”Hijo mío, tu padre está viejo, pero aún no chochea. Todavía soy capaz de ver y de oír, igual que antes; y poco de cuanto has dicho a medias o callado es un secreto para mí. Conozco la respuesta de muchos enigmas. ¡Ay, ay, mi pobre Boromir!

—Si lo que he hecho os desagrada, padre mío —dijo con calma Faramir—, hubiera deseado conocer vuestro pensamiento antes que se me impusiera el peso de tamaña decisión.

—¿Acaso eso te habría hecho cambiar de parecer? —dijo Denethor—. Estoy seguro de que te habrías comportado de la misma manera. Te conozco bien. Siempre quieres parecer noble y generoso como un rey de los tiempos antiguos, amable y benévolo. Una actitud que cuadraría tal vez a alguien de elevado linaje, si es poderoso y si gobierna en paz. Pero en los momentos desesperados, la benevolencia puede ser recompensada con la muerte.

—Pues que así sea —dijo Faramir.

—¡Que así sea! —gritó Denethor—. Pero no sólo con tu muerte, Señor Faramir: también con la de tu padre, y la de todo tu pueblo, a quien tendrías que proteger ahora que Boromir se ha ido.

—¿Desearíais entonces —dijo Faramir— que yo hubiese estado en su lugar?

—Sí, lo desearía, sin duda —dijo Denethor—. Porque Boromir era leal para conmigo, no el discípulo de un mago. En vez de desperdiciar lo que le ofrecía la suerte, hubiera recordado que su padre necesitaba ayuda. Me habría traído un regalo poderoso.

La reserva de Faramir pareció ceder entonces un momento.

—Os rogaría, padre mío, que recordéis por qué fui yo al Ithilien, y no él. En una oportunidad al menos, y no hace de esto mucho tiempo, prevaleció vuestra decisión. Fue el Señor de la Ciudad quien le confió a Boromir esa misión.

—No remuevas la amargura de la copa que yo mismo me he preparado —dijo Denethor—. ¿Acaso no la he sentido ya muchas noches en la lengua, previendo que lo peor está aún en el fondo? Como ahora lo compruebo por cierto. ¡Ojalá no fuera así! ¡Ojalá ese objeto hubiese llegado a mi poder!

—¡Consuélate! —dijo Gandalf—. En ningún caso te lo hubiera traído Boromir. Está muerto, y ha tenido una muerte digna: ¡que descanse en paz! Pero te engañas. Boromir habría extendido la mano para tomarlo, y ni bien lo hubiera tocado, estaría perdido sin remedio. Lo habría guardado para él, y cuando viniera aquí, no hubieras reconocido a tu hijo.

El semblante de Denethor se contrajo en un rictus frío y duro.

—Encontraste que Boromir era menos dúctil en tus manos, ¿no es verdad? —dijo con voz suave—. Pero yo que era su padre digo que me lo hubiera traído. Serás sabio, Mithrandir, pero pese a tus sutilezas no eres dueño de toda la sabiduría. No siempre los consejos han de encontrarse en los artilugios de los magos o en la precipitación de los locos. En esta materia mi sabiduría y mi prudencia son más altas de lo que imaginas.

—¿Y qué te dice la prudencia?

—Lo suficiente como para saber que es necesario evitar dos locuras. Utilizarlo es peligroso. Y en un momento como éste, enviarlo al país mismo del Enemigo en las manos de un Mediano sin inteligencia, como lo has hecho tú, tú y este hijo mío, es un disparate.

—¿Y qué habría hecho el Señor Denethor?

—Ni una cosa ni la otra. Pero con toda seguridad y contra todo argumento, no lo habría entregado a los azares de la suerte, una esperanza que sólo cabe en la mente de un loco, y arriesgarnos así a una ruina total, si el Enemigo lo recupera. No, hubiera sido necesario guardarlo, esconderlo: ocultarlo en un sitio secreto y oscuro. No hablo de utilizarlo, no, salvo en caso de extrema necesidad, pero sí ponerlo fuera de su alcance, a menos que sufriéramos una derrota tan definitiva que lo que pudiese acontecernos nos fuera indiferente, pues estaríamos muertos.

—Como es tu costumbre, mi Señor, sólo piensas en Gondor —dijo Gandalf—. Sin embargo, hay otros hombres, y otras vidas y tiempos por venir. Y yo por mi parte, compadezco aun a los esclavos del Enemigo.

—¿Y dónde buscarán ayuda los otros hombres, si Gondor cae? —replicó Denethor—. Si yo lo tuviese ahora aquí, guardado en las bóvedas profundas de esta ciudadela, no estaríamos temblando de terror bajo esta oscuridad, temiendo lo peor, y nada entorpecería nuestras decisiones. Si no me crees capaz de soportar la prueba, es porque aún no me conoces.

—Sin embargo, no te creo capaz —dijo Gandalf—. Si hubiera confiado en ti, te lo hubiera enviado para que lo tuvieras aquí, bajo tu custodia, con lo que habría ahorrado muchas angustias, a mí y a otros. Y ahora, oyéndote hablar, confío menos aún, no más que en Boromir. ¡No, refrena tu ira! En este caso ni en mí mismo confío: me fue ofrecido como regalo y lo rechacé. Eres fuerte, Denethor, y capaz aún de dominarte en ciertas cosas; pero si lo hubieras recibido, te habría derrotado. Aunque estuviese enterrado en las raíces mismas del Mindolluin, te consumiría la mente a medida que vieras crecer la oscuridad, y las cosas peores aún que no tardarán en caer sobre nosotros.

Los ojos de Denethor relampaguearon otra vez por un momento, y Pippin volvió a sentir la tensión entre las dos voluntades: pero ahora las miradas de los dos adversarios le parecían las hojas de dos espadas centelleantes, batiéndose de ojo a ojo. Pippin se estremeció, temiendo algún golpe terrible. Pero de pronto Denethor recobró la calma. Se encogió de hombros.

—¡Si yo hubiera! ¡Si yo hubiera! —exclamó—. Todas esas palabras, todos esos sison vanos. Ahora va camino de la Sombra, y sólo el tiempo dirá lo que el destino prepara, para el objeto, y para nosotros. En el plazo que aún queda, que no será largo, que todos los que luchan contra el Enemigo cada uno a su manera se unan, y que conserven la esperanza mientras sea posible, y cuando ya no les quede ninguna, que tengan al menos la entereza necesaria para morir libres. —Se volvió a Faramir—. ¿Qué piensas de la guarnición de Osgiliath?

—No es fuerte —respondió Faramir—. Como os he dicho, he enviado allí la compañía de Ithilien, para reforzarla.

—No creo que baste —dijo Denethor—. Allí es donde caerá el primer golpe. Lo que les hará falta es un capitán enérgico.

—A esa guarnición y a muchas otras —dijo Faramir, y suspiró—. ¡Ay, si estuviera con vida mi pobre hermano; yo también lo amaba! —Se levantó—. ¿Puedo retirarme, padre? —Y al decir esto se tambaleó, y tuvo que apoyarse en el sillón de su padre.

—Estás fatigado, ya lo veo —dijo Denethor—. Has cabalgado mucho y lejos, y bajo las sombras del mal en el aire, me han dicho.

—¡No hablemos de eso! —dijo Faramir.

—No hablaremos pues —dijo Denethor—. Ahora ve y descansa como puedas. Las necesidades de mañana serán más duras.

Todos se despidieron entonces del Señor de la Ciudad para retirarse a descansar mientras fuese posible. Fuera había una oscuridad negra y sin estrellas mientras Gandalf se alejaba en compañía de Pippin que llevaba una pequeña antorcha. Hasta que se encontraron a puertas cerradas no cambiaron una sola palabra. Entonces Pippin tomó al fin la mano de Gandalf.