Annotation

“La verdadera vida de Sebastian Knight” comienza como el intento de escribir una biografía acerca del personaje del título por parte de su hermanastro, V. Este Sebastian se nos revela como un escritor de éxito, autor de varias novelas complejas y extrañas, que fallece debido a una enfermedad cardíaca a los 36 años. Tras su muerte, el narrador decide recopilar datos acerca de él para ilustrar el libro que le dedicará (y que llevará por título “La verdadera vida de Sebastian Knight”), ya que perdieron contacto cuando Sebastian marchó a Londres. A través de antiguos amigos y viejas amantes, V. irá formando la imagen de ese hermanastro escritor: extraño, oscuro, complejo, atormentado por su búsqueda insaciable de la imagen perfecta. Al igual que Nabokov, Sebastian cambia el ruso por el inglés y ese cambio es doloroso: le cuesta escribir Caleidoscopio, su primera novela, cuya redacción se convierte en un tour de force emocional (y casi físico). Ayudado por Claire, la mujer que le entregará —casi literalmente— su vida, ese primer libro representa el primer paso en pos de una expresión ideal, liberada de lugares comunes, de palabras comunes, que alcance a describir lo más profundo de una existencia.

Vladimir Nabokov

La verdadera vida de Sebastian Knight

Traducción de Enrique Pezzoni

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EDITORIAL ANAGRAMA

BARCELONA

Título de la edición original:

The Real Life of Sebastian Knight

New Directions

Norfolk, 1941

Portada:

Julio Vivas

Ilustración: «Naturaleza muerta matinal» (detalle), Kouzma Petrov-Vodkine.

© Herederos de Vladimir Nabokov

© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1988

Pedro de la Creu, 58

08034 Barcelona

ISBN: 84-339-3145-8

Depósito Legal: B. 41191-1988

Printed in Spain

Libergraf, S.A., Constitució, 19 — 08014 Barcelona

1

Sebastian Knight nació el 31 de diciembre de 1899 en la antigua capital de mi patria. Una vieja dama rusa me mostró una vez, en París —suplicándome, por algún misterioso motivo, que no divulgara su nombre—, un diario que había llevado en el pasado. Tan ocres (en apariencia) habían sido esos años, que los detalles recogidos día tras día (¡pobre método de alcanzar la perduración!) apenas iban más allá de un sucinto informe sobre las condiciones climatológicas. En ese sentido, es curioso observar que los diarios personales de los reyes —por más conmociones que sacudan sus reinos— tienen ese motivo como preocupación esencial. Así es la suerte: en esa ocasión se me ofreció algo cuyas huellas nunca habría seguido, de haber tenido que planear yo mismo la cacería. Estoy, pues, en condiciones de afirmar que la mañana en que nació Sebastian Knight no soplaba viento, la temperatura era de doce grados (Réaumur) bajo cero... y eso es cuanto la buena dama juzgó digno rememorar. A decir verdad, no encuentro ninguna razón valedera para mantener su anonimato. Me parece harto improbable que lea alguna vez este libro. Su nombre era y es Olga Olegovna Orlova: ¿no habría sido una pena omitir esa aliteración ovoide?

El magro relato de la dama no puede sugerir a un lector que no haya viajado los deleites propios de un día invernal en San Petersburgo: el puro lujo de un cielo sin nubes, cuyo fin no es entibiar la carne, sino apenas agradar la mirada; el resplandor de las huellas de los trineos sobre la nieve hollada, en calles espaciosas, con un matiz pardo en el centro, debido a una pingüe mezcla de estiércol de caballo; el abigarrado racimo de globos pregonados por un vendedor ambulante con delantal; la suave curva de una cúpula —su oro ofuscado por la tenue floración de la escarcha—; en los abedules de las plazas hasta la más frágil de sus ramillas contorneada de blanco; el estridor, el tañido del tránsito invernal... A propósito: qué extraño es mirar una vieja postal —como la que he puesto en mi escritorio para divertir un instante al niño de la memoria— y recordar la anarquía de los cabriolés rusos, que viraban cuando se les antojaba, donde se les antojaba y como se les antojaba, de modo que en vez de la corriente recta y consciente del tránsito actual se veía —como en esta fotografía coloreada— una calle ancha como un sueño, con carruajes torcidos bajo cielos de un azul increíble que, en la lejanía, van diluyéndose automáticamente hasta un relumbre rosado de mnemónica trivialidad.

No he podido obtener una fotografía de la casa donde nació Sebastian, pero la conozco muy bien: yo mismo nací en ella, unos seis años después que él. Teníamos el mismo padre: había vuelto a casarse poco después de su divorcio de la madre de Sebastian. Cosa extraña, este segundo casamiento no se menciona en la Tragedia de Sebastian Knight,de Goodman (aparecida en 1936 y a la cual he de referirme con detalle). Para los lectores del libro de Goodman estoy condenado a pasar por un ser inexistente, por un falso pariente, por un gárrulo impostor. Pero el propio Sebastian, en su obra más autobiográfica (El bien perdido),encuentra unas cuantas palabras amables para referirse a mi madre, y creo que ella las merecía. Tampoco es exacto, como sugirió la prensa británica después de la muerte de Sebastian, que su padre muriese en un duelo librado en 1913; la verdad es que se recobraba rápidamente de la herida de bala recibida en el pecho cuando —un mes después— atrapó un resfriado que no podía permitirse su pulmón a medio curar.

Soldado aguerrido, hombre afable, ocurrente, ingenioso, lo agitaba esa inquietud aventurera que Sebastian heredó como escritor. El invierno pasado, durante un almuerzo de literatos en South Kensington, se oyó decir a un viejo crítico muy celebrado —por cuyo brillo y erudición siempre he sentido respeto—, al dirigirse la conversación hacia la prematura muerte de Sebastian Knight: «¡Pobre Knight! Tuvo dos períodos: en el primero fue un hombre mediocre que escribía en un inglés estropeado; en el segundo fue un hombre estropeado que escribía en un inglés mediocre.» Observación maligna, y en más de un sentido: es demasiado fácil hablar de un autor muerto a espaldas de sus libros. Quisiera creer que el chistoso no se siente orgulloso al recordar ese chiste, tanto más cuanto que había revelado una contención mucho mayor al estudiar, pocos años antes, la obra de Sebastian Knight.

Sin embargo, ha de admitirse que en cierto sentido la vida de Sebastian, aunque lejos de ser mediocre, carecía del tremendo vigor de su estilo literario. Cada vez que abro uno de sus libros me parece ver a mi padre precipitándose en el cuarto, con ese peculiar modo suyo de abrir de golpe la puerta para arrojarse un segundo después sobre la cosa que buscaba o la persona que quería. Mi primera impresión de él es siempre ésta: súbitamente algo me levanta, sin aliento, del suelo, todavía con el tren de juguete colgando de mi mano y con los caireles de la araña peligrosamente cerca de mi cabeza. Me bajaba tan de repente como me había izado, tan de repente como la prosa de Sebastian levanta al lector para dejarlo caer, bruscamente, en el alegre bathosdel enmarañado párrafo que sigue. Algunas bromas favoritas de mi padre también parecen haber florecido en relatos tan típicos de Knight como Albinos de negroo La montaña cómica,acaso el mejor, un cuento deliciosamente extraño que me hace pensar en un niño que ríe en sueños.