- No -susurró Robert Jordan-. Duerme, viejo.

Las dos mochilas estaban a la cabecera de la cama de Pilar, separadas del resto de la cueva por una manta que hacía de cortina. Del lecho se expandía un olor rancio y dulzón como el de los lechos de los indios. Robert Jordan se arrodilló y enfocó con la linterna las dos mochilas. Cada una de ellas tenía un tajo de arriba abajo. Con la lámpara en la mano izquierda, Robert Jordan palpó con la derecha la primera mochila. Era la mochila en donde guardaba el saco de dormir y lógicamente tenía que hallarse vacía; pero estaba demasiado vacía. Había dentro aún algunos hilos, pero la caja de madera cuadrada había desaparecido. Igualmente la caja de habanos, con los detonadores cuidadosamente empaquetados. Y la caja de hierro de tapa atornillada con los cartuchos y las mechas.

Robert Jordan metió la mano en la otra mochila. Estaba todavía llena de explosivos. Quizá faltara algún paquete.

Se irguió y se quedó mirando a Pilar. Un hombre al que se despierta antes de tiempo puede experimentar una sensación de vacío cercana al sentimiento de desastre, y Jordan experimentaba esa sensación, multiplicada por mil.

- A eso llamas tú guardar mi equipo -dijo.

- He dormido con la cabeza encima y tocándolo con un brazo -aseguró Pilar.

- Has dormido bien.

- Oye -dijo Pilar-, se ha levantado a medianoche y yo le he preguntado: «¿Adonde vas, Pablo?» «A orinar, mujer», me dijo, y volví a dormirme. Cuando me desperté no sabía cuánto tiempo había pasado; pero, como no estaba, pensé que se había ido a echar un vistazo a los caballos, como de costumbre. Luego -prosiguió ella desconsolada- como no volvía empecé a inquietarme y toqué las mochilas para estar segura de que todo estaba en orden, y vi que habían sido rajadas, y me fui a buscarte.

- Vamos -dijo Robert Jordan.

Salieron y era aún noche tan cerrada que no se advertía la proximidad de la mañana.

- ¿Ha podido escaparse con los caballos por otro sendero?

- Hay dos senderos más.

- ¿Quién está arriba?

- Eladio.

Robert Jordan no dijo nada hasta el momento en que llegaron a la pradera, en donde guardaban los caballos. Había tres mordisqueando la hierba. El bayo grande y el tordillo no estaban.

- ¿Cuánto tiempo hace que salió, según tú?

- Debe de hacer una hora.

- Entonces no hay nada que hacer -dijo Robert Jordan-. Voy a coger lo que queda de mis mochilas y me voy a acostar.

- Yo te las guardaré.

- ¡Qué va! ¿Que vas a guardármelas tú? Ya me las has guardado una vez.

- Inglés -dijo la mujer-, siento todo esto lo mismo que tú. No hay nada que no hiciera para devolverte tus cosas. No tienes necesidad de insultarme. Hemos sido engañados los dos por Pablo.

Mientras decía esto, Robert Jordan se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de mostrar la menor acritud, de que de ningún modo podía reñir con aquella mujer. Tenía que trabajar con ella, en el día que comenzaba y del que ya habían pasado más de dos horas.

Puso una mano sobre su hombro:

- No tiene importancia, Pilar. Lo que falta no es muy importante. Improvisaremos algo que haga el mismo servicio.

- Pero ¿qué es lo que se ha llevado?

- Nada, Pilar; lujos que se permite uno de vez en cuando.

- ¿Era una parte del mecanismo para la explosión?

- Sí, pero hay otras formas de producirla. Dime, ¿no tenía Pablo mecha y fulminante? Con toda seguridad, le habrían equipado con ello.

- Y se los ha llevado también -dijo ella, acongojada-. Fui en seguida a ver si estaban, pero se los ha llevado también.

Volvieron por entre los árboles hasta la entrada de la cueva.

- Vete a dormir -dijo él-. Estaremos mejor sin Pablo.

- Voy a ver a Eladio.

- No vale la pena; se ha debido de ir por otro camino.

- Iré, de todos modos. Te he fallado por mi falta de inteligencia.

- No -dijo él-. Vete a dormir, mujer. Hay que ponerse en marcha a las cuatro.

Entró en la cueva con ella y volvió a salir, llevando entre los brazos las dos mochilas, con mucho cuidado, de manera que no se cayera nada por las hendiduras.

- Déjame que te las cosa.

- Antes de salir -dijo él suavemente-. No me las llevo por molestarte, sino por dormir tranquilo.

- Necesitaré tenerlas muy temprano, para coserlas.

- Las tendrás muy temprano -dijo-. Vete a dormir Pilar.

- No -dijo ella-. He faltado a mi deber, te he faltado a ti y he faltado a la República.

- Vete a dormir, Pilar -le dijo él, con dulzura-. Vete a dormir.

Capítulo treinta y cuatro

Los fascistas ocupaban las crestas de las montañas. Luego había un valle que no ocupaba nadie, a excepción de un puesto fascista instalado en una granja, de la que habían fortificado algunas de sus dependencias y el granero. Andrés, que iba a ver a Golz con el pliego que le había confiado Robert Jordan, dio un gran rodeo en la oscuridad alrededor de ese puesto. Sabía que había una alambrada tendida para que quien tropezase con ella, delatara su presencia disparando el fusil conectado al extremo del alambre, y la buscó en la oscuridad, pasó con cuidado por encima y emprendió el camino por la ribera de un arroyo bordeado de álamos, cuyas hojas se movían con el viento de la noche. Un gallo cantó en la granja en que estaba instalado el puesto fascista, y sin dejar la orilla del arroyo, Andrés volvió los ojos y vio por entre los árboles una luz que se filtraba por el quicio de una de las ventanas de la granja. La noche era tranquila y clara, y, apartándose del arroyo, Andrés comenzó a atravesar el prado.

Había cuatro parvas de heno en aquella pradera. Estaban allí desde los combates del mes de junio del año anterior. Nadie había recogido el heno y las cuatro estaciones que habían pasado habían aplastado las parvas y estropeado el heno.

Andrés pensó en la pérdida que todo ello representaba mientras pasaba por encima de un alambre, tendido entre dos parvas. Pero los republicanos hubieran tenido que subir el heno por la pendiente abrupta del Guadarrama, que se levantaba detrás de la pradera, y los fascistas no lo necesitaban.

«Los fascistas tienen todo el heno y el grano que quieren. Tienen muchas cosas -pensó-. Pero mañana vamos a darles una buena paliza. Mañana, por la mañana, vamos a hacerles pagar lo del Sordo. ¡Qué bárbaros! Pero mañana habrá una buena polvareda en la carretera.»