No tardó en llegar a un claro donde habían levantado una pequeña tienda para el rey, al reparo de un árbol grande. Un gran farol, velado en la parte superior, colgaba de una rama y arrojaba abajo un círculo de luz pálida. Allí estaban Théoden y Éomer, y sentado en cuclillas ante ellos, un extraño ejemplar de hombre, apeñuscado como una piedra vieja, la barba rala como manojos de musgo seco en el mentón protuberante. De piernas cortas y brazos gordos, membrudo y achaparrado, llevaba como única prenda unas hierbas atadas a la cintura. Merry tuvo la impresión de que lo había visto antes en alguna parte, y recordó de pronto a los hombres Púkel de El Sagrario. Era como si una de aquellas imágenes legendarias hubiese cobrado vida, o quizá un auténtico descendiente de los hombres que sirvieran de modelos a los artistas hacía tiempo olvidados.

Estaban en silencio cuando Merry se aproximó, pero al cabo de un momento el Hombre Salvaje empezó a hablar, como en respuesta a una pregunta. Tenía una voz profunda y gutural, y Merry oyó con asombro que hablaba en la Lengua Común, aunque de un modo entrecortado e intercalando palabras extrañas.

—No, padre de los Jinetes —dijo—, nosotros no peleamos, solamente cazamos. Matamos a los gorgûnen los bosques, aborrecemos a los orcos. También vosotros aborrecéis a los gorgûn. Ayudamos como podemos. Los Hombres Salvajes tienen orejas largas, ojos largos. Conocen todos los senderos. Los Hombres Salvajes viven aquí antes que Casas-de-Piedra; antes que los Hombres Altos vinieran de las Aguas.

—Pero lo que necesitamos es ayuda en la batalla —dijo Éomer—. ¿Cómo podréis ayudarnos, tú y tu gente?

—Traemos noticias —dijo el Hombre Salvaje—. Nosotros observamos desde las lomas. Trepamos a la montaña alta y miramos abajo. Ciudad de Piedra está cerrada. Hay fuego allá fuera; ahora también dentro. ¿Allí queréis ir? Entonces, hay que darse prisa. Pero los gorgûny los hombres venidos de lejos —movió un brazo corto y nudoso apuntando al este— esperan en el camino de los caballos. Muchos, muchos más que todos los Jinetes.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Éomer.

El rostro chato y los ojos oscuros del viejo no expresaban nada, pero en la voz había un hosco descontento.

—Hombres Salvajes son salvajes, libres, pero no niños —replicó—. Yo soy gran jefe Ghân-buri-Ghân. Yo cuento muchas cosas: estrellas en el cielo, hojas en los árboles, hombres en la oscuridad. Vosotros tenéis veinte veintenas contadas cinco veces más cinco. Ellos tienen más. Gran batalla ¿y quién ganará? Y muchos otros caminan alrededor de los muros de Casas-de-Piedra.

—Ay, con demasiado tino habla —dijo Théoden—. Y los batidores nos dicen que han cavado fosos y que hay hogueras emboscadas a lo largo del camino. Nos será imposible tomarlos por sorpresa y arrasarlos.

—Pero tenemos que actuar con rapidez —dijo Éomer—. ¡Mundburgo está en llamas!

—¡Dejad terminar a Ghân-buri-Ghân! —dijo el Hombre Salvaje—. Él conoce más de un camino. Él os guiará por senderos sin fosos, que los gorgûnno pisan, sólo los Hombres Salvajes y las bestias. Muchos caminos construyó la Gente de Casas-de-Piedra cuando era más fuerte. Despedazaban colinas como cazadores despedazan carne de animales. Los Hombres Salvajes creen que comían piedras. Iban con grandes carretas a Rimmon a través del Drúadan. Ahora no van más. El camino fue olvidado, pero no por los Hombres Salvajes. Por encima de la colina y detrás de la colina, todavía sigue allí bajo la hierba y el árbol, atrás del Rimmon; y bajando por el Dîn, vuelve a unirse al camino de los Jinetes. Los Hombres Salvajes os mostrarán ese camino. Entonces mataréis gorgûny con el hierro brillante ahuyentaréis la oscuridad maligna, y los Hombres Salvajes podrán dormir otra vez en los bosques salvajes.

Éomer y el rey deliberaron un momento en la lengua de ellos. Al cabo, Théoden se volvió al Hombre Salvaje.

—Aceptamos tu ofrecimiento —le dijo—. Pues aun cuando dejemos atrás una hueste de enemigos ¿qué puede importarnos? Si la Ciudad de Piedra sucumbe, no habrá retorno para nosotros, y si se salva, entonces serán las huestes de los orcos las que tendrán cortada la retirada. Si eres leal, Ghân-buri-Ghân, recibirás una buena recompensa, y contarás para siempre con la amistad de la Marca.

—Los hombres muertos no son amigos de los vivos y no hacen regalos —dijo el Hombre Salvaje—. Pero si sobrevivís a la Oscuridad, dejad que los Hombres Salvajes vivan tranquilos en los bosques y nunca más los persigáis como a bestias. Ghân-buri-Ghân no os conducirá a ninguna trampa. Él mismo irá con el padre de los Jinetes, y si lo guía mal, lo mataréis.

—Sea —dijo Théoden.

—¿Cuánto tardaremos en adelantamos al enemigo y volver al camino? —preguntó Éomer—. Si tú nos guías tendremos que avanzar al paso; y el camino será estrecho.

—Los Hombres Salvajes son de pies ligeros —dijo Ghân—. Allá lejos el camino es ancho, para cuatro caballos en el Pedregal de las Carretas —señaló con la mano hacia el sur—, pero es estrecho al comienzo y al final. El Hombre Salvaje puede caminar de aquí a Dîn entre la salida del sol y mediodía.

—Entonces hemos de estimar por lo menos siete horas para las primeras filas —dijo Éomer—; pero más vale contar unas diez en total. Algo imprevisible podría retrasarnos, y si el ejército tiene que avanzar en filas, necesitaremos un tiempo para reordenarlo al salir de las lomas. ¿Qué hora es?

—¿Quién puede saberlo? —dijo Théoden—. Todo es noche ahora.

—Todo está oscuro, pero no todo es noche —dijo Ghân—. Cuando el sol se levanta nosotros lo sentimos, aunque esté escondido. Ya trepa sobre las montañas del este. Se abre el día en los campos del cielo.

—Entonces tenemos que partir cuanto antes —dijo Éomer—. Aun así, no hay esperanzas de que lleguemos hoy a socorrer a Gondor.

Sin esperar a oír más, Merry se escurrió, y fue a prepararse para la orden de partida. Ésta era la última jornada anterior a la batalla. Y aunque le parecía improbable que muchos pudieran sobrevivir, pensó en Pippin y en las llamas de Minas Tirith, y sofocó sus propios temores.

Todo anduvo bien aquel día, y no vieron ni oyeron ninguna señal de que el enemigo estuviese al acecho con una celada. Los Hombres Salvajes pusieron una cortina de cazadores alertas y avispados alrededor del ejército, a fin de que ningún orco o espía merodeador pudiese conocer los movimientos en las lomas. Cuando empezaron a acercarse a la ciudad sitiada, la luz era más débil que nunca, y las largas columnas de Jinetes pasaban como sombras de hombres y de caballos. Cada una de las compañías de los Rohirrim llevaba como guía un Hombre Salvaje de los Bosques; pero el viejo Ghân caminaba a la par del rey. La partida había sido más lenta de lo previsto, pues los jinetes, a pie y llevando los caballos por la brida, habían tardado algún tiempo en abrirse camino en la espesura de las lomas y en descender al escondido Pedregal de las Carretas. Era ya entrada la tarde cuando la vanguardia llegó a los vastos boscajes grises que se extendían más allá de la ladera oriental del Amon Dîn, enmascarando una amplia abertura en la cadena de cerros que desde Nardol a Dîn corría hacia el este y el oeste. Por ese paso descendía en tiempos lejanos la carretera olvidada que atravesando Anórien volvía a unirse al camino principal para cabalgaduras; pero a lo largo de numerosas generaciones de hombres, los árboles habían crecido allí, y ahora yacía sumergida, enterrada bajo el follaje de años innumerables. En realidad, la espesura ofrecía a los Rohirrim un último reparo antes que salieran a cara descubierta al fragor de la batalla: pues delante de ellos se extendían el camino y las llanuras del Anduin, en tanto que en el este y el sur las pendientes eran desnudas y rocosas, y se apeñuscaban y trepaban, bastión sobre bastión, para unirse a la imponente masa montañosa y a las estribaciones del Mindolluin.