- ¿Y el otro puesto? -preguntó Jordan a Anselmo.

- Está a quinientos metros más abajo de esa revuelta. En la casilla de peón camionero que hay en el lado de la pared rocosa.

- ¿Cuántos hombres hay en ella? -preguntó Jordan.

Observó de nuevo al centinela con sus gemelos. El centinela aplastó el cigarrillo contra los tablones de madera de la garita, sacó de su bolsillo una tabaquera de cuero, rasgó el papel de la colilla y vació en la petaca el tabaco que le quedaba, se levantó, apoyó el fusil contra la pared y se desperezó. Luego volvió a coger el fusil, se lo puso en bandolera y se encaminó hacia el puente. Anselmo se aplastó contra el suelo. Jordan metió los gemelos en el bolsillo de su camisa y escondió la cabeza detrás del tronco del pino.

- Siete hombres y un cabo -dijo Anselmo, hablándole al oído-. Me lo ha dicho el gitano.

- Nos iremos en cuanto se detenga -dijo Jordan-. Estamos demasiado cerca.

- ¿Ha visto lo que quería?

- Sí. Todo lo que me hacía falta.

Comenzaba a hacer frío, ya que el sol se había puesto y la luz se esfumaba al tiempo que se extinguía el resplandor del último destello en las montañas situadas detrás de ellos.

- ¿Qué le parece? -preguntó en voz baja Anselmo, mientras miraban al centinela pasearse por el puente en dirección a la otra garita; la bayoneta brillaba con el último resplandor; su silueta aparecía informe debajo del capotón.

- Muy bien -contestó Jordan-. Muy bien.

- Me alegro -dijo Anselmo-. ¿Nos vamos? Ahora no es fácil que nos vea.

El centinela estaba de pie, vuelto de espaldas a ellos en el otro extremo del puente. De la hondonada subía el ruido del torrente golpeando contra las rocas. De pronto, por encima de ese ruido, se abrió paso una trepidación considerable y vieron que el centinela miraba hacia arriba, con su gorro de punto echado hacia atrás. Volvieron la cabeza y, levantandola, vieron en lo alto del cielo de la tarde tres monoplanos en formación de V; los aparatos parecían delicados objetos de plata en aquellas alturas, donde aún había luz solar, y pasaban a una velocidad increíblemente rápida, acompañados del runrún regular de sus motores.

- ¿Serán nuestros? -preguntó Anselmo.

- Parece que lo son -dijo Jordan, aunque sabía que a esa altura no es posible asegurarlo. Podía ser una patrulla de tarde de uno u otro bando. Pero era mejor decir que los cazas eran «nuestros», porque ello complacía a la gente. Si se trataba de bombarderos, ya era otra cosa.

Anselmo, evidentemente, era de la misma opinión.

- Son nuestros -afirmó-; los conozco. Son Moscas.

- Sí -contestó Jordan-; también a mí me parece que son Moscas.

- Son Moscas -insistió Anselmo.

Jordan pudo haber usado los gemelos y haberse asegurado al punto de que lo eran; pero prefirió no usarlos. No tenía importancia el saber aquella noche de quiénes eran los aviones, y si al viejo le agradaba pensar que eran de ellos, no quería quitarle la ilusión. Sin embargo, ahora que se alejaban camino de Segovia, no le parecía que los aviones se asemejaran a los «Boeing P 32» verdes, de alas bajas pintadas de rojo, que eran una versión rusa de los aviones americanos que los españoles llamaban Moscas. No podía distinguir bien los colores, pero la silueta no era la de los Moscas. No; era una patrulla fascista que volvía a sus bases.

El centinela seguía de espaldas al lado de la garita más alejada.

- Vámonos -dijo Jordan.

Y empezó a subir colina arriba, moviéndose con cuidado y procurando siempre quedar cubierto por la arboleda. Anselmo le seguía a la distancia de unos metros. Cuando estuvieron fuera de la vista del puente, Jordan se detuvo y el viejo llegó hasta él, y empezaron a trepar despacio, montaña arriba, entre la oscuridad.

- Tenemos una aviación formidable -dijo el viejo, feliz.

- Sí.

- Y vamos a ganar.

- Tenemos que ganar.

- Sí, y cuando hayamos ganado, tiene usted que venir conmigo de caza.

- ¿Qué clase de caza?

- Osos, ciervos, lobos, jabalíes…

- ¿Le gusta cazar?

- Sí, hombre, me gusta más que nada. Todos cazamos en mi pueblo. ¿No le gusta a usted la caza?

- No -contestó Jordan-. No me gusta matar animales.

- A mí me pasa lo contrario -dijo el viejo-; no me gusta matar hombres.

- A nadie le gusta, salvo a los que están mal de la cabeza -comentó Jordan-: pero no tengo nada en contra cuando es necesario. Cuando es por la causa.

- Eso es diferente -dijo Anselmo-. En mi casa, cuando yo tenía casa, porque ahora no tengo casa, había colmillos de jabalíes que yo había matado en el monte. Había pieles de lobo que había matado yo. Los había matado en el invierno, dándoles caza entre la nieve. Una vez maté uno muy grande en las afueras del pueblo, cuando volvía a mi casa, una noche del mes de noviembre. Había cuatro pieles de lobo en el suelo de mi casa. Estaban muy gastadas de tanto pisarlas, pero eran pieles de lobo. Había cornamentas de ciervo que había cazado yo en los altos de la sierra y había un águila disecada por un disecador de Avila, con las alas extendidas y los ojos amarillentos, tan verdaderos como si fueran los ojos de un águila viva. Era una cosa muy hermosa de ver, y me gustaba mucho mirarla.

- Lo creo -dijo Jordan.

- En la puerta de la iglesia de mi pueblo había una pata de oso que maté yo en primavera -prosiguió Anselmo-. Le encontré en un monte, entre la nieve, dando vueltas a un leño con esa misma pata.

- ¿Cuándo fue eso?

- Hace seis años. Y cada vez que yo veía la pata, que era como la mano de un hombre, aunque con aquellas uñas largas, disecada y clavada en la puerta de la iglesia, me gustaba mucho verla.

- Te sentías orgulloso.

- Me sentía orgulloso acordándome del encuentro con el oso en aquel monte a comienzos de la primavera. Pero cuando se mata a un hombre, a un hombre que es como nosotros, no queda nada bueno.

- No puedes clavar su pata en la puerta de la iglesia -dijo Jordan.

- No, sería una barbaridad. Y sin embargo, la mano de un hombre es muy parecida a la pata de un oso.

- Y el tórax de un hombre se parece mucho al tórax de un oso -comentó Jordan-. Debajo de la piel, el oso se parece mucho al hombre.

- Sí -agregó Anselmo-. Los gitanos creen que el oso es hermano del hombre.

- Los indios de América también lo creen. Y cuando matan a un oso le explican por qué lo han hecho y le piden perdón. Luego ponen su cabeza en un árbol y le ruegan que los perdone antes de marcharse.