El nuevo centinela entró en la garita y se sentó. Su fusil, con la bayoneta calada, quedó apoyado contra el muro. Robert Jordan sacó los gemelos del bolsillo y los ajustó hasta que aquel extremo del puente apareció nítido y perfilado, con su metal pintado de gris. Luego los dirigió hacia la garita.

El centinela estaba sentado con la espalda apoyada en la pared. Su casco pendía de un clavo y su rostro era perfectamente visible. Robert Jordan reconoció al hombre que había estado de guardia dos días antes en las primeras horas de la tarde. Llevaba el mismo gorro de punto que parecía una media. Y no se había afeitado. Tenía las mejillas hundidas y los pómulos salientes. Tenía las cejas pobladas, que se unían en medio de la frente. Tenía aire soñoliento, y Robert Jordan le observó mientras bostezaba. Sacó luego del bolsillo una pitillera y un librillo de papel y lió un cigarrillo. Trató de valerse del encendedor, hasta que, al fin, volvió a guardárselo en el bolsillo y, acercándose al brasero, se inclinó, y sacando un tizón lo sacudió en la palma de la mano, encendió el cigarrillo y volvió a arrojar al brasero el trozo de carbón.

Robert Jordan, ayudado por los prismáticos «Zeiss» de ocho aumentos, estudiaba la cara del hombre apoyado en la pared, fumando el cigarrillo. Luego se quitó los prismáticos, los cerró y los metió en su bolsillo.

«No quiero verle más», dijo.

Se quedó tumbado mirando la carretera y tratando de no pensar en nada. Una ardilla lanzaba grititos sobre un pino, a sus espaldas, un poco más abajo, y Robert Jordan la vio descender por el tronco, deteniéndose a medio camino para volver la cabeza y mirar al hombre que la observaba. Vio sus pequeños y brillantes ojillos y su agitada cola. Luego la ardilla se fue a otro árbol avanzando por el suelo, dando largos saltos con su cuerpecillo de patas cortas y cola desproporcionada. Al llegar al árbol se volvió hacia Robert Jordan, se puso a trepar por el tronco y desapareció. Unos minutos después Jordan oyó a la ardilla que chillaba en una de las ramas más altas del pino y la vio tendida boca abajo sobre una rama, moviendo la cola.

Robert Jordan apartó la vista de los pinos y la dirigió de nuevo a la garita del centinela. Le hubiera gustado meterse a la ardilla en un bolsillo. Le hubiera gustado tocar cualquier cosa. Frotó sus codos contra las agujas de pino, pero no era lo mismo. «Nadie sabe lo solo que se encuentra uno cuando tiene que hacer un trabajo así. Yo sí que lo sé. Espero que la gatita salga con bien de todo. Pero déjate de esas cosas. Bueno, tengo derecho a esperar algo, y espero. Lo que espero es hacer saltar bien el puente y que ella salga bien de todo. Bien, eso es todo; eso es todo lo que espero.»

Siguió tumbado allí, y apartando los ojos de la carretera y de la garita, los paseó por las montañas lejanas. Trató de no pensar en nada. Estaba allí tumbado, inmóvil, viendo cómo nacía la mañana. Era una hermosa mañana de comienzos de verano y en esa época del año, a fines de mayo, la mañana nace muy de prisa. Un motociclista con casco y chaquetón de cuero y el fusil automático en la funda, sujeto a la pierna izquierda, llegó del otro lado del puente y subió por la carretera. Algo más tarde, una ambulancia cruzó el puente, pasó un poco más abajo de Jordan y siguió subiendo la carretera. Pero eso fue todo. Le llegaba el olor de los pinos y el rumor del torrente, y el puente aparecía con toda claridad en aquellos momentos, muy hermoso a la luz de la mañana. Estaba tumbado detrás del pino con su ametralladora apoyada en su antebrazo izquierdo y no volvió a mirar a la garita del centinela hasta que, cuando parecía que no iba a suceder nada, que no podía ocurrir nada en una mañana tan hermosa de fines de mayo, oyó el estruendo repentino, cerrado y atronador de las bombas.

Al oír las bombas, el primer estampido, antes que el eco volviera a repetirlo atronando las montañas, Robert Jordan respiró hondamente y levantó de donde estaba el fusil ametrallador. El brazo se le había entumecido por el peso y los dedos se resistían a moverse.

El centinela en su garita se levantó al oír el ruido de las bombas. Robert Jordan vio al hombre coger su fusil y salir de la garita en actitud de alerta. Se quedó parado en medio de la carretera iluminado por el sol. Llevaba el gorro de punto a un lado y la luz del sol le dio de lleno en la cara, barbuda, al elevar la vista hacia el cielo, mirando al lugar de donde provenía el ruido de las bombas.

Ya no había niebla sobre la carretera y Robert Jordan vio al hombre claramente, nítidamente, parado allí, contemplando el cielo. La luz del sol le daba de plano, colándose por entre los árboles.

Robert Jordan sintió que se le oprimía el pecho como si un hilo de alambre se lo apretase, y apoyándose en los codos, sintiendo entre sus dedos las rugosidades del gatillo, alineó la mira, colocada ya en el centro del alza, apuntó en medio del pecho al centinela y apretó suavemente el disparador.

Sintió el culatazo, rápido, violento y espasmódico del fusil contra su hombro y el hombre que parecía haber sido sorprendido, cayó en la carretera, de rodillas, y dio con la cabeza en el suelo. Su fusil cayó al mismo tiempo y se quedó allí con la bayoneta apuntada a lo largo de la carretera, y con uno de sus dedos enredado en el gatillo.

Robert Jordan apartó la vista del hombre que yacía en el suelo, doblado, y miró hacia el puente y al centinela del extremo opuesto. No podía verlo y miró hacia la parte derecha de la ladera, hacia el sitio en donde estaba escondido Agustín. Oyó disparar entonces a Anselmo; y el tiro despertó un eco en la garganta. Luego le oyó disparar otra vez.

Al tiempo de producirse el segundo disparo le llegó el estampido de las granadas, arrojadas a la vuelta del recodo, más allá del puente. Luego hubo otro estallido de granadas hacia la izquierda, muy por encima de la carretera. Por fin oyó un tiroteo en la carretera y el ruido de la ametralladora de caballería de Pablo -clac clac clac- confundido con la explosión de las granadas. Vio entonces a Anselmo, que se deslizaba por la pendiente, al otro lado del puente, y cargándose la ametralladora a la espalda, cogió las dos mochilas que estaban detrás de los pinos y, con una en cada mano, pesándole tanto la carga que temía que los tendones se le rompieran en la espalda, descendió corriendo, dejándose casi llevar, por la pendiente abrupta que acababa en la carretera.

Mientras corría, oyó gritar a Agustín:

- Buena caza, inglés. Buena caza.

Y pensó: «Buena caza. Al diablo tu buena caza.» Entonces oyó disparar a Anselmo al otro lado del puente. El estampido del disparo hacía vibrar las vigas de acero. Pasó junto al centinela tendido en el suelo y corrió hacia el puente, balanceando su carga.

El viejo corrió a su encuentro, con la carabina en la mano.

- Sin novedad -gritó-. No ha salido nada mal. Tuve que rematarle.

Robert Jordan, que estaba arrodillado abriendo las mochilas en el centro del puente para coger el material, vio correr las lágrimas por las mejillas de Anselmo entre la barba gris.

- Yo maté a uno también -dijo a Anselmo. Y señaló con la cabeza hacia el centinela, que yacía en la carretera, al final del puente.