se elevaban tenues desde allá abajo. También pudo ver el destello de la luna en las lanzas y yelmos de los trasgos, cuando unas largas hileras de esta gente malvada se arrastraron con cautela, bajando las laderas de la colina desde la entrada a los túneles, y serpenteando en el bosque.