Además de la mamá están sentadas en la terraza señoritas de matices diversos y un oficial retirado, herido en la última guerra en la sien derecha y en el muslo izquierdo. Este infeliz quería, como yo, consagrar el verano a la redacción de una obra intitulada «Memorias de un militar». Al igual que yo, aplicase todas las mañanas a la redacción de su libro; pero apenas escribe la frase «Nací en tal año…», aparece bajo su balcón alguna Varinka o Masdinka, que está allí como de centinela. Cuantos se hallan en la terraza ocúpanse en limpiar frutas, para hacer dulce con ellas. Saludo y me dispongo a marchar; pero las señoritas de diversos matices esconden mi sombrero y me incitan a que no me vaya. Tomo asiento. Me dan un plato con fruta y una horquilla, a fin de que proceda, como los demás, a la operación de extraer el hueso. Las señoritas hablan de sus cortejadores; fulano es guapo; mengano lo es también, pero no es simpático; zutano es feo, aunque simpático; perengano no está mal del todo, pero su nariz semeja un dedal, etc.

-Y usted, Nicolás -me dice la mamá de Mas- dinka-, no tiene nada de guapo; pero le sobra simpatía; en usted hay un no sé qué… La verdad es -añade suspirando- que para un hombre lo que vale no es la hermosura, sino el talento.

Las jóvenes me miran y en seguida bajan los ojos. Ellas están, sin duda, de acuerdo en que para un hombre lo más importante no es la hermosura, sino el talento. Obsérvome, a hurtadillas, en el espejo para ver si, realmente, soy simpático. Veo a un hombre de tupida melena, barba y bigote poblados, cejas densas, vello en la mejilla, vello debajo de los ojos, todo un conjunto velludo, en medio del cual descuella, como una torre sólida, su nariz.

-No me parezco mal del todo…

-Pero en usted, Nicolás, son las cualidades morales las que llevan ventaja -replica la mamá de Masdinka.

Narinka sufre por mí; pero al propio tiempo, la idea de que un hombre está enamorado de ella la colma de gozo. Ahora charlan del amor. Una de las señoritas levántase y se va; todas las demás empiezan a hablar mal de ella. Todas, todas la hallan tonta, insoportable, fea, con un hombro más bajo que otro. Por fin aparece mi sirvienta, que mi madre envió para llamarme a comer. Puedo, gracias a Dios, abandonar esta sociedad estrambótica y entregarme nuevamente a mi trabajo. Me levanto y saludo. Pero la mamá de Narinka y las señoritas de diversos matices rodéanme y me declaran que no me asiste el derecho de marcharme porque ayer les prometí comer con ellas y después de la comida ir a buscar setas en el bosque. Saludo y vuelvo a tomar asiento… En mi alma hierve la irritación. Presiento que voy a estallar; pero la delicadeza y el temor de faltar a las conveniencias sociales oblíganme a obedecer a las señoras, y obedezco. Nos sentamos a comer. El oficial retirado, que por efecto de su herida en la sien tiene calambres en las mandíbulas, come a la manera de un caballo provisto de su bocado. Hago bolitas de pan, pienso en la contribución sobre los perros, y, consciente de mi irascibilidad, me callo. Na- rinka me observa con lástima. Okroschka^, lengua con guisantes, gallina cocida, compota. Me falta apetito; pero engullo por delicadeza. Después de comer voy a la terraza para fumar; en esto acércase a mí la mamá de Masdinka y me dice con voz entrecortada:

-No desespere usted, Nicolás… Su corazón es de… Vamos al bosque.

Varinka cuélgase de mi brazo y establece el contacto. Sufro inmensamente; pero me aguanto.

-Dígame, señor Nicolás -murmura Narinka-, ¿por qué está usted tan triste, tan taciturno?

¡Extraña muchacha! ¿Qué se le debe responder? ¡Nada tengo que decirle!

-Hábleme algo -añade la joven.

En vano busco algo vulgar, accesible a su intelecto. A fuerza de buscar, lo encuentro, y me decido a romper el silencio.

-La destrucción de los bosques es una cosa perjudicial a Rusia.

-Nicolás -suspira Varinka, mientras su nariz se colorea-, usted rehuye una conversación franca… Usted quiere asesinarme con su reserva… Usted se empeña en sufrir solo…

Me coge de la mano, y advierto que su nariz se hincha; ella añade:

-¿Qué diría usted si la joven que usted quiere le ofreciera una amistad eterna?

Yo balbuceo algo incomprensible, porque, en verdad, no sé qué contestarle; en primer lugar, no quiero a ninguna muchacha; en segundo lugar, ¿qué falta me hace una amistad eterna? En tercer lugar, soy muy irritable. Masdinka o Va- rinka cúbrese el rostro con las manos y dice a media voz, como hablando consigo misma: «Se calla…; veo que desea mi sacrificio. ¿Pero cómo lo he de querer, si todavía quiero al otro?… Lo pensaré, sí, lo pensaré; reuniré todas las fuerzas de mi alma, y, a costa de mi felicidad, libraré a este hombre de sus angustias».

No comprendo nada. Es un asunto cabalístico. Seguimos el paseo silencioso. La fisonomía de Narinka denota una lucha interior. Óyese el ladrido de los perros. Esto me hace pensar en mi disertación, y suspiro de nuevo. A lo rejos, a través de los árboles, descubro al oficial inválido, que cojea atrozmente, tambaleándose de derecha a izquierda, porque del lado derecho tiene el muslo herido, y del lado izquierdo tiene colgada de su brazo a una señorita. Su cara refleja resignación. Regresamos del bosque a casa, tomamos el té, jugamos al croquet y escuchamos cómo una de las jóvenes canta:

«Tú no me amas,

no…»

Al pronunciar la palabra «no», tuerce la boca hasta la oreja.

Charmant, charmant, gimen en francés las otras jóvenes. Ya llega la noche. Por detrás de los matorrales asoma una luna lamentable. Todo está en silencio. Percíbese un olor repugnante de heno cortado. Tomo mi sombrero y me voy a marchar.

-Tengo que comunicarle algo interesante - murmura Masdinka a mi oído.

Abrigo el presentimiento de que algo malo me va a suceder, y, por delicadeza, me quedo. Masdinka me coge del brazo y me arrastra hacia una avenida. Toda su fisonomía expresa una lucha. Está pálida, respira con dificultad; diríase que piensa arrancarme el brazo derecho. «¿Qué tendrá?», pienso yo.

-Escuche usted; no puedo…

Quiere decir algo; pero no se atreve. Veo por su cara que, al fin, se decide. Lánzame una ojeada, y con la nariz, que va hinchándose gradualmente, me dice a quema ropa:

-Nicolás, yo soy suya. No le puedo amar; pero le prometo fidelidad.

Apriétase contra mi pecho y retrocede poco después.

-Alguien viene, adiós; mañana a las once me hallaré en la glorieta.

Desaparece. Yo no comprendo nada. El corazón me late. Regreso a mi casa. El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros me aguarda; pero trabajar me es imposible. Estoy rabioso. Me siento terriblemente irritado. Yo no permito que se me trate como a un chiquillo. Soy irascible, y es peligroso bromear conmigo. Cuando la sirvienta me anuncia que la cena está lista, la despido brutalmente:

-¡Váyase en mal hora!