—Yo mismo dependo del Mayoral —dijo Faramir—. Y todavía no he tomado mi cargo en la Ciudad. No obstante, aun cuando lo hubiese hecho, escucharía los consejos del Mayoral, y en cuestiones que atañen a su arte no me opondría a él, salvo en un caso de necesidad extrema.

—Pero yo no deseo curar —dijo ella—. Deseo partir a la guerra como mi hermano Éomer, o mejor aún como Théoden el rey, porque él ha muerto y ha conquistado a la vez honores y paz.

—Es demasiado tarde, señora, para seguir a los Capitanes, aunque tuvierais las fuerzas necesarias —dijo Faramir—. Pero la muerte en la batalla aún puede alcanzarnos a todos, la deseemos o no. Y estaríais más preparada para afrontarla como mejor os parezca si mientras aún queda tiempo hicierais lo que ordena el Mayoral. Vos y yo hemos de soportar con paciencia las horas de espera.

Éowyn no respondió, pero a Faramir le pareció que algo en ella se ablandaba, como si una escarcha dura comenzara a ceder al primer anuncio de la primavera. Una lágrima le resbaló por la mejilla como una gota de lluvia centelleante. La orgullosa cabeza se inclinó ligeramente. Luego dijo en voz muy queda, más como si hablara consigo misma que con él: —Pero los curadores pretenden que permanezca acostada siete días más —dijo—. Y mi ventana no mira al este.

La voz de Éowyn era ahora la de una muchacha joven y triste.

Faramir sonrió, aunque compadecido. —¿Vuestra ventana no mira al este? —dijo—. Eso tiene arreglo. Por cierto que daré órdenes al Mayoral. Si os quedáis a nuestro cuidado en esta casa, señora, y descansáis el tiempo necesario, podréis caminar al sol en este jardín como y cuando queráis; y miraréis al este, donde ahora están todas nuestras esperanzas. Y aquí me encontraréis a mí, que camino y espero, también mirando al este. Aliviaríais mis penas si me hablarais, o si caminarais conmigo alguna vez.

Ella levantó entonces la cabeza y de nuevo lo miró a los ojos; y un ligero rubor le coloreó el rostro pálido.

—¿Cómo podría yo aliviar vuestras penas, señor? —dijo—. No deseo la compañía de los vivos.

—¿Queréis una respuesta sincera? —dijo él.

—La quiero.

—Entonces, Éowyn de Rohan, os digo que sois hermosa. En los valles de nuestras colinas crecen flores bellas y brillantes, y muchachas aún más encantadoras; pero hasta ahora no había visto en Gondor ni una flor ni una dama tan hermosa, ni tan triste. Tal vez nos queden pocos días antes que la oscuridad se desplome sobre el mundo, y cuando llegue espero enfrentarla con entereza; pero si pudiera veros mientras el sol brilla aún, me aliviaríais el corazón. Porque los dos hemos pasado bajo las alas de la Sombra, y la misma mano nos ha salvado.

—¡Ay, no a mí, señor! —dijo ella—. Sobre mí pesa todavía la Sombra. ¡No soy yo quien podría ayudaros a curar! Soy una doncella guerrera y mi mano no es suave. Pero os agradezco que me permitáis al menos no permanecer encerrada en mi estancia. Por la gracia del Senescal de la Ciudad podré caminar al aire libre.

Y con una reverencia dio media vuelta y regresó a la casa. Pero Faramir continuó caminando a solas por el jardín durante largo rato, y ahora volvía los ojos más a menudo a la casa que a los muros del este.

Cuando estuvo de nuevo en su habitación, Faramir mandó llamar al Mayoral e hizo que le contase todo cuanto sabía acerca de la Dama de Rohan.

—Sin embargo, señor —dijo el Mayoral—, mucho más podría deciros sin duda el Mediano que está con nosotros; porque él era parte de la comitiva del Rey, y según dicen estuvo con la Dama al final de la batalla.

Y Merry fue entonces enviado a Faramir, y mientras duró aquel día conversaron largamente, y Faramir se enteró de muchas cosas, más de las que Merry dijo con palabras; y le pareció comprender en parte la tristeza y la inquietud de Éowyn de Rohan. Y en el atardecer luminoso Faramir y Merry pasearon juntos por el jardín, pero no vieron a la Dama aquella noche.

Pero a la mañana siguiente, cuando Faramir salió de las Casas, la vio, de pie en lo alto de las murallas; estaba toda vestida de blanco y resplandecía al sol. La llamó, y ella descendió, y juntos pasearon por la hierba, y se sentaron a la sombra de un árbol verde, a ratos silenciosos, a ratos hablando. Y desde entonces volvieron a reunirse cada día. Y al Mayoral, que los miraba desde la ventana, y que era un curador, se le alegró el corazón; verlos juntos aligeraba sus preocupaciones; y tenía la certeza de que en medio de los temores y presagios sombríos que en aquellos días oprimían a todos, ellos, entre los muchos que él cuidaba, mejoraban y ganaban fuerza hora tras hora.

Y llegó así el quinto día desde aquel en que la Dama Éowyn fuera por primera vez a ver a Faramir; y de nuevo subieron juntos a las murallas de la Ciudad y miraron en lontananza. Todavía no se habían recibido noticias y los corazones de todos estaban ensombrecidos. Ahora tampoco el tiempo se mostraba apacible. Hacía frío. Un viento que se había levantado durante la noche soplaba inclemente desde el norte, y aumentaba, y las tierras de alrededor estaban lóbregas y grises.

Se habían vestido con prendas de abrigo y mantos pesados, y la Dama Éowyn estaba envuelta en un amplio manto azul, como una noche profunda de estío, adornado en el cuello y el ruedo con estrellas de plata. Faramir había mandado que trajeran el manto y se lo había puesto a ella sobre los hombros; y la vio hermosa y una verdadera reina allí de pie junto a él. Lo habían tejido para Finduilas de Amroth, la madre de Faramir, muerta en la flor de la edad, y era para él como un recuerdo de una dulce belleza lejana, y de su primer dolor. Y el manto le parecía adecuado a la hermosura y la tristeza de Éowyn.

Pero ella se estremeció de pronto bajo el manto estrellado, y miró al norte, más allá de las tierras grises, hacia el ojo del viento frío donde el cielo era límpido y yerto.

—¿Que buscáis, Éowyn? —preguntó Faramir.

—¿No queda acaso en esa dirección la Puerta Negra? —dijo ella—. ¿Y no estará él por llegar allí? Siete días hace que partió.

—Siete días —dijo Faramir—. No penséis mal de mí si os digo: a mí me han traído a la vez una alegría y una pena que ya no esperaba conocer. La alegría de veros; pero pena, porque los temores y las dudas de estos tiempos funestos se han vuelto más sombríos que nunca. Éowyn, no quisiera que este mundo terminase ahora, y perder tan pronto lo que he encontrado.

—¿Perder lo que habéis encontrado, señor? —respondió ella; y clavó en él una mirada grave pero bondadosa—. Ignoro qué habéis encontrado en estos días, y qué podríais perder. Pero os lo ruego, no hablemos de eso, amigo mío. ¡No hablemos más! Estoy al borde de un terrible precipicio y en el abismo que se abre a mis pies, la oscuridad es profunda, y no sé si a mis espaldas hay alguna luz. Porque aún no puedo volverme. Espero un golpe del destino.

—Sí, esperemos el golpe del destino —dijo Faramir. Y no hablaron más; y mientras permanecían allí, de pie sobre el muro, les pareció que el viento moría, que la luz se debilitaba y se oscurecía el sol; que cesaban todos los rumores de la Ciudad y las tierras cercanas: el viento, las voces, los reclamos de los pájaros, los susurros de las hojas; ni respirar se oían; hasta los corazones habían dejado de latir. El tiempo se había detenido.