—Dime —preguntó— ¿queda todavía alguna esperanza? Para Frodo, quiero decir; o al menos sobre todo para Frodo.

Gandalf posó la mano en la cabeza de Pippin.

—Nunca hubo muchas esperanzas —respondió—. Nada más que esperanzas desatinadas, me dijeron. Y cuando oí el nombre de Cirith Ungol... —Se interrumpió y a grandes pasos caminó hasta la ventana como si pudiese ver del otro lado de la noche, allá en el Este—. ¡Cirith Ungol! ¿Por qué ese camino, me pregunto? —Se volvió—. En ese instante, Pippin, al oír ese nombre, mi corazón estuvo a punto de desfallecer. Y a pesar de todo, Pippin, creo de verdad que en las noticias que trajo Faramir hay alguna esperanza. Pues es evidente que el Enemigo se ha decidido al fin a declararnos la guerra, y que ha dado el primer paso cuando Frodo aún estaba en libertad. De manera que por ahora, durante muchos días, apuntará la mirada aquí y allá, siempre fuera de su propio territorio. Y sin embargo, Pippin, siento desde lejos la prisa y el miedo que lo dominan. Ha empezado mucho antes de lo previsto. Algo tiene que haberlo impulsado a actuar en seguida.

Permaneció un momento pensativo.

—Quizá —murmuró—. Quizá también tu insensatez ayudó de algún modo. Veamos: hace unos cinco días habrá descubierto que derrotamos a Saruman y que nos apoderamos de la Piedra. Sí, pero entonces ¿qué? No podíamos utilizarla para un fin preciso, sin que él lo supiera. ¡Ah! Podría ser. ¿Aragorn? Se le acerca la hora. Y es fuerte, e inflexible por dentro, Pippin; temerario y resuelto, capaz de tomar por sí mismo decisiones heroicas y de correr grandes riesgos, si es necesario. Podría ser, sí. Quizá Aragorn haya utilizado la Piedra y se haya mostrado al Enemigo desafiándolo justamente con este propósito. ¡Quién sabe! De todos modos no conoceremos la respuesta hasta que lleguen los Jinetes de Rohan, siempre y cuando no lleguen demasiado tarde. Nos esperan días infaustos. ¡A dormir, mientras sea posible!

—Pero... —dijo Pippin.

—¿Pero qué? —dijo Gandalf—. Esta noche te concedo un solo pero.

—Gollum —dijo Pippin—. ¿Cómo se entiende que estuvieran viajando con él, y que hasta lo siguieran? Y me di cuenta de que a Faramir no le gustaba más que a ti el lugar a donde los conducía. ¿Qué pasa?

—No puedo contestar a esa pregunta por el momento —dijo Gandalf—. Sin embargo, mi corazón presentía que Frodo y Gollum se encontrarían antes del fin. Para bien o para mal. Pero de Cirith Ungol no quiero hablar esta noche. Traición, una traición, es lo que temo: una traición de esa criatura miserable. Pero así tenía que ser. Recordemos que un traidor puede traicionarse a sí mismo y hacer involuntariamente un bien. Ocurre a veces. ¡Buenas noches!

El día siguiente llegó con una mañana semejante a un crepúsculo pardo, y los corazones de los hombres, reconfortados por el regreso de Faramir, se hundieron otra vez en un profundo desaliento. Las Sombras aladas no volvieron a verse en todo el día, pero de vez en cuando, alto sobre la ciudad, se oía un grito lejano, que por un momento paralizaba de terror a muchos de los hombres; y los más pusilánimes se estremecían y sollozaban.

Y ahora Faramir había vuelto a ausentarse.

—No le dan ningún sosiego —murmuraban algunos—. El Señor es demasiado duro con su hijo, y ahora tiene que cumplir los deberes de dos, los suyos propios y los del hermano que no volverá. —Y miraban sin cesar hacia el norte y preguntaban:— ¿Dónde están los Jinetes de Rohan?

En verdad no era Faramir quien había decidido partir de nuevo. Pero el Señor de la Ciudad presidía el Consejo, y ese día no estaba de humor como para prestar oídos al parecer de otros. El Consejo había sido convocado a primera hora de la mañana, y todos los capitanes habían opinado que en vista del grave peligro que los amenazaba en el Sur, la fuerza de Gondor era demasiado débil para intentar cualquier acción de guerra, a menos que por ventura llegasen aún los Jinetes de Rohan. Mientras tanto no podían hacer nada más que guarnecer los muros y esperar.

—Sin embargo —dijo Denethor—, no convendría abandonar a la ligera las defensas exteriores, el Rammas edificado con tanto esfuerzo. Y el Enemigo tendrá que pagar caro el cruce del Río. No podrá atacar la Ciudad ni por el norte de Cair Andros a causa de los pantanos, ni por el sur en las cercanías de Lebennin, pues allí el Río es muy ancho, y necesitaría muchas embarcaciones. Es en Osgiliath donde descargará el golpe, como ya lo hizo una vez cuando Boromir le cerró el paso.

—Aquello no fue más que una intentona —dijo Faramir—. Hoy quizá pudiéramos hacerle pagar al enemigo diez veces nuestras pérdidas, y sin embargo ser nosotros los perjudicados. Pues a él no le importaría perder todo un ejército, pero nosotros no podemos permitirnos la pérdida de una sola compañía. Y la retirada de las que enviemos lejos sería peligrosa, en caso de una irrupción violenta.

—¿Y Cair Andros? —dijo el Príncipe—. También Cair Andros tendrá que resistir, si vamos a defender Osgiliath. No olvidemos el peligro que nos amenaza desde la izquierda. Los Rohirrim pueden venir o no venir. Pero Faramir nos ha hablado de una fuerza formidable que avanza resueltamente hacia la Puerta Negra. De ella podrían desmembrarse varios ejércitos y atacar desde distintos frentes.

—Mucho hay que arriesgar en la guerra —dijo Denethor—. Cair Andros está guarnecida, y no puedo enviar tan lejos ni un hombre más. Pero el Río y el Pelennor no los cederé sin combatir... si hay aquí un capitán que aún tenga el coraje suficiente para ejecutar la voluntad de su superior.

Entonces todos guardaron silencio, hasta que al cabo habló Faramir: —No me opongo a vuestra voluntad, Señor. Puesto que habéis sido despojado de Boromir, iré yo y haré lo que pueda en su lugar... si me lo ordenáis.

—Te lo ordeno —dijo Denethor.

—¡Adiós, entonces! —dijo Faramir—. ¡Pero si yo volviera un día, tened mejor opinión de mí!

—Eso dependerá de cómo regreses —dijo Denethor.

Fue Gandalf el último en hablar con Faramir antes de que partiera para el Este.

—No sacrifiques tu vida ni por temeridad ni por amargura —le dijo—. Serás necesario aquí, para cosas distintas de la guerra. Tu padre te ama, Faramir, y lo recordará antes del fin. ¡Adiós!

Así pues el Señor Faramir había vuelto a marcharse, llevando consigo todos los voluntarios que quisieron acompañarlo o de quienes se podía prescindir. Desde lo alto de los muros algunos escudriñaban a través de la oscuridad la ciudad en ruinas, y se preguntaban qué estaría aconteciendo allí, pues nada era visible. Y otros, como siempre, oteaban el norte, y contaban las leguas que los separaban de Théoden en Rohan. —¿Vendrá? ¿Recordará nuestra antigua alianza? —decían.

—Sí, vendrá —decía Gandalf—, aunque llegue demasiado tarde. ¡Pero reflexionad! En el mejor de los casos, la Flecha Roja no puede haberle llegado hace más de dos días, y las leguas son largas desde Edoras.

Era nuevamente de noche cuando recibieron por fin otras noticias. Un hombre llegó al galope desde los vados, diciendo que un ejército había salido de Minas Morgul y que ya se acercaba a Osgiliath; y que se le habían unido regimientos del Sur, los Haradrim, altos y crueles.