—Príncipe, ¿qué me dice de mi Borís?— le preguntó cuando estuvo cerca (pronunciaba Borís con un especial acento sobre la o). —No puedo permanecer más tiempo en San Petersburgo. Dígame qué noticias puedo llevar a mi pobre hijo.

Aunque el príncipe Vasili la escuchaba forzadamente, casi con descortesía, dando muestras de impaciencia la señora le sonreía con ternura y de modo conmovedor. Lo sujetaba del brazo, como para evitar que se marchase.

Bastaría una palabra suya al Emperador para que mi hijo entrara de inmediato en la Guardia.

—Créame que haré todo lo posible, princesa— respondió el príncipe Vasili, —pero me resulta difícil pedírselo al Emperador; le aconsejaría que se dirigiera a Rumiántsev por medio del príncipe Golitsin; eso será lo más sensato.

La señora de mediana edad era la princesa Drubetskaia, perteneciente a una de las mejores familias de Rusia, pero era pobre, permanecía retirada de la sociedad desde hacía mucho tiempo y había perdido sus antiguas amistades. Había acudido en aquella ocasión sólo para obtener un nombramiento en la Guardia para su único hijo. Con el exclusivo fin de encontrar al príncipe Vasili hizo el esfuerzo de asistir a la velada de Anna Pávlovna, y sólo por eso había escuchado la historia del vizconde. Se asustó al oír las palabras del príncipe. Su rostro, bello en otro tiempo, reflejó la cólera por un instante; pero no duró mucho. Una vez más sonrió y sujetó con mayor fuerza el brazo del príncipe.

—Escuche, príncipe— le dijo, —nunca le pedí nada, ni volveré a pedirle nada más; no le he recordado la amistad con que lo distinguió mi padre. Mas ahora, en nombre de Dios, lo conjuro a que lo haga por mi hijo y lo consideraré mi bienhechor— añadió apresuradamente. —No, no se enfade, prométamelo. Me he dirigido ya a Golitsin y se ha negado. Soyez le bon enfant que vous avez été 36— concluyó, esforzándose por sonreír, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Llegaremos tarde, papá— dijo la princesa Elena, que esperaba a la puerta volviendo su preciosa cabeza sobre aquellos hombros de hermosura clásica.

La influencia en el mundo es un capital que se debe custodiar para que no se nos vaya de las manos. Lo sabía bien el príncipe Vasili y comprendía que si intercedía en favor de todos cuantos se lo solicitaban acabaría por no solicitar nada para sí. Esto lo forzaba a usar muy rara vez de su propia influencia. Pero en el caso de la princesa Drubetskaia, después de la última exhortación, sintió como un remordimiento de conciencia. Le había recordado la verdad: sus primeros pasos en la carrera los debía al padre de aquella dama. Por otra parte, adivinaba en su modo de actuar que era una de esas mujeres, sobre todo si son madres, que cuando se empeñan en algo no renuncian a su idea hasta verla realizada y, en caso contrario, están prontas a volver a la carga cada día y en todas las ocasiones, llegando a promover escenas. Esta última consideración lo hizo vacilar.

—Chère Anna Mijáilovna— dijo con la acostumbrada familiaridad y con cierto dejo de tedio en la voz, —me es casi imposible hacer lo que pide, pero para probarle lo mucho que la quiero y el respeto que guardo a la memoria siempre viva de su padre, haré lo imposible. Su hijo pasará a la Guardia. Deme la mano. ¿Está contenta?

—¡Amigo mío, mi bienhechor! No esperaba otra cosa de usted, sabiendo lo bueno que es— el príncipe intentó marcharse. —Espere, dos palabras... une fois passé aux Gardes... 37— se detuvo un instante; —usted tiene buenas relaciones con Mijaíl Ilariónovich Kutúzov, recomiéndele a Borís como ayudante de campo. Entonces estaré tranquila y...

El príncipe Vasili sonrió.

—Eso no se lo prometo. Ignora cómo asedian a Kutúzov desde que fue nombrado comandante en jefe del Ejército. Él mismo me ha dicho que todas las damas de Moscú se han confabulado para darle a sus hijos como ayudantes de campo.

—Prométamelo; no lo dejaré marchar, mi querido bienhechor.

—Papá— repitió con el mismo tono la bella hija, —que llegamos tarde.

—Bueno, au revoir, adiós. Ya ve...

—Entonces, ¿hará la recomendación al Emperador mañana mismo?

—Desde luego; pero lo de Kutúzov no se lo prometo.

—No, prométamelo, prométamelo, Basile— dijo ya a sus espaldas Anna Mijáilovna con una sonrisa de joven coqueta que debió de serle habitual en otros tiempos pero que ahora no cuadraba con su rostro fatigado.

Olvidaba evidentemente su edad y ponía en juego, por pura costumbre, todos sus antiguos recursos femeninos. Apenas hubo salido el príncipe, su rostro recobró la misma expresión fría y fingida de antes. Volvió al círculo donde el vizconde proseguía sus relatos. Y simuló de nuevo escucharlo, esperando la ocasión de marcharse, porque el motivo de su venida ya estaba cumplido.

Anna Pávlovna decía:

—¿Y qué piensa de esa última comedia du sacré de Milán? Et la nouvelle comédie des peuples de Genes et de Lucques, qui viennent présenter leur voeux a M. Buonaparte? M. Buonaparte assis sur un trône, et exauçant les voeux des nations! Adorable! Non, mais c’est à en devenir folle! On dirait que le monde entier a perdu la tête. 38

El príncipe Andréi sonrió irónico, mirando fijamente a Anna Pávlovna.

—“Dieu me la donne, gare à qui la touche”— dijo (palabras de Bonaparte en el momento de su coronación). —On dit qu’il a été tres beau en prononçant ces paroles— añadió; y las repitió en italiano: —“Dio mi la donna, guai a chi la tocca.” 39

—J’espére enfin— continuó Anna Pávlovna —que ça a été la goutte d'eau qui fera déborder le verre. Les souverains ne peuvent plus supporter cet homme, qui menace tout. 40

—Les souverains? Je ne parle pas de la Russie— dijo desolado y cortésmente el vizconde. —Les souverains, madame! Qu’ont-ils fait pour Louis XVI, pour la reine, pour Madame Elisabeth? Rien— prosiguió animándose. —Et croyez-moi, ils subissent la punition pour leur trahison de la cause des Bourbons. Les souverains? Ils envoient des ambassadeurs complimenter l’usurpateur. 41

Y con un suspiro de menosprecio cambió de postura. El príncipe Hipólito, que desde hacía tiempo observaba al vizconde a través de los impertinentes, se volvió en ese instante hacia la pequeña princesa y le pidió una aguja, para mostrarle, dibujándolo sobre la mesa, el escudo de los Condé. Gravemente, le fue explicando aquel escudo, como si ella se lo hubiese preguntado.

—Bâton de gueules, engrêlé de gueules d’azur; maison Condé 42— dijo.

La princesa escuchaba sonriendo.

—Si Bonaparte continúa un año más en el trono de Francia— siguió el vizconde con el aire de un hombre que no escucha a los demás, sino que, en un asunto que conoce mejor que nadie, sigue únicamente el curso de las propias ideas, —las cosas llegarán demasiado lejos. Con la intriga, la violencia, el destierro, las ejecuciones, la sociedad —hablo de la buena sociedad francesa— quedará destruida para siempre, y entonces...

Alzó los hombros y abrió los brazos. Pierre quiso decir algo, porque la conversación le interesaba, pero la vigilante Anna Pávlovna se lo impidió.

—El emperador Alejandro— dijo con la tristeza con que siempre acompañaba sus palabras al hablar de la familia imperial —ha declarado que dejará que los franceses elijan su forma de gobierno. Y yo creo sin dudar que toda la nación, liberada del usurpador, se echará en brazos del rey legítimo— añadió, procurando ser amable con el emigrado realista.

—Lo dudo— dijo el príncipe Andréi. —Monsieur le vicomte cree, y con toda razón, que las cosas han llegado ya demasiado lejos. Pienso que será difícil volver al pasado.

—Por cuanto he oído— dijo Pierre ruborizándose e interviniendo de nuevo en la conversación, —casi toda la nobleza se ha puesto de parte de Napoleón.

—Son los bonapartistas quienes lo dicen— repuso el vizconde, sin mirar a Pierre. —Ahora es difícil conocer la opinión social de Francia.