—Pero, ¿dónde habitas? —insistió Olenetiev.

—No tengo casa, habito siempre en la montaña. Enciendo una hoguera e instalo una tienda para dormir. ¿Cómo se puede habitar una casa cuando no se hace nada más que cazar?

A continuación, nos contó que ese día había perseguido con ardor ciervos y había herido una corza, pero sin llegar a abatirla. Ocupado en seguir la pista sangrienta, descubrió nuestro pasaje y llegó así hasta el desfiladero. Cuando se hizo de noche, vio nuestro fuego y vino directamente.

—Marchaba despacio —dijo—. Me preguntaba quiénes podían ser esos hombres que se habían adentrado tan lejos en la montaña. Después, percibiendo un capitán y soldados, os he alcanzado.

—¿Cómo te llamas? —pregunté al desconocido.

—Dersu Uzala —respondió.

Este hombre me interesaba. Tenía algo de particular. Hablando de una manera simple y en voz baja, se comportaba con modestia, pero sin la menor humildad... En el curso de nuestra larga conversación, me contó su vida. Tenía delante de mí a un cazador primitivo que había pasado toda su existencia en la taiga. Ganaba con su fusil para ir tirando, cambiando los productos de su caza por tabaco, plomo y pólvora que le facilitaban los chinos. Su carabina era una herencia que le venía de su padre.

Me dijo que tenía cincuenta y tres años y que jamás había tenido domicilio. Viviendo siempre al aire libre; únicamente en el invierno se acondicionaba una yurta [8]provisional, construida de raíces o de corteza de abedul. Sus recuerdos de infancia más antiguos eran el río, una choza, una hoguera, sus padres y su hermanita.

—Hace mucho tiempo que se han muerto todos —dijo para concluir su relato, y tomó un aire soñador. Tras un corto silencio, añadió todavía—: En otro tiempo, tuve también una mujer, un chico y una chica. Todos sucumbieron a la viruela, y me he quedado solo.

Yo tenía ganas de testimoniarle mi simpatía y hacerle algún favor, pero no sabía cómo. Por fin, tuve la idea de proponerle que cambiase su viejo fusil por uno nuevo, pero rehusó diciendo que él tenía apego a su carabina, recuerdo de su padre, y que se había habituado a esta arma, que por otra parte llevaba muy bien. Extendiendo su brazo hacia el árbol, tomó la vieja arma y acarició la culata.

Las estrellas estaban ya altas en el cielo, indicando que era más de medianoche, pero nosotros seguíamos charlando al lado del fuego. Es cierto que el interlocutor principal fue Dersu, mientras que yo me limitaba a escucharle, no sin placer, la mayor parte del tiempo. Me habló de sus cazas, de sus encuentros con tigres. Una vez, había sido atacado y gravemente herido por uno de estos felinos. La mujer del goldlo buscó durante algunos días. Cuando lo encontró, siguiendo sus huellas, él estaba agotado por la hemorragia. Durante su enfermedad, fue su mujer quien lo reemplazó para ir a cazar.

Le pregunté también a Dersu acerca de la región donde nos encontrábamos. Me explicó que estábamos cerca de las fuentes del río Lefu, y que deberíamos llegar al día siguiente a una fanzade cazador.

Uno de los tiradores adormecido se despertó, nos miró a los dos con aire asombrado, masculló alguna cosa para sí mismo y se volvió a dormir con la sonrisa en los labios.

El cielo y la tierra estaban aún sombríos; se sentía apenas la proximidad del alba por el este, donde continuaban sin embargo apareciendo nuevas estrellas. Cayó un rocío abundante, anuncio seguro de buen tiempo para la jornada.

Al cabo de una hora, el oriente comenzó a enrojecer. Miré mi reloj: indicaba las seis. Era hora de despertar al hombre de servicio. Lo sacudí por los hombros hasta que se sentó, desperezándose. El fuego de la hoguera le hería la vista y frunció un poco el entrecejo. Después, percibiendo a Dersu, dijo sonriente:

—¡Vaya un hombre original...! —Y a continuación, empezó a calzarse.

Nuestro campamento se reanimó muy pronto. Los hombres se pusieron a hablar; los caballos abandonaron su postura entumecida; un pájaro gorjeó en algún sitio; más abajo, al fondo del barranco, otro le hizo coro; se escuchó el grito del pico-verde y el piar incesante de un pico-negro. La taiga se despertó. La luz aumentaba de un momento a otro y, de pronto, los brillantes rayos del sol aparecieron en haz sobre la cresta de las montañas, iluminando el bosque entero. El campamento cambió de aspecto. En el lugar de nuestra hermosa hoguera, de donde el fuego había desaparecido, sólo quedaba un montón de cenizas; latas de conserva vacías se esparcían por el suelo y sólo algunas pértigas emergían de la hierba pisoteada, indicando el lugar donde se habían elevado las tiendas.

3

La caza del jabalí

Después del té, los soldados comenzaron a cargar nuestros caballos. Dersu se preparó igualmente para la marcha. Ajustándose a la espalda su zurrón y tomando en la mano su fusil así como su pequeño tridente, se asoció a nuestro destacamento cuando nos volvimos a poner en marcha.

El desfiladero que hubimos de seguir era largo y sinuoso. Otros barrancos de la misma especie desembocaban y vertían sus aguas en él. Poco a poco, no obstante, la garganta se ensanchaba y tomaba el aspecto de un valle. Los árboles que crecían allí estaban marcados por antiguas muescas que nos llevaron hasta un sendero.

El goldmarchaba a la cabeza, sin cesar de mirar atentamente al suelo. A veces, se agachaba para palpar con sus manos el follaje.

—¿Qué haces? —le pregunté.

Dersu se detuvo para explicarme que aquella senda, hecha para caminantes y no para caballos, servía de comunicación a lo largo de una línea de trampas para cibelinas y que un paseante solitario, muy probablemente un chino, la había seguido pocos días antes. Sus palabras nos sorprendieron a todos. Notando nuestra desconfianza, Dersu exclamó:

—¿Cómo es posible que no lo entiendas? Pues bien, no tienes más que mirar.

Y a continuación nos proporcionó argumentos que no dejaban ningún lugar a dudas. La cosa era clara y simple, hasta el punto de que yo me asombraba de no haberla comprendido antes. La senda no tenía ninguna huella de patas de caballo y sus bordes no estaban desprovistos de ramas. Nuestros caballos la seguían con dificultad, rozando continuamente sus cargas con los árboles vecinos. Además, los recodos eran tan empinados que los caballos no podían tomarlos y debían ser conducidos por otro lado. Por otra parte, los troncos aislados, arrojados a través de los arroyos, presentaban ciertos indicios de pasaje, pero en ninguna parte la senda descendía hasta el agua. Finalmente, el árbol desgajado que atravesaba el camino no había sido levantado, permitiendo avanzar libremente sólo a los hombres, mientras que los caballos estaban obligados a desviarse. Todo aquello probaba bien que la senda no estaba destinada a bestias de carga.