-¡Atención! Muestren una cara agradable, por favor.

Pero ni siquiera esta broma podía sorprender a los melancólicos rostros y suavizarlos.

Así transcurrieron tres semanas, ya sólo faltaba una. Era la noche del sábado, después de la cena.

En vez del habitual ajetreo y agitación y bullicio y la alegría y la gente de compras propios de los sábados por la noche, las calles estaban desiertas y desoladas. Richards y su vieja esposa estaban sentados en su salón, enfrascados en lúgubres pensamientos Ésta era la costumbre de todas los noches. La vieja costumbre de leer, tejer o charlar apaciblemente o recibir o hacer visitas a los vecinos batía desaparecido, olvidada desde hacía muchísimo tiempo… hacía dos o tres serranas. Ahora nadie conversaba, nadie leía, nadie hacía visitas. Todos se quedaban sentados en sus casas, suspirando, inquietos, silenciosos, intentando averiguar esa Famosa frase.

El cartero dejó una carta. Richards miró con indiferencia la letra del cobre v el sello, ambos desconocidos, y tiró la carta .sobre la mesa y reanudó sus conjeturas y sus irremediables y tristes congojas en el punto donde las dejara. Dos o tres horas después su esposa se levantó con aire cansado y se disponía .1 marcharse a la cama sin darle las buenas noches cosa normal ahora, pero se detuvo cerca de la carta y la miró durante unos instantes con apagado interés; luego la abrió y comenzó a recorrerla rápidamente con los ojos. Richards, que esta sentado con la silla echada hacia atrás contra la pared y el mentón entre las rodillas, ovó caer algo. Era su esposa. Se abalanzó sobre ella pura levantarla, pero la señora Richards exclamó:

-¡Déjame en paz! Me siento demasiado feliz. Lee la carta… ¡Léela!

La leyó. La devoró con los ojos, mientras su cerebro trepidaba. La carta provenía do un Estado lejano y decía:

Usted no me conoce, pero es lo mismo; necesito decirlo albo. Acabo de volver de Méjico y me he enterado de ese episodio. Desde luego usted no sabe quién hizo esa indicación, pero yo soy la única persona viva que lo sabe. Fue Goodson. Le conocí muy bien hace muchos años. Pasé por la ciudad de Hadleyburg esa misma noche y fui su huésped hasta la llegada del tren de medianoche. Le oí hacerle esa indicación al forastero en la oscuridad, en Hale Alley. El y yo conversamos sobre el asunto durante el trayecto a su casa y luego fumando un puro. Goodson mencionó u machos de ustedes, en el transcurso de la conversación, refiriéndose a la mayoría en forma muy poco lisonjera, pero habló de dos o tres favorablemente, entre ellos de usted. Digo favorablemente y nada más. Recuerdo haberle oído decir que no le gustaba en realidad ninguno de sus convecinos, ni uno solo, pero que usted creo que dijo usted, estoy casi seguro le había hecho un gran favor en cierta ocasión, posiblemente sin saber su verdadero valor y me dijo que, si hubiese tenido un patrimonio, se lo habría dejado a usted al morir y una maldición a cada tino de sus conciudadanos. Pues bien: si fue usted quien le hizo ese favor; es usted su legítimo heredero y fierre derecho al talego de oro. Sé que puedo confiar en su honor y en su honradez, porque en un ciudadano de Hadleyburg tales virtudes constituyen un patrimonio que no falta. Por esto, le revelaré esa frase, coca el convencimiento de que, si no fuera usted la persona buscada, usted la buscará y la encontrará y cuidará de que la deuda de gratitud del pobre Goodson por el favor mencionado sea pagada.

La frase es la siguiente: «USTED DISTA MUCHO DE SER UN HOMBRE MALO: VÁYASE Y REFÓRMESE»

HOWARD L. STEPHENSON

-¡Oh, Edward! -El dinero m nuestro y me siento tan contenta, tan contenta!… -¡Bésame, querido!

-¡Hace tanto tiempo que no nos ciamos un beso!… Y necesitamos tanto el dinero… y ahora estás libre de Pinkerton y de su banco; ya no somos esclavos de nadie… Me parece que sería capaz de volar de alegría.

La pareja pasó media hora feliz sobre el canapé, acariciándose: habían vuelto los días de antaño, los días que empezaron con su noviazgo y que duraron sin interrupción hasta que el forastero trajera su mortífero oro. Al poco rato la esposa dijo:

-¡Oh, Edward!…

-¡Qué suerte tuvimos de que le hicieras aquel gran favor al pobre Goodson! Goodson nunca me gustó, pero ahora siento afecto por él. Y fue muy hermoso el que nunca mencionaras el asunto ni te jactaras de haber hecho tal favor.

Luego, en tono de reproche, la señora Richards agregó:

-Pero debiste habérmelo dicho, Edward… Debiste habérselo dicho a tu esposa.

-Bueno… Yo… Como comprenderás, Mary…

-Ahora déjate de tartamudear y cuéntame eso, Edward. Siempre te quise y ahora estoy orgullosa de ti. Todos creen que sólo hubo un alma generosa en esta ciudad, y ahora resulta que tía… -¿Por qué no me lo cuentas, Edward?

-Este… Pero…

-¡No puedo, Mary!

-¿No puedes?

-¿Por qué no puedes?

-Te diré… Él… él… Bueno… El caso es que me obligó a prometer que no lo contaría.

La mujer de Richards lo miró de arriba abajo y dijo con mucha lentitud:

-Te… lo hizo… prometer?

-¿Por qué me dices eso, Edward?

-Crees que yo sería capaz de mentirte, Mary?

Turbada, se quedó en silencio durante un rato, luego puso su mano en la de su marido y dijo:

-No… No. En tu vida has dicho una mentira, pero ahora que los cimientos de las cosas parecen estar desmoronándose bajo nuestros pies, nosotros… nosotros…

Por un momento la señora Richards se quedó sin voz y luego dijo desfalleciendo:

-No nos dejes caer en la tentación… Creo que has hecho realmente esa promesa, Edward. Así sea. Dejemos el asunto. Ahora… todo eso ha pasado, volvamos a ser felices; no es hora de nubes.

A Edward le costó un gran esfuerzo complacerla, porque su espíritu no hacía sino vagar, tratando de recordar qué favor le había hecho a Goodson.

La pareja pasó despierta la mayor parte de la noche. Edward preocupado, pero no muy feliz. Mary haciendo proyectos sobre qué haría con el dinero. Edward trataba de recordar aquel favor.

Su conciencia se sentía atormentada por una pizca de amargura, pensando en la mentira que le había dicho a su mujer… si se trataba de una mentira. Y si se trataba de una mentira, -¿qué? -¿Era una cosa tan grave? Después de todo, -¿no nos comportamos quizá de forma mentirosa? Y entonces, -¿por qué no mentir? Mirad a Mary, por ejemplo; mientras él se apresuraba a hacer su acto de honradez, -¿qué estaba haciendo Mary? -¡Lamentarse de que los papeles no hubiesen sido destruidos y de no haberse quedado con el dinero! -¿Es acaso mejor robar que mentir?

Este punto perdió ahora su aguijón; la mentira pasó a un segundo plano, dejando tras sí el consuelo. Pero existía aún otro problema: