—Dígame— preguntó Pierre, —¿por qué va usted a la guerra?
—¿Por qué? No lo sé. Es necesario. Además, voy...— se detuvo un instante y prosiguió: —¡Voy porque la vida que llevo aquí no me gusta!
VI
En la estancia vecina se oyó un roce de ropas femeninas. El príncipe Andréi se sobresaltó como si acabara de despertarse y su rostro recobró la expresión que tenía en casa de Anna Pávlovna. Pierre quitó las piernas del diván. La princesa entró en el despacho. Ahora llevaba un vestido de casa, fresco, pero tan elegante como el otro. El príncipe Andréi se levantó y le acercó cortésmente una butaca.
La princesa habló, como siempre, en francés, mientras se acomodaba diligente y presurosa en el sillón.
—Me pregunto con frecuencia por qué no se habrá casado Annette. ¡Qué tontos son todos ustedes, messieurs, de no haberse casado con ella! Perdonen, pero no tienen ni idea de las mujeres... ¡Qué pasión tiene usted por las discusiones, monsieur Pierre!
—Sí, y hasta con su marido no hago más que discutir. No entiendo sus deseos de ir a la guerra— dijo Pierre, dirigiéndose a la princesa sin estar cohibido (como sucede de ordinario a los hombres jóvenes al hablar a una mujer igualmente joven).
La princesa se sobresaltó. Las palabras de Pierre, evidentemente, la tocaban en lo más vivo.
—¡Yo me pregunto lo mismo!— dijo. —No puedo comprender por qué los hombres son incapaces de vivir sin guerra. ¿Y por qué nosotras, las mujeres, no queremos nada ni necesitamos nada? Pues bien, juzgue usted mismo; yo siempre se lo digo... Aquí Andréi es ayudante de campo del tío; tiene una brillante posición, como ninguna otra; todos lo conocen y aprecian. Precisamente estos días, en casa de los Apraksin, oí decir a una señora: “¿Es ése el famoso príncipe Andréi?". Ma parole d’honneur 59— y se echó a reír. —Se lo recibe bien en todas partes. ¡Puede llegar, fácilmente, a ser ayudante de campo del Emperador! Su Majestad le habla con mucha deferencia. Annette comentó conmigo que sería facilísimo conseguirlo. ¿Qué le parece?
Pierre miró al príncipe Andréi y, comprendiendo que la conversación no le agradaba, se abstuvo de responder.
—¿Cuándo se va?— preguntó.
—Ah! ne me parlez pas de ce départ, ne m’en parlez pas. Je ne veux pas en entendre parler 60— dijo la princesa con el tono caprichoso y coquetón con el cual hablaba al príncipe Hipólito en el salón y que desentonaba en aquel círculo familiar en el que Pierre parecía ser un miembro más.
—Hoy, pensando que debo interrumpir todas esas relaciones tan agradables... Y, además, ¿sabes, Andréi?— la princesa hizo una seña significativa a su marido, —j’ai peur, j’ai peur murmuró, estremeciéndose.
El marido la miró como si estuviera asombrado al advertir que, además de Pierre, hubiera otra persona en la estancia, y con fría deferencia preguntó a su mujer:
—¿De qué tienes miedo, Lisa? No comprendo...
—¡Qué egoístas sois todos los hombres! ¡Todos, todos sois egoístas! Me abandona por un capricho, Dios sabe por qué, y quiere confinarme sola en el campo.
—Con mi padre y mi hermana, no lo olvides— dijo en voz baja el príncipe Andréi.
—Es lo mismo, sola, sin mis amigos...Y quiere que no tenga miedo.
El tono de su voz se había hecho gruñón y el corto labio, al levantarse, no comunicaba ya al rostro su acostumbrada expresión sonriente; era más bien la expresión de una bestezuela, de una ardilla. La princesa guardó silencio, como si encontrara inconveniente hablar de su embarazo delante de Pierre, cuando precisamente alrededor de eso giraba todo...
—Sigo sin comprender de quoi vous avez peur 61— dijo lentamente el príncipe, sin apartar los ojos de su esposa.
La princesa enrojeció, agitando desesperadamente los brazos.
—Non, Andréi, je dis que vous avez tellement, tellement changé... 62
—Tu doctor te tiene ordenado que te acuestes temprano— cortó el príncipe Andréi; —harías bien en irte a dormir.
La princesa no respondió nada; se estremeció de pronto su labio sombreado de vello; el príncipe Andréi se levantó y, encogiéndose de hombros, se paseó por el despacho.
Pierre, asombrado, miraba con ingenuidad por encima de sus lentes, ya al príncipe, ya a su mujer; a punto estuvo de levantarse, pero reflexionó y permaneció sentado.
—¿Qué me importa que esté aquí monsieur Pierre?— dijo de improviso la pequeña princesa, y su bonito rostro se contrajo, de pronto, en una mueca lacrimosa. —Hace mucho tiempo que quería preguntártelo, Andréi: ¿por qué has cambiado tanto conmigo? —¿Qué te hice? Te vas a la guerra y no te compadeces de mí. ¿Por qué?
—¡Lisa!— se limitó a decir el príncipe Andréi. En esa palabra había a un tiempo súplica, amenaza y sobre todo la certidumbre de que ella misma se arrepentiría de lo dicho.
Pero la princesa prosiguió precipitadamente:
—Me tratas como a un enfermo o a un niño. Lo veo todo. ¿Eras así hace seis meses?
—Lisa, te ruego que no sigas— dijo el príncipe con tono aún más expresivo.
Pierre, cada vez más nervioso a lo largo de esa conversación, se levantó y se acercó a la princesa. Parecía no poder soportar la vista de las lágrimas y encontrarse a punto de llorar también.
—Cálmese, princesa. Le aseguro que estas cosas no son más que aprensiones suyas, pero... yo sé... porque... porque... Pero, perdóneme: los extraños sobran... Cálmese... Adiós...
El príncipe Andréi lo detuvo, sujetándolo por el brazo.
—No, espera, Pierre. La princesa es tan amable que no me privará del placer de una velada contigo.
—No piensa más que en sí mismo— dijo la princesa sin contener unas lágrimas de cólera.
—¡Lisa!— exclamó el príncipe Andréi secamente; el tono de su voz hacía comprender que su paciencia se había agotado.
De pronto el enfado, esa semejanza con la ardilla en el lindo rostro de la princesa, se transformó en una expresión de temor que suscitaba sentimientos de piedad y conmiseración; con sus bellos ojos miró de reojo a su marido y su rostro reflejó la humillada y tímida actitud de un perro que agita con rapidez, pero débilmente, el rabo ende sus patas.
—Mon Dieu, mon Dieu!— dijo, y sujetando con una mano el pliegue del vestido se acercó al marido y lo besó en la frente.
—Bonsoir, Lise— dijo el príncipe Andréi levantándose y besando cortésmente su mano, como a una desconocida.
Ambos amigos permanecieron silenciosos. Ni uno ni otro comenzaba la conversación. Pierre miraba al príncipe Andréi, que se frotaba la frente con su pequeña mano.
—Vamos a cenar— dijo con un suspiro, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta.
Entraron en el comedor, arreglado con muebles nuevos, suntuosos y elegantes. Todo, desde la mantelería hasta el servicio de plata, las porcelanas y la cristalería, tenía ese aspecto de nuevo tan frecuente en los hogares de los recién casados. Mediada la cena, el príncipe Andréi se apoyó con los codos en la mesa; denotaba una nerviosa irritación que Pierre nunca había observado en él y, como hombre que desde hace tiempo tiene algo clavado en el corazón y se decide por fin a desahogarse, dijo:
—No te cases nunca, nunca, amigo mío; te lo aconsejo. No te cases antes de que puedas decirte a ti mismo que has hecho todo lo posible por dejar de amar a la mujer escogida antes de verla tal como es; de otro modo, te equivocarás cruelmente, sin remedio... Cásate sólo cuando seas un viejo inútil... De lo contrario, morirá cuanto en ti haya de bueno y de noble; todo se dispersará en menudencias sin importancia. ¡Sí, sí, sí! No me mires con tanto asombro. Si ambicionas hacer algo en el porvenir, a cada paso te darás cuenta de que todo ha terminado para ti, que está cerrado, excepto el salón donde te verás a la altura de un lacayo de corte y de un idiota... Pero ¡a qué hablar!...—y agitó la mano con energía.