—Yo no deseo llevar una espada —dijo Frodo.

—Tendrás que llevarla al menos esta noche —le dijo Gandalf.

Frodo tomó entonces la espada pequeña, la que fuera de Sam y que había quedado junto a él en Cirith Ungol.

—Dardo es tuya, Sam —dijo—. Yo mismo te la di.

—¡No, mi amo! El señor Bilbo se la regaló a usted, y hace juego con la cota de plata; a él no le gustaría que otro la usara ahora.

Frodo cedió; y Gandalf, como si fuera el escudero de los dos, se arrodilló y les ciñó las hojas; y luego les puso sobre las cabezas unas pequeñas diademas de plata. Y así ataviados se encaminaron al festín; y se sentaron a la mesa del Rey con Gandalf, y el Rey Éomer de Rohan, y el Príncipe Imrahil y todos los grandes capitanes; y también Gimli y Legolas estaban con ellos.

Y cuando después del Silencio Ritual trajeron el vino, dos escuderos entraron para servir a los reyes; o escuderos parecían al menos: uno vestía la librea negra y plateada de los Guardias de Minas Tirith, y el otro de verde y de blanco. Y Sam se preguntó qué harían dos mozalbetes como aquellos en un ejército de hombres fuertes y poderosos. Y entonces, cuando se acercaron, los vio de pronto más claramente, y exclamó: —¡Mire, señor Frodo! ¡Mire! ¿No es Pippin? ¡El señor Peregrin Tuk, tendría que decir, y el señor Merry! ¡Cuánto han crecido! ¡Córcholis! Veo que además de la nuestra hay otras historias para contar.

—Claro que las hay —dijo Pippin volviéndose hacia él—. Y empezaremos ni bien termine este festín. Mientras tanto, puedes probar suerte con Gandalf. Ya no es tan misterioso como antes, aunque ahora se ríe más de lo que habla. Por el momento, Merry y yo estamos ocupados. Somos caballeros de la Ciudad y de la Marca, como espero habrás notado.

Concluyó al fin el día de júbilo; y cuando el sol desapareció y la luna subió redonda y lenta sobre las brumas del Anduin, y centelleó a través del follaje inquieto, Frodo y Sam se sentaron bajo los árboles susurrantes, allí en la hermosa y perfumada tierra de Ithilien; y hasta muy avanzada la noche conversaron con Merry y Pippin y Gandalf, y pronto se unieron a ellos Legolas y Gimli. Allí fue donde Frodo y Sam oyeron buena parte de cuanto le había ocurrido a la Compañía, desde el día infausto en que se habían separado en Parth Galen, cerca de las Cascadas del Rauros; y siempre tenían otras cosas que preguntarse, nuevas aventuras que narrar.

Los orcos, los árboles parlantes, las praderas de leguas interminables, los jinetes al galope, las cavernas relucientes, las torres blancas y los palacios de oro, las batallas y los altos navíos surcando las aguas, todo desfiló ante los ojos maravillados de Sam. Sin embargo, entre tantos y tantos prodigios, lo que más le asombraba era la estatura de Merry y de Pippin; y los medía, comparándolos con Frodo y con él mismo, y se rascaba la cabeza.

—¡Esto sí que no lo entiendo, a la edad de ustedes! —dijo—. Pero lo que es cierto es cierto, y ahora miden tres pulgadas más de lo normal. O yo soy un enano.

—Eso sí que no —dijo Gimli—. Pero ¿no os lo previne? Los mortales no pueden beber los brebajes de los Ents y pensar que no les hará más efecto que un jarro de cerveza.

—¿Brebajes de los Ents? —dijo Sam—. Ahora vuelves a mencionar a los Ents. Pero ¿qué son? No alcanzo a comprenderlo. Pasarán semanas y semanas antes que hayamos aclarado todo esto.

—Semanas por cierto —dijo Pippin—. Y luego habrá que encerrar a Frodo en una torre de Minas Tirith para que lo ponga todo por escrito. De lo contrario se olvidará de la mitad, y el pobre viejo Bilbo tendrá una tremenda decepción.

El retorno del rey _12.jpg

Al cabo Gandalf se levantó.

—Las manos del Rey son las de un curador, mis queridos amigos —dijo—. Pero antes que él os llamara, recurriendo a todo su poder para llevaros al dulce olvido del sueño, estuvisteis al borde de la muerte. Y aunque sin duda habéis dormido largamente y en paz, ya es hora de ir a dormir de nuevo.

—Y no sólo Sam y Frodo —dijo Gimli—, sino también tú, Pippin. Te quiero mucho, aunque sólo sea por las penurias que me has causado, y que no olvidaré jamás. Tampoco me olvidaré de cuando te encontré en la cresta de la colina en la última batalla. Sin Gimli el Enano, te habrías perdido. Pero ahora al menos sé reconocer el pie de un hobbit, aunque sea la única cosa visible en medio de un montón de cadáveres. Y cuando libré tu cuerpo de aquella carroña enorme, creí que estabas muerto. Poco faltó para que me arrancara las barbas. Y hace apenas un día que estás levantado y que saliste por primera vez. Así que ahora te irás a la cama. Y yo también.

—Y yo —dijo Legolas— iré a caminar por los bosques de esta tierra hermosa, que para mí es descanso suficiente. En días por venir, si el señor de los Elfos lo permite, algunos de nosotros vendremos a morar aquí, y cuando lleguemos estos lugares serán bienaventurados, por algún tiempo. Por algún tiempo: un mes, una vida, un siglo de los Hombres. Pero el Anduin está cerca, y el Anduin conduce al Mar. ¡Al Mar!

¡Al mar, al Mar! Claman las gaviotas blancas,

el viento sopla y la espuma blanca vuela.

Lejos al Oeste se pone el Sol redondo.

Navío gris, navío gris ¿no escuchas la llamada,

las voces de los míos que antes que yo partieron?

Partiré, dejaré los bosques donde vi la luz;

nuestros días se acaban, nuestros años declinan.

Surcaré siempre solo las grandes aguas.

Largas son las olas que se estrellan en la Playa Última,

dulces son las voces que llaman desde la Isla Perdida.

En Eressëa, el Hogar de los Elfos que los Hombres nunca descubrirán.

Donde las hojas no caen: la tierra de los míos para siempre.

Y así, cantando, Legolas se alejó colina abajo.

Entonces también los otros se separaron, y Frodo y Sam volvieron a sus lechos y durmieron. Y por la mañana se levantaron, tranquilos y esperanzados, y se quedaron muchos días en Ithilien. Y desde el campamento, instalado ahora en el Campo de Cormallen, en las cercanías de Henneth Annûn, oían por la noche el agua que caía impetuosa por las cascadas y corría susurrando a través de la puerta de roca para fluir por las praderas en flor y derramarse en las tumultuosas aguas del Anduin, cerca de la Isla de Cair Andros. Los hobbits paseaban por aquí y por allá, visitando de nuevo los lugares donde ya habían estado; y Sam no perdía la esperanza de ver aparecer, entre la fronda de algún bosque o en un claro secreto, el gran Olifante. Y cuando supo que muchas de aquellas bestias habían participado en la batalla de Gondor, y que todas habían sido exterminadas, lo lamentó de veras.