—Escucha, capitán —me dijo—, ¡escúchame bien! Tenemos que actuar rápidamente; si no, es la muerte. Hay que cortar pronto la hierba.

No le pregunté para qué podía servir aquello. Escuché sólo esta orden:

—¡Pronto, a cortar la hierba!

Sacando rápidamente todas nuestras armas y municiones, nos pusimos febrilmente a la tarea. Pero mientras yo recogía un puñado que cabía en una mano, Dersu recogía más del doble de esa cantidad. El viento soplaba por ráfagas, con una violencia que nos permitía apenas permanecer de pie. Mis ropas comenzaron a helarse. Cuando depositamos en tierra la hierba recogida, la nieve la recubrió enseguida. El goldme prohibió cortar hierba en ciertos lugares. Se enfadaba mucho cuando yo no le obedecía al momento.

—¡No entiendes nada! —gritó—. A ti te corresponde obedecer y trabajar. Yo sé lo que quiero.

Dersu se apoderó de nuestras bandoleras y de su cinturón de cuero. Yo le di también cuerdas que encontré en mi bolsillo y él escondió todo eso en su pecho. La oscuridad y el frío no cesaban de aumentar. A pesar de la capa de nieve, se podía todavía distinguir ciertas cosas en la tierra. Dersu se movía a una velocidad sorprendente. Su voz tomaba a veces tonos asustados e indignados. Eso me hacía volver a tomar mi cuchillo y ponerme de nuevo al trabajo hasta el agotamiento. La nieve que cubría mi camisa comenzó a fundirse y sentí los hilillos de agua fría correr a lo largo de mi espalda. Creo que pasamos más de una hora cortando así la hierba. El viento penetrante y la nieve punzante me azotaban terriblemente el rostro. Mis manos estaban heladas. Trataba de recalentarlas con mi aliento y dejé caer mi cuchillo. Notando que cesaba de trabajar. Dersu me gritó de nuevo:

—¡Capitán, manos a la obra! Tengo mucho miedo. La muerte se aproxima.

Como yo objeté que había perdido mi cuchillo, me gritó todavía, esforzándose en dominar con su voz el ruido del viento:

—¡Arranca la hierba con las manos!

Casi inconsciente, como un autómata, rompí los juncos y me corté las manos. Pero ahora tenía miedo de interrumpir el trabajo y arranqué hierba hasta el momento en que me faltaron por completo las fuerzas. Veía círculos que giraban alrededor de mis ojos; mis dientes castañetearon y sentí que me adormecía. Un pensamiento atravesó mi espíritu: «¡Aquí está, es la muerte por el frío!» Después, caí en una especie de sopor.

De golpe, sentí que alguien me sacudía por los hombros. Era Dersu, que se inclinaba hacia mí diciendo:

—¡De rodillas!

Obedecí, apoyándome con las manos contra la tierra. El goldme cubrió con su lona y se puso a echar hierba por encima. Inmediatamente, tuve más calor. El agua congelada comenzó a gotear por mis ropas. Dersu marchó mucho tiempo por todo alrededor, amasando la nieve y apisonándola con sus pies. Un poco reconfortado, volví a caer en una especie de sueño opresivo. Pero, de nuevo, escuché la voz del gold:

—¡Capitán, córrete un poco!

Tuve que hacer un esfuerzo por apartarme. Dersu se deslizó en la tienda improvisada, se acostó de lado junto a mí y nos cubrió a los dos con su chaqueta de cuero. Extendiendo la mano, palpé sobre mis pies el calzado forrado que ya conocía.

—Gracias, Dersu —le dije—. Cúbrete tú también.

—Está bien, está bien, capitán —respondió—. ¡No hay que temer! He atado la hierba muy fuertemente. El viento no podrá esparcirla.

Cuanto más nos enterraba la nieve, más caliente se ponía nuestra choza. En su interior no caían ya más gotas. Escuchábamos el viento que aullaba fuera, pero aquello recordaba los sonidos de las sirenas o de las campanas. Vi en sueños como una fantasía de danzas; después, tuve la sensación de una serie de caídas cada vez más profundas y acabé por adormecerme con un sueño sano y prolongado, que duró —supongo— casi doce horas. Cuando me desperté, estaba oscuro y calmo. De repente, noté que estaba solo.

—¡Dersu! —grité con miedo.

—¡Capitán! —me respondió una voz afuera—. Sal un poco, hay que volver a nuestra verdadera madriguera.

Salí de prisa y me llevé instintivamente la mano a los ojos. Todo estaba blanco de nieve. El aire era fresco y transparente. Helaba todavía. Nubes deshilachadas atravesaban el cielo, que era azul en ciertos lugares. Aunque hiciese todavía un tiempo gris y brumoso, se presentía la aparición inminente del sol. La hierba abatida por la nieve estaba esparcida por franjas. Dersu recogió un poco de desperdicios secos y encendió una pequeña hoguera para secar mis rodilleras.

Comprendí entonces por qué el goldme había impedido cortar la hierba en ciertos lugares. Era para trenzarla y tenderla a continuación, con la ayuda de correas y de cuerdas, por encima de nuestra singular choza, a fin de que el viento no pudiera esparcirla. Le di las gracias a Dersu por haberme salvado:

—¡Bueno, bueno! Hemos marchado y trabajado juntos. ¡Nada de agradecimientos! —después añadió, como si quisiera cambiar de conversación—: Muchos hombres han perecido esta noche.

Adiviné que los «hombres» de que hablaba Dersu eran seres con plumas.

Tras demoler nuestro abrigo de hierbas, tomamos de nuevo los fusiles y fuimos a buscar otra vez el istmo, que se encontraba en realidad poco alejado de nuestro campo. Franqueado el pantano, avanzamos todavía un poco hacia el lago de Janka y volvimos a continuación hacia el este, tratando de llegar al curso principal del Lefu.

Después del huracán de nieve, la estepa parecía inanimada y desierta. Los gansos, patos, gaviotas y mergos, habían desaparecido todos. Pantanos cubiertos de nieve formaban grandes manchas sobre el fondo amarillo betún. La marcha nos resultó fácil, ya que ahora la tierra húmeda estaba congelada y podía soportar fácilmente nuestro peso. Llegamos bien pronto al río, y al cabo de una hora volvíamos a entrar en el campamento.

Olenetiev y Martchenko no se habían inquietado por nosotros, pensando que habíamos encontrado al borde del lago algún abrigo para pasar la noche. Yo me cambié de calzado, tomé un té y me tendí cerca del fuego. Dersu durmió al otro lado de la hoguera.

A la mañana siguiente, el frío era muy intenso. El agua estancada se heló por todas partes y el río se cubrió de témpanos flotantes. Nuestra jornada entera se pasó navegando a lo largo de diversos brazos del Lefu. A menudo, entramos en algún brazo de agua que no tenía salida, lo que nos obligaba a deshacer camino. Después de una acampada final al borde del agua, Dersu rogó a Olenetiev que le ayudara a sacar la embarcación a la orilla. Desprendió cuidadosamente la arena pegada, la limpió con hierba y la volvió a poner sobre rodillos de madera. Hacía esto —yo lo sabía bien ahora— en provecho de cualquier hombre desconocido que pudiera aprovecharlo en el momento oportuno.

Por la mañana, abandonamos el Lefu y fuimos a pie hacia Tchernigovka, donde los otros soldados nos esperaban con los caballos. A mediodía, llegamos al pueblo de Dmitrovka, situado más allá del ferrocarril del Ussuri. Atravesando la vía férrea, Dersu se detuvo para tantear con las manos los raíles, miró a los dos lados y dijo simplemente: