—¡Qué sitios tan maravillosos tienen aquí! —se admiraba ella durante el paseo—. ¡Qué despeñaderos y qué pantanos!... ¡Dios mío!... ¡Qué hermosa es mi tierra!...

Y se echó a llorar.

"¡Son cosas que no hacen más que ocupar sitio! —pensaba Andrei Andreich fijando una mirada obtusa en los despeñaderos, y sin comprender el entusiasmo de su hija—. ¡Se sacaría de ellos tanto provecho como leche de un cordero!..."

Ella lloraba, lloraba. Su pecho aspiraba el aire con ansia..., ¡como si presintiera que no le quedaría mucho tiempo de aspirarlo!...

Igual que el caballo que recibe un picotazo, Andrei Andreich sacude la cabeza y, para amortiguar la pesadez del recuerdo, empieza apresuradamente a santiguarse...

"¡Perdona, Señor, a tu sierva María, que en paz descanse! ¡A esa fornicadora!... ¡Perdónale sus pecados voluntarios e involuntarios!..."

Las impropias palabras vuelven a salir de su lengua, pero él no repara en ello... ¡Lo que tan arraigado está en la conciencia no pueden arrancarlo ni las amonestaciones del padre Grigorii ni el martillo!

Makarievna suspira, murmura alguna cosa y respira hondamente. Mitka, el del brazo seco, queda pensativo...

—¡...y dale, Señor, el descanso eterno!.. .-retumba la voz del diácono, apoyando la mejilla en su mano derecha.

Del incensario fluye un humito azulado que flota en el ancho rayo de sol que atraviesa oblicuamente el vacío sombrío y quieto de la iglesia. Y diríase que con el humo vuela también, por el rayo de sol, el alma de la propia difunta. Los pequeños ramalazos de humo, semejantes a los rizos de un niño, revolotean, ascienden volando hacia la ventana, como si se alejaran del dolor de esta pobre alma...

Un asesinato

Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea:

«Duerme, niño bonito, que viene el coco...»

Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.

El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.

Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.

«Duerme, niño bonito...», balbucea.

Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.

La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido nacen vagos ensueños.

La muchacha ve en ellos correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de teta. Pero el viento no tarda en barrerlas, y Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con talegos a la espalda y sombras. A uno y otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto, las sombras y los caminantes de los talegos se tienden en el lodo.

—¿Para qué hacen eso? —les pregunta Varka.

—¡Para dormir! —contestan—. Queremos dormir.

Y se duermen como lirones.

Cuervos y urracas, posados en los alambres del telégrafo, ponen gran empeño en despertarlos.

«Duerme, niño bonito...», canturrea entre sueños Varka.

Momentos después sueña hallarse en casa de su padre. La casa es angosta y oscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no lo ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto —atacado de no se sabe qué dolencia—, que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.

—Bu-bu-bu-bu...

La madre de Varka corre a la casa señorial a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía haber vuelto ya.

Varka sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre, acostada en la estufa.

Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la oscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.

—¡Enciendan luz! —dice.

—¡Bu-bu-bu! —responde Efim, rechinando los dientes.

La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando cerillas. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.

—¡Espere un instante, señor doctor! —dice la madre.

Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.

Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.

—¿Qué es eso, muchacho? —le pregunta el médico, inclinándose sobre él—. ¿Hace mucho que estás enfermo?

¡Me ha llegado la hora, excelencia! —contesta, con mucho trabajo, Efim—. No me hago ilusiones...

—¡Vamos, no digas tonterías! Verás cómo te curas...

—Gracias, excelencia; pero bien sé yo que no hay remedio... Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella...

El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:

—Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarlo al hospital para que lo operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el doctor y te recibirá. ¡Pero en seguida, en seguida!

—Señor doctor, ¿y cómo va a ir? —dice la madre—. No tenemos caballo.

—No importa; hablaré a los señores y les dejarán uno.

El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.