Más abajo, bastante próximos a la tierra, venían los patos apresurados. Había tropeles de grandes patos salvajes ordinarios, así como innumerables cercetas y otras especies más pequeñas. Los halcones describían a su vez bellas curvas y se detenían mucho tiempo en un punto fijo, haciendo palpitar sus alas y acechando sus presas sobre la tierra. Algunas veces, se desplazaban un poco, girando de nuevo y descendiendo de golpe como flechas, con las alas plegadas, para venir a rozar apenas la hierba y volverse a elevar en seguida hacia el cielo.

Por otro lado, las gaviotas de río se quedaban con preferencia en los lugares pantanosos. Los charcos de agua estancada parecían ser puntos de referencia que les permitían observar la dirección deseada.

Completamente de improviso, viniendo de quién sabe dónde, apareció una pareja de gamos a unos sesenta pasos de donde nosotros nos encontrábamos. Casi no se los podía distinguir entre la hierba espesa, a través de la cual apenas se dejaban percibir, de tanto en tanto, sus cabezas, sus orejas separadas y las manchas blancas encima de sus patas traseras. Huyeron a una distancia de ciento cincuenta pasos. Yo tiré sobre ellos sin éxito. El eco repitió el ruido del disparo y lo amplió a lo largo del río. Miles de pájaros levantaron el vuelo del agua, escapando en bandadas. Los gamos, asustados, parecieron desprenderse del suelo y volvieron a partir con grandes saltos. Dersu apoyó el fusil en el hombro, pero no apretó el gatillo hasta el momento en que vio la cabeza de uno de los animales que aparecía por encima de la hierba. Cuando la humareda se disipó, no ubicamos más a los gamos. El goldvolvió a cargar su carabina y avanzó sin prisa. Yo le seguí sin hablar. Dersu miró alrededor, dio media vuelta y se fue hacia otro lado para volver después sobre sus pasos. Me di cuenta de que buscaba algo.

—¿Qué buscas? —le pregunté.

—El gamo —respondió.

—¡Pero si se ha marchado!

—No —dijo con seguridad—. Le he dado en la cabeza.

Por mi parte, me puse a buscar a la bestia abatida, sin darle demasiado crédito a la afirmación del gold,que me parecía errónea. Pero, al cabo de diez minutos, nos encontramos al gamo, cuya cabeza estaba, en efecto, perforada por la bala. Dersu lo colocó sobre sus espaldas y regresó lentamente al camino. Era ya la hora del crepúsculo cuando volvimos al campamento.

Cerca de la corriente de agua se levantaba la masa sombría del bosque, cuyos árboles se parecían tanto que no se podía distinguirlos. El resplandor de nuestra hoguera brillaba a través del follaje. La noche era calma y fresca. Escuchamos en la vecindad una bandada de patos que se posaba ruidosamente sobre el agua, y pudimos reconocer por su vuelo que eran cercetas.

Después de cenar, Dersu y Olenetiev se ocuparon de desollar el gamo.

Al día siguiente, nos levantamos bastante pronto e hicimos un alto para ordenar nuestros efectos a bordo y poder continuar, siguiendo el curso del Lefu. A medida que avanzábamos, el río se hacía cada vez más sinuoso. Sus «traveses» (palabra que los indígenas dan a los meandros) describen círculos casi enteros, retroceden y se vuelven a desviar de nuevo, sin dejar correr el río siquiera un poco en línea. No es nada fácil localizar el lecho principal del Lefu en el dédalo de sus diversos canales.

La corriente se hacía gradualmente más lenta. Las pértigas de las que se servían mis dos soldados para hacer avanzar la embarcación, una vez apoyadas contra el fondo, se deslizaban a menudo hasta el punto de escapar de las manos de los improvisados bateleros. Por otra parte, la profundidad del agua es muy desigual en este sector del Lefu. Tan pronto nuestra canoa chocaba con bancos, como pasábamos por lugares tan profundos que la pértiga se hundía casi entera en la corriente.

El suelo de los dos ríos es bastante sólido en las cercanías inmediatas a la corriente del agua pero es suficiente apartarse un poco para atascarse en seguida en el pantano. Hacia la noche, llegamos cerca del río Tchernigovka e instalamos nuestro campo sobre un istmo estrecho que lo enlaza con un antiguo canal.

Ese día, el vuelo masivo de los pájaros era particularmente numeroso. Algunos patos abatidos por Olenetiev nos proporcionaron una cena excelente. Cuando sobrevino la oscuridad, todos los pájaros interrumpieron su viaje y la calma se estableció súbitamente en los alrededores. Se hubiera creído que en estas estepas faltaba toda clase de vida. Sin embargo, no había ni un pequeño lago, ni un charco de agua, ni un brazo de río, donde no hubiesen descendido por la noche bandadas de cisnes, de somormujos (cuervos marinos), patos y otros pájaros acuáticos.

Al día siguiente, por pura casualidad, nos despertamos muy pronto. Desde el alba, los pájaros se elevaron en el aire y prosiguieron con gritos sonoros su camino hacia el sur. Los gansos se elevaron primero; después, cada uno a su turno, partieron los cisnes, los patos y, en fin, todas las otras aves migratorias. Al principio, se mantenían a poca altura, pero a medida que aumentaba la luz, se elevaban a regiones más altas.

El río se dividió en gran número de brazos, muchos de ellos de una longitud de varios kilómetros. Estos canales formaban a su vez ramificaciones y pequeños cursos de agua subsidiarios. Todo esto representa un laberinto que se extiende a los dos lados del lecho principal; si se abandona éste para adentrarse en un canal lateral, con la ilusión de ganar tiempo, es muy fácil perderse.

También seguíamos el curso central, no abandonándolo más que cuando era indispensable, y sólo para volver a tomarlo en la primera ocasión. Estos canales cubiertos de cañas de todas clases, cubrían completamente nuestra embarcación. Avanzábamos lentamente, y a veces algunos pájaros se acercaban a nosotros hasta una distancia inferior al alcance de un tiro de fusil. De vez en cuando nos parábamos para observarlos largamente. Así, alcancé a ver un alcaraván. Con sus plumas de un gris amarillento, su pico amarillo tirando a rojizo, ojos y patas igualmente amarillas, este pájaro tiene un aspecto francamente desagradable. Sombrío y encorvado, se paseaba por la arena, persiguiendo sin tregua a una becada siberiana, tan ágil como ligera. La becada volaba a veces a poca distancia. Pero cuando se posaba en tierra, su adversario se volvía lentamente hacia ella, aceleraba súbitamente el paso al mismo tiempo que se aproximaba y trataba de atacarla con su pico puntiagudo. Tan pronto como el alcaraván percibió nuestro barco, se escondió en la hierba, estiró el cuello y quedó inmóvil, con la cabeza levantada en el aire. Cuando nos aproximamos, Martchenko apuntó y tiró sobre él; pero falló el tiro, si bien su bala rozó al pájaro tan de cerca que alcanzó a las cañas de los bordes. El alcaraván no acertó siquiera a moverse.

Dersu se puso a reír:

—Es un hombre muy maligno —hizo notar—. No hace más que gastar esta clase de bromas.

De hecho, ya no se percibía en absoluto al palmípedo. La hierba parecía haberse tragado las plumas coloreadas y el pico rígido y enhiesto.

A continuación, contemplamos otra escena. Un martín pescador estaba instalado, completamente solo, en la rama de un zarzal de la orilla. Este pájaro, de cabeza gruesa y gran pico, tenía el aire de estar durmiendo. Pero, de repente, se arrojó al agua y reapareció en la superficie, llevando en el pico un pescadito. Después de tragar su presa, se volvió a colocar sobre su rama y se adormeció de nuevo. Cuando escuchó en la proximidad el ruido que hacía nuestra embarcación, pegó un grito y se fue a lo largo del río, haciendo centellear el azul resplandeciente de sus plumas. A cierta distancia, se posó sobre otro zarzal, pero un meandro del río nos lo hizo perder de vista.