Las primeras filas hicieron alto, y mientras las que venían detrás atravesaban el paso del Pedregal de las Carretas, se desplegaron para acampar bajo los árboles grises. El rey convocó a consejo a los capitanes. Éomer envió batidores a vigilar el camino, pero el viejo Ghân meneó la cabeza.

—Inútil mandar hombres a caballo —dijo—. Los Hombres Salvajes ya han visto todo lo que es posible ver en este aire malo. Pronto vendrán a hablar conmigo.

Los capitanes se reunieron; y de entre los árboles salieron con cautela otros hombres púkel, tan parecidos al viejo Ghân que Merry no hubiera podido distinguir entre ellos. Hablaron con Ghân en una lengua extraña y gutural.

Pronto Ghân se volvió al rey.

—Los Hombres Salvajes dicen muchas cosas —anunció—. Primero: ¡sed cautelosos! Todavía hay muchos hombres acampando del otro lado de Dîn, a una hora de marcha, por allí. —Agitó el brazo señalando el oeste, las negras colinas—. Pero ninguno a la vista de aquí a los muros nuevos de Gente de Piedra. Allí hay muchos y muy atareados. Los muros ya no resisten: los gorgûnlos derriban con trueno de tierra y mazas de hierro negro. Son imprudentes y no miran alrededor. Creen que sus amigos vigilan todos los caminos. —Y al decir esto soltó un extraño gorgoteo, que bien podía parecer una carcajada.

—¡Buenas noticias! —dijo Éomer—. Aun en esta oscuridad brilla de nuevo una luz de esperanza. Más de una vez los artilugios del Enemigo nos han favorecido. La maldita oscuridad puede ser para nosotros un manto protector. Y ahora, encarnizados como están en la destrucción de Gondor, decididos a no dejar piedra sobre piedra, los orcos me han librado del mayor de mis temores. El muro exterior habría resistido largo tiempo a nuestros embates. Ahora podremos atravesarlo como un trueno... si llegamos a él.

—Gracias otra vez, Ghân-buri-Ghân de los bosques —dijo Théoden—. ¡Que la fortuna te sea propicia en recompensa por las noticias y la ayuda que nos has traído!

—¡Matad gorgûn! ¡Matad orcos! Los Hombres Salvajes no conocen palabras más placenteras —respondió Ghân—. ¡Ahuyentad el aire malo y la oscuridad con el hierro brillante!

—Para eso hemos venido desde muy lejos —afirmó el rey—, y lo intentaremos. Pero lo que consigamos, sólo mañana se verá.

Ghân-buri-Ghân se inclinó hasta tocar el suelo con la frente en señal de despedida. Luego se levantó como si se dispusiera a marcharse. Pero de pronto se quedó quieto con la cabeza levantada, como un animal del bosque que husmea un olor extraño. Un resplandor le iluminó los ojos.

—¡El viento está cambiando! —gritó, y con estas palabras, como en un parpadeo, él y sus compañeros desaparecieron en las tinieblas, y los hombres de Rohan no los volvieron a ver nunca más. Poco después se oyó otra vez en el este lejano el batir apagado de los tambores. Pero en todo el ejército de los Rohirrim nadie temió un instante que los Hombres Salvajes pudieran cometer una traición, por más que pareciesen extraños y poco atractivos.

—Ya no tenemos necesidad de guías —dijo Elfhelm—. Hay entre nosotros Jinetes que han cabalgado hasta Mundburgo en tiempos de paz. Empezando por mí. Cuando lleguemos al camino, doblará hacia el sur, y desde allí hasta el muro de los confines de los burgos, habrá otras siete leguas. La hierba abunda a los lados de casi todo el camino. En ese tramo los mensajeros de Gondor corrían más que nunca. Podremos cabalgar rápidamente y sin hacer mucho ruido.

—Pues como nos espera una lucha cruenta y necesitaremos de todas nuestras fuerzas —dijo Éomer—, yo propondría que ahora descansáramos, y que partiéramos por la noche; de ese modo podríamos llegar a los campos cuando haya tanta luz como pueda haberla, o cuando nuestro señor nos dé la señal.

El rey estuvo de acuerdo y los capitanes se retiraron. Pero Elfhelm volvió poco después.

—Los batidores no han encontrado nada más allá del bosque gris, Señor —dijo—, salvo dos hombres: dos hombres muertos y dos caballos muertos.

—¿Entonces? —dijo Éomer.

—Entonces esto, Señor: eran mensajeros de Gondor; uno de ellos podría ser Hirgon. En todo caso aún apretaba en la mano la Flecha Roja, pero lo habían decapitado. Y también esto: según los indicios, parecería que huían hacia el oestecuando fueron abatidos. A mi entender, al regresar encontraron al Enemigo ya dueño del muro exterior, o atacándolo, y eso ha de haber ocurrido hace dos noches, si utilizaron los caballos de recambio de las postas, como es costumbre. Al no poder entrar en la ciudad, han de haber dado media vuelta.

—¡Ay! —dijo Théoden—. Eso quiere decir que Denethor no ha tenido noticias de nuestra partida, y ya habrá desesperado.

La necesidad no tolera tardanzas, pero más vale tarde que nunca—dijo Éomer—. Y acaso ahora el viejo refrán demuestra ser más cierto que en todos los tiempos pasados, desde que los hombres se expresan con la boca.

Era de noche. Por las dos orillas del camino avanzaba en silencio el ejército de Rohan. El camino que contorneaba las pendientes del Mindolluin corría ahora hacia el sur. En lontananza, delante de ellos y casi en línea recta, había un resplandor rojo, y bajo el cielo negro las laderas de la gran montaña eran sombrías y amenazantes. Ya se estaban acercando al Rammas del Pelennor, pero aún no había llegado el día.

En medio de la primera compañía cabalgaba el rey, rodeado por su escolta. Seguía el éoredde Elfhelm, y Merry notó que Dernhelm se separaba de los suyos y avanzaba hasta cabalgar detrás de la guardia del rey. La columna hizo un alto. Merry oyó que hablaban en voz baja. Algunos de los batidores que se habían aventurado hasta las cercanías del muro acababan de regresar. Se acercaron al rey.

—Hay grandes hogueras, Señor —dijo uno—. La Ciudad está toda en llamas, y el enemigo cubre los campos. Pero todos parecen tener una única preocupación: el asalto de la fortaleza y hasta donde hemos podido ver son pocos los que quedan fuera de los muros, y empeñados como están en la destrucción, no se dan cuenta de lo que pasa alrededor.

—¿Recordáis las palabras del Hombre Salvaje, Señor? —dijo otro—. Yo, en tiempos de paz, vivo en la campiña y al aire libre. Me llamo Wídfara, y también a mí el aire me trae mensajes. Ya el viento está cambiando. Ahora sopla una ráfaga del Sur, con olores marinos, aunque todavía leves. La mañana traerá novedades. Por encima del humo llegará el alba, cuando paséis el muro.

—Si es cierto lo que dices, Wídfara, ojalá la vida te conceda cien años de bendiciones a partir de este día —dijo Théoden. Y volviéndose a los hombres del séquito les habló con voz clara, para que los Jinetes del primer éoredtambién pudiesen escucharlo—. ¡Jinetes de la Marca, hijos de Eorl, la hora ha llegado! Lejos os encontráis de vuestros hogares, y ya tenéis por delante el fuego y el enemigo. Vais a combatir en campos extranjeros, pero la gloria que ganéis será vuestra para siempre. Habéis prestado juramento: ¡Id ahora a cumplirlo, en nombre de vuestro rey, de vuestra tierra y la alianza de amistad!