—Oiga usted, caballero —exclama Podtiaguin—; si no acaba de gritar y molestar a los demás pasajeros, me veré obligado a hacerle bajar en la primera estación y a levantar acta.

—¡Es abominable! —murmuran los demás pasajeros—. Eso de no dejar en paz a un hombre enfermo... ¡Acabe de una vez, en fin!

—Pero si es el caballero, que me insulta —replica Podtiaguin—. ¡Está bien; que se guarde el billete! Pero yo cumplía con mi deber, ya lo sabe usted...; si no fuera mi deber... Pueden ustedes informarse..., preguntar al jefe de estación...

Podtiaguin encoge los hombros y se aleja del enfermo. Al principio sentíase ofendido y maltratado; pero después de haber recorrido dos o tres vagones, su alma de jefe de tren experimenta cierta intranquilidad y algo como un remordimiento.

"Tienen razón; yo no tenía para qué despertar al enfermo. Pero no es culpa mía. Ellos creen que lo hago por mi gusto; no saben que tal es mi obligación. Si no me creen, pueden informarse cerca del jefe de estación."

La estación. Parada de cinco minutos. En el coche de segunda clase entra Podtiaguin, y detrás de él, con su gorra encarnada, aparece el jefe de estación.

—Este caballero pretende que no tengo derecho a pedirle el billete, y hasta se ha enfadado. Le ruego, señor jefe, que le aclare si procedo por obligación o por pasar el rato. ¡Caballero! —prosigue Podtiaguin dirigiéndose al hombre flaco—. ¡Caballero!, si usted no me cree puede interrogar al jefe de estación...

El enfermo salta como picado por una avispa, abre los ojos y muestra una cara compungida y se apoya en los cojines.

—¡Dios mío! ¡He tomado el segundo polvo de morfina, que me calmó; iba a coger el sueño, y otra vez!... ¡Otra vez el billete!... ¡Le suplico tenga compasión de mí!

—Interrogue al señor jefe, y verá usted entonces si tengo derecho, o no, a pedir los billetes.

—¡Esto es insoportable! ¡Tome usted su billete! ¡Le compraré, si quiere todavía, otros cinco; pero déjeme que me muera en paz! ¿Es posible que no haya sufrido usted alguna vez? ¡Qué gente tan insensible!

—¡Es una mofa! —dice indignado un señor que viste uniforme militar—. ¡No puedo explicarme de otro modo tamaña insistencia!

—Déjelo —le dice el jefe de estación, frunciendo el ceño y tirándole a Podtiaguin de la manga.

Podtiaguin se encoge de hombros y camina lentamente detrás del jefe.

—¿De qué sirve el ser complaciente? —añade con perplejidad—. Sólo para que el viajero se tranquilice le he llamado al jefe, y en lugar de agradecérmelo me regaña.

Otra estación. Parada de diez minutos.

Podtiaguin se va a la cantina a tomar un vaso de agua de Seltz. Se le acercan dos caballeros de uniforme y le dicen:

—¡Oiga usted, jefe del tren! Su proceder con el pasajero enfermo indigna a todos los que lo hemos presenciado. Yo soy ingeniero y este señor es coronel; le declaro que si no presenta usted sus excusas, formularemos una queja contra usted a su jefe de línea, que es conocido nuestro.

—¡Pero, caballeros, es que yo..., es que él!...

—No queremos explicaciones; le advertimos que si no presenta usted sus excusas, tomaremos al enfermo bajo nuestra protección.

—¡Está bien!... Perfectamente... le daré mis excusas..., si ustedes lo desean.

Media hora más tarde, Podtiaguin prepara su frase de excusas para contentar al pasajero y no rebajar demasiado su dignidad. Hele aquí de nuevo en el coche de segunda.

—¡Caballero! —le dice—. ¡Caballero, escúcheme!

El enfermo se estremece y salta.

—¿Qué?

—Es que yo quiero..., ¿cómo decirlo?..., ¿cómo explicarle?... No se ofenda usted...

—¡Ah!... ¡Agua!... —grita el enfermo, llevándose la mano al corazón—. He tomado el tercer polvo de morfina..., me dormía, y otra vez... Dios mío, ¿cuándo se acabará esta tortura?

—Pero es que yo...; dispénseme...

—Basta...; hágame bajar en la primera estación... No puedo soportarlo más... Me... muero...

—¡Esto es abominable —exclaman voces desde el público—; váyase de aquí! ¡Tendrá usted que responder de sus insolencias! ¡Váyase usted!

Podtiaguin suspira hondamente y se marcha del vagón. En el coche de los empleados se sienta rendido al lado de la mesa y prorrumpe en quejas.

—¡Qué público! ¡Sea usted complaciente, conténtelos! ¿Cómo podrá uno trabajar? Así sucede que uno lo abandona todo y se entrega a la bebida... Cuando uno no hace nada, se enojan con él; si trabaja, igualmente se enfadan con él... Beberé una copita...

Podtiaguin absorbe de un golpe media botella de vodka, y no reflexiona ya más ni en el trabajo, ni en su obligación, ni en la honradez

Réquiem

En la iglesia de la Virgen de Odigitrievskaia, situada en el pueblo de Verknie-Saprudi, acaba de terminar la misa. La gente se pone en movimiento y sale de la iglesia. El único que no se mueve es el comerciante de coloniales Andrei Andreich, el inteligente de Verknie-Saprudi, antiguo vecino de la localidad. Permanece apoyado contra la balaustrada del lugar destinado al coro y espera. Su rostro, afeitado, grasiento, de piel que los granos volvieron desigual, expresa ahora dos sentimientos contradictorios: sumisión a los misterios religiosos y un desdén embotado y sin limites hacia los campesinos y campesinas que con sus pañuelos de abigarrados colores pasan ante él. Por ser domingo, va vestido como un petimetre: abrigo de paño con botones de hueso, amarillos, pantalones azul marino y sólidos chanclos; esos chanclos que sólo calzan las gentes reposadas, razonables y de profundas convicciones religiosas. Sus ojos perezosos se dirigen a las imágenes. Contempla la faz, ha largo tiempo conocida, de los santos; ve al guardián Matvei inflando las mejillas para apagar las velas, a los sombríos portacirios, a la rosada alfombra, al sacristán Lopujov, que pasa apresurado junto al altar llevando pan bendito... Hace mucho tiempo que todo esto ha sido tan visto y requetevisto por él como sus propios cinco dedos... En realidad, lo único que resulta extraño y desacostumbrado es la presencia del padre Grigorii junto a la puerta norte del altar, todavía revestido y dirigiendo a alguien gestos enojados con las espesas cejas.

"¿Para quién serán esos gestos?..., ¡y que Dios le conserve la salud! —piensa el tendero—. ¡Ahora llama con el dedo!... ¡Y golpea con el pie!... ¡Vaya!... ¿Qué pasa, Virgen Santísima?... ¿A quién hará eso?"

Andrei Andreich vuelve la cabeza y ve una iglesia completamente vacía. Junto a la puerta se agrupan todavía unas diez personas, pero ya de espaldas al altar.