-¡Oh!

-¿A quién le causaría daño eso? Y nadie lo sabría jamás… No nos empujes Su voz se apagó en murmullos. A1 poco rato levantó los ojos y murmuró con aire a medias asustado y a medias contento:

-¡Se ha ido! Pero querido… Quizá es demasiado tarde demasiado tarde Quizá no Quizá hay tiempo aún..

-Se levantó y se quedó pensando… enlazando y desenlazando las manos. Un leve temblor estremeció su cuerpo, y dijo con la garganta reseca:

-Que Dios me perdone… Es horrible pensar en estas cosas, pero… -¡Dios mío! -¡Qué raros somos! -¡Qué raros somos!

Atenuó la luz, se deslizó furtivamente hacia el talego y se arrodilló junto a él y tanteó sus acanalados costados con las manos y los acarició afectuosamente; y en sus viejos ojos brilló una luz de avaricia. Tuvo instantes en los que no recordaba nada y emergió de ellos para murmurar:

-¿Si, al menos, hubiéramos esperado! -¡-Si hubiéramos esperado un poco, sin tanta prisa!»Mientras tanto Cox bahía vuelto a su casa y contado a su esposa el extraño suceso; ambos lo habían discutido con vehemencia y estaban de acuerdo en que el difunto Goodson era el único hombre de la ciudad capaz. de ayudar a un forastero en apuros con la bonita cantidad de veinte dólares. Luego hubo una pausa y los dos se quedaron pensativos y sumidos en silencio. Y, a intervalos, se mostraban nerviosos e inquietos. Finalmente la esposa dijo, como para sí:

-Nadie conoce este secreto fuera de los Richards… y de nosotros… Nadie.

El marido salió de su ensimismamiento con leve sobresalto y contempló con aire meditativo a su mujer, cuyo rastro se había vuelto muy pálido. Luego se levantó titubeando y miró furtivamente su sombrero y después a su esposa …, una suerte de muda interrogante. La señora Cox tragó saliva un par de veces, la mano sobre la garganta y, en vez de hablar, hizo un gesto de asentimiento. Un momento después, se quedó sola y murmurando para sí.

Ahora Richards y Cox recorrían presurosamente las calles desiertas, desde direcciones opuestas. Se encontraron, jadeantes, al pie de la escalera de la imprenta: allí, bajo el resplandor de la luz artificial, se leyeron mutuamente sus rostros. Cox murmuró: Nadie sabe esto fuera de nosotros?

La susurrada respuesta fue:

-¡Ni un alma…, palabra! -¡Ni un alma!

-Si no es demasiado tarde para…

Ambos empezaron a subir por la escalera; en ese momento les alcanzó un chico, y Cox le preguntó:

-¿Eres tú, Johnny?

-Sí, señor.

-No hace falto que envíes el correo de la mañana… ni ningún correo. Espera mis órdenes. El correo ha sido despachado ya, señor.

-¿Despachado? En esta palabra se percibía una indeleble decepción.

-Sí, señor. El horario para Brixton y las otras ciudades ha cambiado hoy, señor…, y he tenido que enviar el correo veinte minutos antes de lo habitual. Tuve que darme mucha prisa; si hubiera tardado dos minutos…

Los dos hombres se volvieron y se alejaron lentamente, sin esperar el resto. Ninguno habló durante diez minutos; luego Cox dijo con tono irritado:

-No comprendo por qué se apresuro usted tanto, Richards.

La respuesta fue bastante humilde:

-Me doy cuenta ahora, pero no sé por qué no me la di hasta que fue demasiado tarde. La próxima vez,

-¡Al diablo con la próxima vez! No volverá a presentarse en mil años.

Los amigos se separaron sin darse las buenas noches y se dirigieron a sus casas con arrastrado andar de hombres mortalmente heridos. Al llegar a sus hogares, sus esposas se levantaron de un salto con un ansioso: ¿Y qué?» Luego leyeron la respuesta en los ojos de sus maridos y se desplomaron sobre sus sillones, sin esperar a que se lo dijeran. En ambas casos siguió una discusión acalorada, algo nuevo; en otras ocasiones se había discutido, pero sin acaloramiento, sin malas palabras. Esa noche las discusiones parecían plagios la una de la otra. La señora Richards dijo:

-Si hubieses esperado un poco, Edward…; si lo hubieses pensado. Pero no… Tuviste que ir corriendo al periódico y divulgarlo por todas partes.

El papel decía que debía publicarse.

Eso no significa nada. También decía que podía hacerse una investigación privada, si lo preferías.

-¿Es verdad o no?

-Sí, es verdad. Pero, cuando pensé en el revuelo que se produciría y en el honor que significaba pura Hadleyburg que un forastero depositase tanta confianza en ella…

-Oh, sí, sé todo eso, pero, si lo hubieras pensado un poco, te habrías dado cuenta de que no podías encontrar al hombre, porque está en la tumba y no dejó ni parientes, ni hijos ni perros; y, visto que a fin de cuentas el dinero iría a parar a manos de alguien que tenía muchas necesidades y que no perjudicaría a nadie, y…

La señora Richards se echó a llorar. Su marido, buscando algo que pudiera consolarla, le dijo:

-Después de todo, Mary, quizá sea mejor así.

-¡Vete a saber! Quizá todo estaba predestinado…

-¡Predestinado! Oh… Todo está predestinado cuando una persona se da cuenta de que ha sido estúpida.

-Sí, estaba también predestinado que el dinero viniera a nuestras manos de esta forma especial y tú decidieras entrometerte en los planes de la Providencia… Quién te dio derecho a hacerlo? Algo malvado, eso es todo… Fue, simplemente, un engreimiento blasfemo que no le cuadraba ya a un modesto y humilde profesor de…

-Pero, Mary… Tú sabes qué educación nos han dado, como a todos los demás; ha llegado a ser en nosotros una segunda naturaleza el no pararnos ni un momento a pensar cuando hay que hacer algo honrado…

-Oh, ya !o se, ya lo sé… Ha sido un sempiterno adiestramiento, adiestramiento, más adiestramiento en materia de honradez…, de honradez escudada, desde la propia cuna, contra las tentaciones posibles y, por lo tanto, honradez artificial y débil como el agua al llegar la tentación, según hemos visto esta noche. Dios sabe que nunca tuve sombras de una viuda sobre mi petrificada e indestructible honradez hasta ahora; y ahora, bajo el impulso de la primera grande y auténtica tentación, Edward, yo…, yo, Edward, creo que la honradez de esta ciudad está tan podrida como la mía, tan podrida como la tuya. Se trata de una ciudad mezquina, cruel, avara, sin más virtud que esta honradez tan célebre y de que tanto se enorgullece. Por eso, Dios me ayude, creo que, si llega un día en que la honradez se ve sometida a una gran tentación, su fama se desplomará como un castillo de naipes. Ahora que me confieso me siento mejor: me he engañado y lo he hecho siempre sin darme cuenta. Que ningún hombre vuelva a llamarme honrada; no quiero serlo. Yo… Bueno, Mary…, yo pienso poco más o menos como tía. -¡Además, me parece tan raro, tan absurdo! Yo nunca lo habría creído… Nunca.